En el país de los Marxistas Rococó
Por Tom Wolfe
El autor de La hoguera de las vanidades y Todo un hombre
analiza en este ensayo, con la ironía y penetración con la que
construye sus novelas, la paradoja de que mientras Estados Unidos se
afianza como el país más próspero y libre de la historia, sus
intelectuales y su academia se empeñan, con el puro sustento de la
ideología, en demostrar lo contrario.
Dónde andaba yo?, ¿en otra página?, ¿en el canal que no era?,
¿fuera de onda? Mientras los encargados de los edificios, aquí en Nueva
York, cerraban los elevadores a las 11:30 de la noche, el 31 de
diciembre de 1999, para que los ciudadanos no quedaran atrapados entre
pisos debido al error de 2000 —y los pirotécnicos autorizados hacían
estallar fuegos
artificiales permitidos por el Organismo de
Protección al Medio Ambiente desde los lugares de reunión de Central
Park exactamente a las 12:00:01 AM del 1 de enero de 2000 para señalar
la llegada del siglo XXI y el tercer milenio—, ¿se percató siquiera un
único sabio solitario de que acababa de terminar el siglo i y se
iniciaba el siglo ii de los Estados Unidos?, ¿y de que bien podría haber
otros cinco, seis u ocho por venir que dieran por resultado una Pax
Americana milenaria? ¿O me perdí de algo?¿Pero un solo historiador mencionó que hoy el alcance del dominio de los Estados Unidos en el mundo es tal que Alejandro Magno, convencido de que no quedaba más por conquistar, se pondría en cuatro patas a aporrear desesperado el suelo por no haber sido sino un guerrero y no haber sabido nunca de las fusiones y adquisiciones internacionales, del rock y el rap, del cine de efectos espectaculares, la televisión, la nba, internet y el juego de la "globalización"?
¿Algún bardo hizo
nada por escribir un himno maravilloso —del tipo de "¡Gobierna, Gran
Bretaña! ¡Gran Bretaña gobierna las olas! ¡Los britanos nunca serán
esclavos!", de James Thomson— para los Estados Unidos, la nación que en
el siglo recién terminado había derrotado a dos fraternidades
nacionalistas bárbaras, los nazis alemanes y los comunistas rusos, dos
hordas de depredadores metódicos a la caza de esclavos, que hicieron a
los hunos y magiares lucir juguetones en comparación? ¿O se me habían
acabado las pilas del discman?
¿Se le ocurrió a nadie,
superior o inferior, buscar a un Frédéric-Auguste Bartholdi para crear
un nuevo tributo del orden de la Estatua de la Libertad, para el país
que en el siglo XX, más aún que en el XIX, le abrió los brazos a
personas de todo el planeta: vietnamitas, tailandeses, camboyanos,
laosianos, hmong, etíopes, albaneses, senegaleses, guyaneses, eritreos,
cubanos y a todos los demás, y aseguró que pudieran disfrutar plenamente
de sus derechos civiles, inclus0 de los medios para adquirir poder
político en una ciudad de las proporciones de Miami con conseguir los
votos suficientes? ¿Nadie, siquiera por nostalgia, anticipó semejante
monumento a América, Refugio Internacional de la Democracia? ¿O se me
había vencido la suscripción a Flash Art?
¿Acaso alguno
de los programas especiales de fines de siglo de la red de televisión de
los Estados Unidos tuvo la exuberancia del Aniversario de Diamante de
la Reina Victoria en 1897? Sólo recuerdo rumores de que para bien o para
mal... hmm, hmm... el macartismo, el racismo, Vietnam, las milicias de
derechas, Oklahoma City, Heaven's Gate, Doctor Death... en general, hmm,
no estamos por completo seguros... para bien o para mal, los Estados
Unidos ganaron la Guerra Fría... hmm, hmm, hmm...
Tuve la impresión de que un siglo de los Estados Unidos pasó a otro con toda la pompa y circunstancia de un mousepad.
El gran triunfo de los Estados Unidos inspiró todo el patriotismo y
orgullo (o, si prefiere usted, chovinismo), todo el anhelo de gloria e
imperio (o, si le gusta más, el espíritu del Destino Manifiesto), toda
la música marcial de aniversario de un clic de mouse.
Esa
impresión tuve, pero no fue sino eso, mi impresión. De modo que recurrí
a las encuestas de la mítica opinión pública del Departamento de
Comunicaciones de la Universidad de Michigan. Me enviaron los resultados
de cuatro estudios, cada uno con un enfoque distinto. ¿Chovinismo?, ¿el
espíritu del Destino Manifiesto? Según una encuesta, el 73 por ciento
de los estadounidenses no quería que Estados Unidos interviniera en el
extranjero sino en colaboración con otros países, supuestamente para no
tener toda la responsabilidad. ¿Emocionante? Los estadounidenses no
estaban resueltamente ni a favor ni en contra de la supremacía de su
país. Les falta afectividad, como dirían los psicólogos clínicos.
Hubo
profetas que se dieron cuenta aun en la cima desenfadadamente pomposa
(22 de junio) del aniversario de 1897 de Inglaterra. Uno de ellos fue
Rudyard Kipling, el poeta laureado de facto del imperio, que escribió un
poema para el aniversario, Himno, que advertía: "¡Mirad, toda
nuestra pompa de ayer/ Es una con Nínive y Tiro!" Él y muchos otros
tenían la incómoda sensación de que los cimientos de la civilización
europea ya se les estaban desplazando bajo los pies, sensación patente
en la tan socorrida frase fin-de-siècle. Literalmente, claro
está, no significa otra cosa que "fin de siglo", pero connotaba algo
moderno, asombroso y perturbador en Europa. Tanto Nietzsche como Marx
elaboraron lo mejor de su obra en el intento de explicar este misterio.
El término que utilizaron ambos fue "decadencia".
Pero si había
decadencia, ¿qué era lo que decaía? La fe religiosa y los códigos
morales de toda la vida, afirmó Nietzsche, que en 1882 hizo aquella
famosa declaración de la filosofía moderna, "Dios ha muerto", y tres
predicciones asombrosamente precisas para el siglo XX. Incluso calculó
cuándo comenzarían a realizarse, alrededor de 1915: 1) La fe que antes
los hombres invertían en Dios ahora la dedicarían a bárbaras
"fraternidades con el propósito de robar y explotar a los ajenos a las
mismas", cuyos nombres resultaron ser, llegado el momento, los nazis
alemanes y los comunistas rusos; 2) Habría "guerras como nunca se han
librado en la tierra", que resultaron llamarse la Primera Guerra Mundial
y la Segunda Guerra Mundial; 3) Ya no existiría la Verdad, sino la
"verdad", entre comillas, según el menjurje de verdades eternas que los
bárbaros modernos consideraran más útiles en cualquier momento dado. El
resultado sería el escepticismo universal, el cinismo, la ironía, el
desdén. La Primera Guerra Mundial se inició en 1914 y terminó en 1918. A
continuación, como si Nietzsche todavía viviera para dirigir el drama,
surgió una figura por completo nueva en Europa, con un nombre todo
nuevo, esa encarnación del escepticismo, el cinismo, la ironía y el
desprecio: el Intelectual.
La palabra "intelectual", utilizada
como sustantivo referente al "trabajador intelectual" que asume una
posición política, no existía antes de utilizarla Georges Clemenceau en
1898 durante el caso Dreyfus, para felicitar a aquellos "intelectuales",
como Marcel Proust y Anatole France, que se habían unido al gran
defensor de Dreyfus, Émile Zola. Éste era una variedad del todo novedosa
de preeminencia política, un novelista popular. Su famoso J'Accuse se publicó en la primera página de un diario, L'Aurore,
que tiró trescientos mil ejemplares, y contrató a cientos de vendedores
extras de periódicos, que a media tarde prácticamente habían liquidado
hasta el último ejemplar.
Inesperadamente, Zola y Clemenceau
hicieron ascender a las comunes hormigas obreras del "trabajo
intelectual puro" (concepto de Clemenceau): novelistas, dramaturgos,
poetas, profesores de historia y literatura, toda esa industria
artesanal de pobres almas que emborronan, emborronan y emborronan. Zola
era un periodista extraordinario (o "documentador", como se definía) que
había devorado los detalles del caso Dreyfus al grado de estar tan
enterado como cualquier juez, fiscal o empleado jurídico. Pero ese
detalle inconveniente de la biografía de Zola se olvidó pronto. El nuevo
héroe, el intelectual, no necesitaba abrumarse con la fastidiosa labor
de informar o investigar. Para el caso, no hacía falta una formación
particular, académica, ni bases filosóficas, o marcos teóricos,
conocimiento de los acontecimientos académicos o científicos fuera de la
clase de cosas que se pueden encontrar en la sección nueve del
periódico del domingo. Lo único que se necesitaba era indignación por
las autoridades establecidas y los tontos burgueses pujantes y ¡zaz!, se
era un intelectual.
Desde el inicio mismo, la distinción de
esta nueva criatura, el intelectual, que habría de jugar un papel tan
enorme en la historia del siglo XX, fue inseparable de su imprescindible
indignación, que lo elevó a un plano de superioridad moral. Una vez
ahí, estaba en condiciones de mirar hacia abajo al resto de la
humanidad. Y no le había costado esfuerzo alguno, intelectual o de
ningún otro tipo. Como dijo años después Marshall McLuhan: "La
indignación moral es una técnica utilizada para dotar de dignidad al
idiota". Si los intelectuales del siglo XX eran precisamente idiotas o
no es discutible, pero es difícil oponerse a la definición que una vez
le escuché a un diplomático francés en una cena: "Un intelectual es una
persona con conocimientos de una materia que sólo expresa su opinión
sobre otros temas".
Después de la Primera Guerra Mundial muchos
escritores y académicos estadounidenses tuvieron oportunidad de ir a
Europa por vez primera. Pudieron echarle un buen vistazo de cerca al
Intelectual. Ese desdén, esa altiva indiferencia ante la plebe, esos
largos dedos inmaculados de alabastro con los que señalaban los
escombros de una civilización descompuesta, eran irresistibles. El único
problema fue que cuando nuestros intelectuales neófitos volvieron a los
Estados Unidos para asumir esa pose, no había escombros que señalar.
Lejos de ser una civilización en ruinas, Estados Unidos había resurgido
de la guerra como la nueva estrella que ocupaba el centro del escenario
mundial. Lejos de exudar decadencia, Estados Unidos tenía el resplandor
de un nuevo gigante: valiente, robusto, inocente y simple.
Pero
los jóvenes escribidores, formidablemente ebrios (como predijera
Nietzsche) de escepticismo, cinismo, ironía y desprecio, no estaban
dispuestos a dejar que esas... circunstancias... les estorbaran. Desde
el inicio mismo fue conmovedor el afán de este primo campirano, el
intelectual estadounidense, por alcanzar a su modelo europeo urbano,
como sólo puede serlo el desvelo de un súbdito de las colonias. Esta
imagen no se modificaría a todo lo largo del siglo XX (y hoy, cien años
después, el sudoroso pequeño súbdito colonial sigue apresurándose a
seguirle los pasos al... sahib). En el decenio de 1920 lo primero era
alcanzar esa ironía de los intelectuales europeos respecto al "burgués",
ya iniciada desde hacía cuarenta años. H. L. Mencken, quizá el
ensayista estadounidense más brillante del siglo XX, puso el ejemplo al
acuñar la versión estadounidense de lo mismo con su concepto del booboisie.
En la novela, la solución fue arrebatarle la cobija a nuestro campo
lozano y entrañable, y decir: "¡Helo ahí!, ¡fíjense bien en lo que hay
dentro!, ¡dense cuenta de lo podrido que está bajo la superficie!", como
hiciera Sinclair Lewis en Main Street y Babbit —gracias a las cuales fue el primer estadounidense en ganar el Premio Nobel de literatura— y Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio.
La especialidad de Anderson consistía en exhibir al hipócrita
Estadounidense Medio como el rígidamente correcto, sexualmente retorcido
predicador mirón. Creó un personaje típico y una trama típica que desde
entonces otros han estado afanosamente ordeñando en libros, la
televisión y el cine, desde Peyton Place hasta Belleza americana.
La
Gran Depresión del decenio de 1930 dio a nuestra versión de esta nueva
estirpe, el intelectual, abundante material para indignarse
saludablemente. Para variar, los Estados Unidos lucían terribles. Pero
ni siquiera entonces la situación fue tan espléndidamente abyecta como
en Europa, cuna del intelectual. Después de todo, Europa ahora ya tenía
la Depresión y el fascismo. La solución fue lo que se convirtió en
especialidad de nuestros intelectuales de las colonias: los adjetivos.
¿Europa tenía fascismo de verdad? Bueno, pues nosotros teníamos
"fascismo social". ¿Y eso qué era? Así le pusieron los intelectuales de
izquierda al New Deal de Roosevelt, cuyas reformas simplemente encubrían
el fascismo, cuya noche oscura pronto descendería sobre los Estados
Unidos.
"Fascismo" fue, en realidad, un concepto acuñado por los
marxistas, que tomaron el nombre del partido italiano de Mussolini, los
fascistas, y se lo aplicaron a los nazis de Hitler, encubriendo
mañosamente que los nazis, como los defensores del marxismo, los
comunistas soviéticos, eran socialistas revolucionarios. En realidad,
"nazi" era (muy importunamente) la abreviación del Partido Nacional
Socialista de los Trabajadores Alemanes. Los marxistas europeos lograron
hacer pasar la idea de que el nazismo era el último jadeo brutal,
decadente, del "capitalismo". Pocos de sus primos estadounidenses de las
colonias se hicieron marxistas doctrinarios, de catecismo taladrado,
pero la mayoría pronto quedó envuelta en una tupida bruma marxista. La
fantasía marxista de los "capitalistas" y la "burguesía" que oprimían a
"las masas" —"el proletariado"— se afianzó aun entre los intelectuales
antimarxistas. Antes del pacto nazi-soviético de 1939, el Partido
Comunista de los Estados Unidos logró con gran éxito movilizar a los
súbditos coloniales a favor de causas "antifascistas", como la lucha de
los republicanos contra el "fascista" de Franco en la Guerra Civil de
España. El "antifascismo" se convirtió en el arma flamígera universal,
útil para eliminar a quien fuera, en cualquier sitio. De ahí... al
Everest de la Indignación de los intelectuales.
Después de la
Segunda Guerra Mundial este ambiente mental condujo a una singular
anomalía. Objetivamente, los Estados Unidos se convirtieron pronto en el
país más poderoso, próspero y popular de todos los tiempos. Logramos el
poder militar para hacer estallar en añicos el planeta entero sólo con
dar la vuelta a un par de llaves del silo nuclear, pero también logramos
la hazaña de ingeniería más asombrosa de toda la historia: romper las
cadenas de la gravedad terrestre y llegar a la Luna. Y algo todavía más
sorprendente. El país se convirtió en lo que los socialistas utópicos
del siglo XIX, los sansimones y los fouriers, habían soñado: un El
Dorado donde el trabajador medio disfrutara de libertad política,
libertad personal, tuviera dinero y tiempo libre para desarrollar su
potencial a su gusto. La situación llegó a tal grado que a veces uno no
podía localizar al electricista o al técnico del aire acondicionado
porque andaba en un crucero en el Caribe con su tercera esposa. Y en
cuanto se aflojaron las restricciones de inmigración en el decenio de
1960, llegaron muchedumbres de todas partes, de todos colores,
religiones, personas de África, Asia, América del Sur y el Caribe.
Pero
nuestros intelectuales se emperraron. Igual que después de la Primera
Guerra Mundial, se negaron a atenerse a... las circunstancias.
Entrevieron El Dorado y produjeron los adjetivos más inspirados del
siglo XX. El fascismo real y el genocidio se habían terminado después de
la Segunda Guerra Mundial, pero los intelectuales utilizaron el caso
Rosenberg, el caso Hiss, el macartismo —toda la cacería de brujas
comunistas— y, sobre todo, la guerra de Vietnam para salir con... el
"fascismo incipiente" (Herbert Marcuse, muy elogiado como marxista
europeo bona fide de la "Escuela de Francfort", que se había
trasladado a nuestro país), el "fascismo preventivo" (Marcuse de nuevo),
el "fascismo local" (Walter Lippmann), "al borde del" fascismo (Charles
Reich), el "fascismo informal" (Philip Green), el "fascismo latente"
(Dotson Rader), sin mencionar la frase más inspirada de todas:
"genocidio cultural". Genocidio cultural aludía a la negativa de las
universidades de los Estados Unidos a tener una política de admisión
abierta, para que los solicitantes de las minorías pudieran inscribirse
sin necesidad de cumplir el requisito del promedio general mínimo
aceptable ni presentar exámenes de admisión, así como otros instrumentos
de la represión fascista latente-incipiente-al borde.
"Genocidio cultural" fue una frase inspirada, pero en el conjunto de esta opéra bouffe
del fascismo, racismo y genocidio fascista-racista, la nota
verdaderamente dominante la dio Susan Sontag. En un artículo publicado
en 1967 en Partisan Review, titulado "¿Qué le pasa a los Estados
Unidos?", escribió: "La raza blanca es el cáncer de la historia humana;
es la raza blanca, y sólo ella —con sus ideologías e inventos— la que
erradica a las poblaciones autónomas dondequiera que se extienda, la que
ha perturbado el equilibrio ecológico del planeta, la que hoy pone en
peligro la existencia de la vida misma".
¿La raza blanca es el
cáncer de la historia humana? ¿Quién era esta mujer? ¿Quién y qué? ¿Una
epidemióloga antropológica? ¿Una reconocida autoridad de la historia de
las culturas de todo el mundo, capaz de elaborar una síntesis como la de
Max Weber, Joachim Wach, sir James Frazer o Arnold Toynbee? En
realidad, era apenas otra escribidora que se pasaba la vida anotándose
en las reuniones de protesta y subiendo pesadamente al podio, con el
estorbo de su prosa, que llevaba pegada la calcomanía con la silla de
ruedas válida en Partisan Review. Quizá estuviera
excepcionalmente resuelta a ilustrar lo dicho por McLuhan sobre la
indignación que dota de dignidad al idiota, pero fuera de eso, era la
típica intelectual estadounidense de posguerra.
Después de todo,
era por completo irrelevante tener una mínima idea de lo que se
estuviera hablando. Cualquier académico o científico que sólo tuviera un
conocimiento profundo de su ámbito de trabajo, no cumplía los
requisitos para ser considerado un intelectual. El ejemplo principal era
Noam Chomsky, brillante lingüista que por sí solo descubrió que el
lenguaje es una estructura inscrita en el sistema nervioso central mismo
del Homo sapiens, teoría que los neurocientíficos, que entonces
carecían de los medios para verificarla, han comenzado a corroborar
apenas en fecha reciente. Pero Chomsky no fue considerado un intelectual
antes de denunciar la guerra de Vietnam, algo de lo que casi no sabía
nada, pero así se hizo merecedor de su nueva distinción.
Los
intelectuales estadounidenses de la época del Fascismo con Adjetivos
pasaron un año terrible en 1989. En junio, en Pekín, unos estudiantes
chinos se rebelaron en contra del ancien régime maoísta, se
enfrentaron a los tanques y sacaron a la Plaza de Tiananmen una estatua
de yeso, la Diosa de la Democracia, que, con un brazo alzado al cielo,
tenía un sospechoso parecido con la Estatua de la Libertad del puerto de
Nueva York. ¿Quién entre los intelectuales hubiera sospechado que los
disidentes chinos habían estado mirando a los Estados Unidos como modelo
de libertad todo ese tiempo? Luego, el 9 de noviembre cayó el Muro de
Berlín, y poco después se derrumbó la Unión Soviética y se desintegró su
imperio de Europa del Este.
Qué lío, sin duda, no hay de otra. Así
era requetedifícil dudar, adoptar una actitud cínica o de desdén, desde
una posición marxista. El "capitalismo", el "proletariado", "las masas",
"los medios de producción", la "izquierda infantil", "la noche oscura
del fascismo" y aun el "antifascismo", todo esto de pronto sonaba, no
tanto equivocado como... viejo... se dio por llamarlo "marxismo vulgar",
vulgar por... su falta de refinamiento. Lo importante no era admitir
que uno se había equivocado en esencia. No había que dejar a nadie
pensar que sólo porque habían triunfado los Estados Unidos, y nada más
porque al abrir los archivos soviéticos habían salido algunas cosas
lamentables, digo, ¡maldita sea!, parece que Hiss y los Rosenberg
realmente eran agentes soviéticos, y aun la cacería de brujas, una de
las bases de nuestro credo, ¡recontramaldición!, esos libros de Klehr y
Haynes, de la serie de Yale sobre comunismo en los Estados Unidos, y
Radosh y Weinstein, dejan muy claro que si bien Joe McCarthy era el
despreciable embustero que siempre supimos que era, realmente entraron
en el gobierno de los EE.UU.
agentes
soviéticos. ¡Yale!, ¡tan respetable!, ¿cómo podían darle el visto bueno
a esos académicos renegados de derecha para que hicieran eso? Sin
mencionar los archivos de la Guerra Civil española. Resulta que los
republicanos llamaron en secreto a los soviéticos al comienzo mismo de
las agresiones, y si hubieran ganado, ¡España hubiera sido el primer
Estado títere de los soviéticos!Y ahora Vietnam, nuestro otro fundamento, la más sagrada de nuestras causas, ¡de nuevo esos malditos archivos! ¿Cómo podía nadie ser tan pérfido para abrir nuestros registros secretos? ¡Hacen parecer que los soviéticos y los chinos, de acuerdo con los comunistas norvietnamitas, hubieran estado manipulando siempre al Viet Cong! ¡Hacen que la intervención de los Estados Unidos en Vietnam parezca una especie de cruzada idealista, cuyo único objetivo hubiera sido detener la violenta embestida de las hordas magiares comunistas en el sudeste asiático!
Lo principal es asegurarnos
de que no utilicen esto para restar validez a la forma en que hemos
ascendido a las cumbres olímpicas de la indiferencia desde hace siete
decenios, del 11 de noviembre de 1918, final de la Primera Guerra
Mundial, al 9 de noviembre de 1989, fecha en que cayó el Muro. Que los
Estados Unidos hubieran ganado la Guerra Fría no lava las manchas de la
Guerra Fría, ¿o sí? Ahí está de todas formas el diablo mismo, el bruto,
Joe McCarthy, y Richard Nixon, y el Comité del Senado para las
Actividades en contra de los Estados Unidos, y todos esos gracias a los
cuales muchas personas de Hollywood y del mundo académico se quedaron
sin trabajo, ¿no es así? ¿Y el racismo? El simple hecho de que las
autoridades establecidas concedieran a todos los llamados derechos
civiles y el derecho de voto no significa que se haya eliminado esa
virulenta enfermedad peculiarmente estadounidense, ¿o sí? ¡Para nada!
Esta
necesidad imperiosa de exhibir la falacia del "triunfalismo de los
Estados Unidos" condujo a un momento cumbre en el año 2000. Desde hace
once años, desde la Plaza de Tiananmen y la caída del Muro, personas del
antiguo imperio de la Unión Soviética han estado buscando en los
Estados Unidos los principios mismos de la vida en condiciones de
libertad. Es asombroso el conocimiento que tienen los estudiantes
universitarios de Europa del Este de la lucha de los Estados Unidos por
la libertad de hace 225 años. En 1993, en Nueva York, conocí a un
estudiante húngaro que se sabía de memoria los discursos del gran orador
de la Guerra Civil de los Estados Unidos, Patrick Henry, y no sólo su
célebre discurso "Dadme la libertad o dadme la muerte" de 1775, sino
también su discurso de la Ley del Sello de 1765, anterior a la Cámara de
los Burgueses de Williamsburg. Podía repetirlo casi al pie de la letra:
—César tuvo a Bruto, Carlos i a Cromwell, y Jorge iii...
—¡Traición!, profirió el orador de la Cámara. ¡Traición!
—...aprovechar el ejemplo —dijo Patrick Henry—. ¡Si esto fuera traición, aprovecharlo al máximo!
Jóvenes
como él, de Europa del Este, donde escritores como Solyenitzin y Václav
Havel eran los encargados mismos de conservar la flama de la libertad,
han buscado naturalmente las figuras literarias de los Estados Unidos
para enterarse de los grandes principios democráticos del país más libre
del planeta. Pero, casi sin excepción, los escritores estadounidenses
son... intelectuales. Si nuestro joven húngaro se aproximara a un
intelectual de los Estados Unidos y le repitiera el discurso de Patrick
Henry a propósito de la Ley del Sello, en respuesta sólo recibiría (como
dice Thomas Mann) un profundo silencio.
¿A dónde más pueden
dirigirse los millones de recién liberados de la desaparecida tiranía
soviética? Ay, salvo por algún raro padre católico valiente, el clero de
los Estados Unidos ha perdido importancia para la opinión pública, a
menos que se rindan a la tentación, como han hecho muchos, de volverse
intelectuales.
Eso nos lleva a nuestros filósofos académicos,
nuestras versiones del año 2000 de Immanuel Kant, John Stuart Mill y
David Hume. Así llegamos a uno de los capítulos más selectos de la
comedia humana. Hoy en día, en cualquier universidad importante de los
Estados Unidos, un Kant, con toda su vacilación respecto a Dios, la
libertad y la inmortalidad, o incluso un Hume, no sobrevivirían un año
en la universidad, ni mucho menos se les contrataría para dar clases.
Los departamentos de filosofía, historia, literatura inglesa y
literatura comparada y, en muchas universidades, los de antropología,
sociología y aun los departamentos de psicología, están divididos, como
dice exquisitamente John L'Heureux (The Handmaid of Desire),
entre Jóvenes Turcos y Necios. Casi todos los Necios son viejos, tienen
entre 55 y 65 años, aunque pueden ser de cualquier edad, pueden tener 28
años o 58 por igual, basta pertenecer a esa minoría del cuerpo docente
de la universidad que sigue creyendo en las viejas formas germánicas
decimonónicas de la denominada actividad académica objetiva.
Hoy
las facultades de humanidades son hormigueros de doctrinas abstrusas
como el estructuralismo, el posestructuralismo, el posmodernismo, la
deconstrucción, la teoría de la respuesta del lector, la de la
cosificación... Los nombres varían, pero el texto de fondo siempre es el
mismo: el marxismo puede estar muerto, y el proletariado resultó
imposible. Todos andan en el mar con su tercera esposa. Pero se pueden
encontrar nuevos proletariados de los cuales podamos ser benefactores:
las mujeres, los no blancos, los sufridos blancos de segunda, los
homosexuales, transexuales, perversos polimorfos, pornógrafos,
prostitutas (sexo-servidoras), los árboles de maderas duras, útiles para
expresar nuestra indignación contra las autoridades establecidas y
nuestra indiferencia ante sus secuaces burgueses, para mantener viva la
llama del escepticismo, el cinismo, la ironía y el desdén. Esto no sería
Marxismo Vulgar, sino... marxismo rococó, elegante como un Fragonard,
solapado como un Watteau. No nos obsesionaremos demasiado por cuestiones
políticas, que de todas formas nunca parecen funcionar bien. En cambio
expondremos las llamadas verdades de los secuaces, que los Necios
cultivan ignorantemente, y deconstruiremos sus menjurjes de autoengaño
compuestos de verdades eternas. Demostraremos cómo las autoridades
establecidas manipulan, con ponzoñosa eficiencia, el lenguaje mismo con
que hablamos para encerrarnos en una panóptica invisible, como dijera el
difunto "posestructuralista" francés Michel Foucault.
Foucault y
otro francés, Jacques Derrida, son los grandes ídolos del marxismo
rococó en los Estados Unidos. ¿Podía ser de otro modo? Hoy por hoy, como
todo a lo largo del siglo XX, nuestros intelectuales siguen siendo
sudorosos y pequeños pobladores de las colonias que trotan
desesperadamente, tratando de alcanzar; alcanzar el sistema de los
ídolos de Francia, que consiste en la Teoría, la Teoría, la Teoría. En
esta búsqueda, algunos pobladores de las colonias inevitablemente corren
a mayor velocidad que otros, y actualmente conducen el rebaño dos
académicos: Stanley Fish y Judith Butler. Antes de caer el Muro, el
arquetipo del intelectual de los Estados Unidos era un simple escribidor
que alegremente se izaba a la condición de intelectual. Desde la caída
del Muro, el arquetipo del intelectual de los Estados Unidos es un
académico que alegremente se ha rebajado a la condición de simple
intelectual. Si los ya fantásticos poderes proféticos de Nietzsche
hubieran tenido la especificidad suficiente para soñar a un par de
personajes que representaran la deconstrucción de la Verdad, con V mayúscula, por él anticipada, hubiera soñado con Fish y Butler y los hubiera embutido en Así habló Zaratustra.
Fish es un especialista en Milton, de 61 años de edad, doctorado en
Yale, o un académico caduco especialista en Milton que llegó a la fama
como jefe rococó del Departamento de Literatura Inglesa de la
Universidad de Duke y hoy está en servicio en la Universidad de Illinois
en Chicago, con 230 mil dólares anuales más beneficios (lo máximo en la
academia), con el fin de reunir una cuadra de estrellas rococó para
estudios paraproletarios, sin excluir, según afirma, el estudio de "las
partes del cuerpo, las funciones excretorias, el comercio sexual,
consoladores, bisexualidad, travestismo y pornografía lesbiana". Fish
dice esas cosas con gusto swiftiano, paladeando la inevitable alarma
consiguiente. Entre la generalidad de los rococó de las colonias, Fish
gasta una imagen de brío sin par, en su jaguar verde, una larga bufanda
enrollada al cuello, á la Théophile Gautier. En su lascivia y
travieso fulgor, difiere acentuadamente de las cuadrillas estrafalarias
de deconstrucción que lo siguen. Sí, se pone el suéter sin camisa
visible debajo, no obstante, así como casi todos los Jóvenes Turcos,
hombres y mujeres, lucen una especie de indumentaria de la Generación X:
sudaderas, camisetas, vaqueros, zapatos tenis, trajes todos negros al
estilo de los Artistas Jóvenes, con el propósito de ir más informal y
más juvenil que los Necios, que siguen estancados en la moda de profesor
con traje de tweed.En el nivel teórico, Fish es más conocido por su "teoría de la respuesta del lector", según la cual los textos literarios no significan nada en sí mismos, el significado no es sino una elaboración mental urdida por el lector. Hay apenas un paso de este postulado a afirmar que las autoridades establecidas se han dado un festín atiborrando la lengua con terminología calculada para obligarlo a uno a urdir las elaboraciones mentales que ellos quieren que fragüemos para manipularnos la mente. ¿Se me permite ofrecer un ejemplo insigne y quizá conocido, pero claro? Recientemente me encontré en una de nuestras principales universidades a una mujer que impartía un curso de Teoría Feminista y reprobaba a sus estudiantes si en un examen o un trabajo ponían women como plural de la especie. Insistía en que se pusiera womyn, ya que las autoridades establecidas, en algún momento perdido en la bruma del pasado, habían integrado la primacía masculina en la lengua misma al hacer que la palabra women fuera 60 por ciento men. ¿Cómo reaccionaban los estudiantes? Se encogían de hombros. Han aprendido desde hace mucho tiempo lo fútil de oponerse al marxismo rococó. Simplemente ponen womyn y siguen afanándose en conseguir el crédito de ese curso.
Un estudiante me dijo que el único problema era que al redactar sus trabajos en la computadora, utilizaba el corrector ortográfico y cundía el caos. "Salen esas rayas rojas onduladas por toda la pantalla debajo de womyn. Esa palabra no viene en el diccionario del corrector —luego encogió los hombros—, al menos no viene en el mío".
La
reina indiscutible de la teoría feminista es Judith Butler,
especialista en Hegel doctorada en Yale (como Fish), de 44 años de edad y
también conocida como la diva de los Queer Studies. Es pequeña y de
aspecto no muy agradable, pero los universitarios de todo el país dicen
"diva" apenas se menciona su nombre. Un grupo de ellos organizó una
revista de sus seguidores llamada Judy!, dedicada a informar cómo ella hace entender su concepto de performativity sobre el habla y el comportamiento sexual como formas de anarquía.
"Todos
los roles de género son una imitación que carece de original", reza su
célebre paradoja. Es más famosa todavía por su intrincada Theoryese. En 1998, la revista Philosophy and Literature
la nombró ganadora de su Concurso de Mala Escritura por una oración que
comenzaba: "El avance de una explicación estructuralista en la que se
entiende que el capital estructura las relaciones sociales en formas
relativamente homólogas a un panorama de la hegemonía en el que las
relaciones de poder están sujetas a repetición, convergencia y
reformulación...", y seguía durante otras 59 palabras más o menos. Sus
seguidores de las zine adoran la forma desenfadada pero erudita
con que rechaza esos ataques: "La ponderosidad —dice refiriéndose a
Hegel— es parte del reto fenomenológico de este texto".
Pero la
contienda entre los Necios y los Jóvenes Turcos ha superado toda
descripción posible. En 1987 los tradicionalistas formaron una
organización de autodefensa llamada Asociación Nacional de Académicos;
se unieron mil. En una declaración pública, Fish, que estaba por
entonces en Duke, los etiquetó con la palabra R, la palabra S y la
palabra H: racistas, sexistas y homofóbicos, y le mandó un memorándum al
director de Duke recomendando que no se admitiera a integrante alguno
de esa corrompida organización en los comités determinantes de la
universidad. El director se negó. Los Académicos acusaron a Fish de
tratar de ponerlos en la lista negra. En más de una universidad
importante los Jóvenes Turcos andaban por ahí vestidos como la
Generación X, con la pluma de tinta roja lista, olfateando a los
desviacionistas... sexistas... racistas... clasistas (sic)...
homófobos... etnófobos... Podría armarse un capítulo bastante truculento
de un libro con relatos de Jóvenes Turcos dándose leves codazos y
murmurando para apartar a los estudiantes de los cursos de los Necios, a
tal punto que algún Necio termina sin estudiantes para el curso.
Ante
semejante confianza y decisión de los Jóvenes Turcos y tanta devoción
de sus estudiantes y seguidores, ¿quién queda para apoyar a un
estudiante que padece por womyn o cualquier otra manifestación de
marxismo rococó?, ¿sus otros maestros?, ¿algún decano?, ¿el presidente
de la universidad? El menos probable de todos, créanme, es el
presidente.Hace poco conocí a un estudiante que me dijo que estaba tomando un curso transdisciplinario titulado Civilizaciones de América del Norte. "Transdisciplinario" hoy es una palabra de moda en el mundo académico, no hay que confundirla con el viejo concepto (Necio) de "interdisciplinario", que alude a la utilización de conceptos de dos o más disciplinas académicas convencionales para estudiar un tema en particular, como la utilización de conceptos de la sociología y la economía en la historiografía. No, "transdisciplinario" se refiere al cruce de todas las disciplinas, así como un 747 atraviesa el Polo Norte 12 mil kilómetros por encima de una capa impenetrable de nubes... rumbo a un destino único: el marxismo rococó. De modo que el maestro informa a su clase que si bien los estadounidenses pueden tener más dinero, posesiones, ventajas tecnológicas y comodidades que los mexicanos o los canadienses, en materia de "brechas sociales" —respecto a raza, género, clase, etnicidad y desequilibrios regionales— los estadounidenses son primitivos. En este tema —los elementos esenciales de la vida— hay que aprender en el regazo de los mexicanos y los canadienses.
¿Los canadienses?, ¿los mexicanos?, ¿es una broma?... ¿Qué no los franceses de la provincia de Quebec se molestaron tanto por la mayoría británica que casi se separan de Canadá apenas hace cinco años? Y hace apenas seis años, ¿qué no los indios de la provincia más al sur de México, Chiapas, se levantaron en rebelión armada? Y el género... cáspita... ¿no es un secreto a voces que las empresas extranjeras prefieren contratar mujeres en sus maquiladoras de México porque las mexicanas aprenden durante toda la vida a someterse a la autoridad masculina?, ¿o estoy soñando?
Encogiéndose de hombros: "Oye, no sé. Eso nos dijo".
A estas alturas, cualquiera puede hacer eso, encogerse de hombros y dedicarse a lo suyo. Desde hace ya 82 años, los intelectuales de los Estados Unidos, puntualmente, como predijo Nietzsche, han manifestado su escepticismo sobre la vida estadounidense. Y, como dicen los franceses: "el escepticismo se endurece y se convierte en desprecio". Como podría decir cualquier sociólogo Necio, en Estados Unidos sólo hay dos clases sociales que se perciben objetivamente: los que han ido a la universidad, es decir, han terminado una licenciatura de cuatro años, y los que no han ido. A estas fechas los que han ido han aprendido a encogerse de hombros y asentir a la "corrección política", al marxismo rococó, porque saben que oponerse en voz alta es de mal gusto. Es una... transgresión de la etiqueta indispensable para parecer educados.
Mientras tanto, en las filas de las personas que se encuentran por debajo de esa línea claramente divisoria, la licenciatura, todos esos choferes de automóviles de lujo y personal de instalación del servicio de televisión por cable que andan de crucero, hay muchos que dan voz a su oposición, de noche, fumando un cigarrillo, en el bar del barco Palais Doré... refunfuñando, quejándose, quejándose, refunfuñando... dudando todo el tiempo de su propio sentido común. No sorprende, pues, que encuesta tras encuesta los estadounidenses coloquen a principios del siglo ii de los Estados Unidos, la Pax Americana en estado de... lo que sea...
Nos queda, por último, una pregunta: ¿exactamente qué quieren lograr los intelectuales con su acrobacia mental marxista rococó? ¿Quieren el cambio, cambio para todos los paraproletarios cuyos benefactores ideológicos se proclaman? Claro que no. El cambio real supondría un afán fastidioso. ¿Entonces qué quieren?
En el fondo es muy simple. Todo lo que quiere el intelectual, en el fondo de su corazón, es conservar lo que se le dio mágicamente en un momento fulgurante de hace un siglo. No pide más que permanecer indiferente, apartado, como dijo una vez Revel, de la plebe, los filisteos... "la clase media".
¡Cuánto
se hubiera divertido Nietzsche si sólo Dios no estuviera muerto! Hay
que ver lo que hubiera significado para él poder pasar los últimos cien
años —murió en 1900— reclinado en una nube king-size en el cielo,
con los ángeles tocando cuartetos de arpa de Richard Strauss (había
renunciado a Wagner), mientras miraba a las criaturas, debajo, que sólo
él había tenido la inteligencia para anticipar... los hermanos
bárbaros... los guerreros del mundo... las cuadrillas de demolición de
la Verdad merodeando vestidos de niños... Un profeta, supongo, disfruta
al ver cumplidas sus profecías, pero sospecho que Nietzsche se hubiera
aburrido de cien años de... "el intelectual"... Casi puedo escuchar su
voz exhortadora e increpante: ¡Cómo pueden ustedes, escritores y
académicos, haberse conformado con una función tan fácil e indolente
durante tanto tiempo! ¿Cómo pudieron escoger el esnobismo fácil en vez
del trabajo difícil, interminable, el trabajo hercúleo de adquirir
conocimiento? Creo que hubiera sacudido la cabeza ante las elaboradas
teorías del conocimiento y la sexualidad. Creo que se hubiera fastidiado
de ese obstinado escepticismo, cinismo, ironía y desdén, y hubiera
dicho: ¿por qué no admiten (nadie tendría que enterarse, al fin y al
cabo estoy muerto) que si hay que calificar a los países, en este
momento de la historia sus "execrables" Estados Unidos son el micrómetro
mismo para medir a los demás?
Y hubiera tenido razón.
Los
marxistas del imperio soviético de Europa del Este tuvieron su Havel;
los marxistas de la propia Unión Soviética su Solyenitzin; y los
marxistas rococó de los Estados Unidos...
—"¡Chovinismo! —exclaman los intelectuales—, ¡patriotismo!"...podrían aprovechar su ejemplo. Si esto es patriotismo, ¡hay que aprovecharlo al máximo! -— Traducción de Rosamaría Núñez
© Harpers
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