La violencia en los márgenes: una reconstrucción etnográfica
Este libro examina las formas y los usos de la violencia en la vida cotidiana de los pobres urbanos, más específicamente, en Arquitecto Tucci y sus zonas aledañas, en un partido del sur del conurbano bonaerense.*
Esta violencia sofoca de tal manera la vida diaria de los más desposeídos que es difícil imaginar cómo alguien podría, para parafrasear la meditación de Jaslyn sobre el incierto futuro de su madre en el magnífico libro de Colum McCann, “salir intacto” de allí. El área donde llevamos a cabo nuestro trabajo de campo es un lugar tan hostil para vivir que, en el transcurso de los tres años que duró la investigación, nuestra preocupación constante giró en torno a las marcas difíciles de disipar que la demoledora violencia está dejando en los cuerpos, los corazones y las mentes de aquellos más afectados por ella. Fue esta preocupación –una preocupación no solo académica, sino sobre todo ética y política– la que nos llevó a escribir este libro.
En el transcurso de la investigación y durante el proceso de escritura también nos preocupó –y mucho– la forma de representar la brutalidad interpersonal entre quienes están ubicados en lo más bajo de la estructura sociosimbólica. Las historias que contamos, los testimonios que citamos, los eventos que reconstruimos pueden ser utilizados para reproducir y reforzar los estereotipos usuales sobre los destituidos. Una lectura superficial o malintencionada del material etnográfico que presentamos aquí puede llevar a los lectores a creer que los habitantes de la zona donde llevamos a cabo nuestra investigación son brutti, sporchi, e cattivi –feos, sucios y malos, para citar el título de la comedia salvaje de Ettore Scola–. Versiones más o menos eufemísticas de este estigma acusatorio abundan en las ciencias sociales, y cada tanto resurgen, como se puede ver en el renovado debate sobre el concepto, ahora desinfectado, de “cultura de la pobreza”. Las razones por las cuales este estigma perdura a pesar de las investigaciones rigurosas dedicadas a desbaratarlo están más allá de los límites de este libro. Pero somos muy conscientes de que una apropiación selectiva del material aquí presentado –la imagen de una casa levantada sobre un arroyo podrido, la reconstrucción de un robo a mano armada o de una disputa doméstica en la que una madre castiga físicamente a su hijo para evitar que este consuma droga– es suficiente para disparar una representación estigmatizadora de los que viven en lo más bajo de la escala social. Aun con las mejores intenciones, académicos y periodistas pueden sumarse a la guerra simbólica contra la gente que a nosotros más nos importa, aquellos que viven en riesgo permanente en los márgenes urbanos de la Argentina contemporánea. Es por ese motivo que durante muchos años –desde principios del año 2009, cuando comenzamos la investigación que dio lugar a este libro– vacilamos. Escribimos secciones completas del libro y luego, atemorizados por cómo iban a ser leídas e interpretadas, las descartamos. Sin embargo, quien está en contacto diario y directo con los niños y niñas y adolescentes de la zona no puede darse el lujo –el privilegio académico, podríamos decir– de la indecisión. “Esta historia tiene que ser contada ahora”, escribió uno de nosotros, la maestra, en su diario al final de un largo día al frente del aula. Lejos de una epifanía intelectual, fue ese sentido de urgencia el que nos hizo suspender las dudas que surgían de las lecturas académicas sobre la política de representación de los grupos subalternos, empujándonos, dicho esto casi literalmente, a escribir estas páginas.
En términos muy resumidos, el argumento que desarrollaremos a lo largo de este texto es el siguiente. Buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci, sigue la lógica de la ley del talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa. Ojo por ojo, diente por diente. En esto, la violencia en la zona se asemeja a la que azota al ghetto negro y al inner city en los Estados Unidos, a la favela en el Brasil, a la comuna en Colombia y a tantos otros territorios urbanos relegados de América. Pero existen otras formas de agresión física que ocurren tanto dentro como fuera del hogar, en la casa y en la calle, que transcienden el intercambio interpersonal y adquieren una forma menos demarcada, más expansiva. La violencia no queda restringida a un ojo por ojo, sino que se esparce, y se parece a veces a una cadena, que conecta distintos tipos de daño físico, y otras a un derrame, un vertido que si bien se origina en un intercambio violento, luego se expande y contamina todo el tejido social de la comunidad.
De acuerdo con Charles Tilly (2003), los observadores de la violencia humana se distinguen entre quienes ponen el acento en la conciencia como la base de la acción violenta, quienes se centran en la autonomía de los motivos, los impulsos y las oportunidades que están en el origen de la agresión, y quienes hacen foco en las interacciones de las que surge la violencia y a través de las cuales los individuos desarrollan prácticas y personalidades violentas. Este último grupo, en el que se ubica Tilly y que nos ha servido de inspiración para nuestro análisis, no niega la existencia de ideas ni de motivaciones, pero sostiene que las primeras son producto del intercambio social y las segundas operan solo en contextos interactivos. Es por ello que en este libro el énfasis está puesto sobre las concatenaciones y las interacciones violentas, más que sobre los impulsos o las ideas.
Una pelea entre “transas” o entre estos y consumidores, como las que ocurrieron en reiteradas ocasiones en estos tres años, puede ser vista como un ejemplo de represalia o reacción vio lenta: alguien roba o deja de pagar, otro le responde con una amenaza o con una demostración de fuerza física, que es luego respondida de igual manera o con más violencia. La reacción violenta de una mujer frente a la agresión física de su marido puede ser vista desde esa misma perspectiva: retribución interpersonal. Ahora bien, cuando unos transas entran por la fuerza a una casa, apuntan a la cara de la madre de un adicto y reclaman un pago, sin tener en cuenta la presencia de niños y niñas que son testigos del despliegue de armas y de golpes y empujones, y cuando esta misma madre amenaza con “romperle los dedos” a su hijo (o le pega hasta “ver salirle sangre de la cara”, o llama a la policía, a la que sospecha involucrada en el tráfico, para que “se lo lleve preso porque ya no sé más qué hacer con él”) para evitar que robe objetos de su casa –objetos como por ejemplo una televisión que luego venderá para financiar su hábito, pero que no pertenecen a su madre sino al segundo marido de esta, quien, alcoholizado y furioso por el robo, suele castigarla con patadas y golpes de puño–, en estos casos, entonces, creemos que necesitamos una mejor y más abarcadora imagen para dar cuenta de las formas y los usos de violencia en los márgenes. Es aquí donde la noción de cadena y de derrame, creemos, nos pueden ser de mayor utilidad que la de simple represalia. Desarrollaremos este argumento –es decir, que la violencia transciende la represalia recíproca y se transforma en algo similar a un derrame– mediante la demostración empírica y privilegiando el mostrar por sobre el contar. Antes que relatar y afirmar que distintos tipos de violencia se encadenan unos a otros, queremos que se vea, a través de nuestro material etnográfico, cómo estos encadenamientos se generan en un tiempo y un espacio reales. Hemos estado allí, en la escuela, en el barrio, en el comedor comunitario, y ahora estamos aquí, intentando reconstruir lo que hemos visto, oído y presenciado. Lo que intentaremos hacer en este libro es –parafraseando a la antropóloga Nancy Scheper-Hughes– una reconstrucción lo suficientemente buena”, y creemos que es algo sumamente importante porque no queremos abusar de nuestra autoridad como autores ni de la confianza de los lectores.
Sabemos que el contexto es crucial a los efectos de evitar interpretaciones equivocadas o estigmatizadoras de la violencia en los márgenes urbanos. En otras palabras, para entender y explicar la violencia interpersonal que permea muchas de las interacciones de la zona es necesaria una contextualización radical. Cada episodio violento percibido deberá ser entonces ubicado en su contexto estructural más amplio, así como en su contexto situacional más específico. Eso es más fácil de decir que de hacer, por cierto. Frente a cada interacción violenta, nos fue difícil, parafraseando al novelista Richard Ford, “mantener en la mente, de manera simultánea”, los contextos objetivos “muy juntos” a los contextos subjetivos. Dado que el material etnográfico será desplegado en detalle, quienes lean estas páginas sabrán juzgar si lo hicimos con efectividad.
Sin una comprensión de las maneras en que las personas involucradas en la violencia le dan sentido a esta (cómo la utilizan, con qué propósitos, cómo la experimentan y entienden), nos quedaríamos con un examen bastante limitado y limitante de la violencia, como “causada” por fuerzas macroestructurales. Es cierto es que “grandes estructuras y amplios procesos” –como el Estado patriarcal, la profunda informalización de la economía, la expansión del mercado de las drogas ilegales, etc.– son factores centrales para aprehender la persistencia de la violencia cotidiana. Pero no son suficientes para entender, aun menos explicar, la enorme cantidad de formas de brutalidad interpersonal que detectamos en el territorio, ni las maneras en que se conectan unas con otras. Para eso, necesitamos reconstruir las perspectivas de aquellos que como víctimas, testigos o victimarios están “dentro” del maëlstrom de las múltiples, y muchas veces despiadadas, formas de agresión física.
Parte del “porqué” del derrame de violencia está en su “cómo”. Por ello, si bien hacia el final de este breve libro especularemos sobre factores que están en la raíz del derrame, del carácter encadenado que adquiere la agresión física en el terreno (factores tales como la explosión de la comercialización de narcóticos, la presencia selectiva, intermitente y contradictoria del Estado en los márgenes, la informalización y la desproletarización), nuestro énfasis está puesto en describir con el mayor detalle posible el curso de la violencia, en tiempo y espacio reales. Las estructuras y los procesos que sobredeterminan nuestro universo empírico y tienen un impacto crucial en la persistencia de la violencia serán objeto de estudio más detallado en otro libro que sucederá a este.
La violencia es, en más de un sentido, como el clima: complicada, cambiante y, en cierto sentido, impredecible, pero resulta de causas similares que, en combinaciones variables en distintos tiempos y lugares, la producen. Siguiendo este razonamiento, explicar la violencia implica vislumbrar causas, combinaciones y contextos. El libro que sigue a este estará basado en buena medida en una variedad similar de interacciones violentas que aquí describimos. Sin embargo, focalizará más la atención en los factores, muchos de ellos externos al espacio social del barrio, que alimentan el funcionamiento de la “cadena de violencia” (buena parte de la literatura sobre la “violencia en América Latina” reconoce a estos factores como importantes, pero naufraga a la hora de especificar las maneras concretas en las cuales macroprocesos y microviolencias se vinculan y refuerzan).
* Para los propósitos del presente análisis definimos la violencia en un sentido restringido, entendiéndola como las acciones de personas contra personas que intencionalmente amenazan, atentan o infligen daño físico (Reiss y Roth, 1993; Jackman, 2002).
Este libro examina las formas y los usos de la violencia en la vida cotidiana de los pobres urbanos, más específicamente, en Arquitecto Tucci y sus zonas aledañas, en un partido del sur del conurbano bonaerense.*
Esta violencia sofoca de tal manera la vida diaria de los más desposeídos que es difícil imaginar cómo alguien podría, para parafrasear la meditación de Jaslyn sobre el incierto futuro de su madre en el magnífico libro de Colum McCann, “salir intacto” de allí. El área donde llevamos a cabo nuestro trabajo de campo es un lugar tan hostil para vivir que, en el transcurso de los tres años que duró la investigación, nuestra preocupación constante giró en torno a las marcas difíciles de disipar que la demoledora violencia está dejando en los cuerpos, los corazones y las mentes de aquellos más afectados por ella. Fue esta preocupación –una preocupación no solo académica, sino sobre todo ética y política– la que nos llevó a escribir este libro.
En el transcurso de la investigación y durante el proceso de escritura también nos preocupó –y mucho– la forma de representar la brutalidad interpersonal entre quienes están ubicados en lo más bajo de la estructura sociosimbólica. Las historias que contamos, los testimonios que citamos, los eventos que reconstruimos pueden ser utilizados para reproducir y reforzar los estereotipos usuales sobre los destituidos. Una lectura superficial o malintencionada del material etnográfico que presentamos aquí puede llevar a los lectores a creer que los habitantes de la zona donde llevamos a cabo nuestra investigación son brutti, sporchi, e cattivi –feos, sucios y malos, para citar el título de la comedia salvaje de Ettore Scola–. Versiones más o menos eufemísticas de este estigma acusatorio abundan en las ciencias sociales, y cada tanto resurgen, como se puede ver en el renovado debate sobre el concepto, ahora desinfectado, de “cultura de la pobreza”. Las razones por las cuales este estigma perdura a pesar de las investigaciones rigurosas dedicadas a desbaratarlo están más allá de los límites de este libro. Pero somos muy conscientes de que una apropiación selectiva del material aquí presentado –la imagen de una casa levantada sobre un arroyo podrido, la reconstrucción de un robo a mano armada o de una disputa doméstica en la que una madre castiga físicamente a su hijo para evitar que este consuma droga– es suficiente para disparar una representación estigmatizadora de los que viven en lo más bajo de la escala social. Aun con las mejores intenciones, académicos y periodistas pueden sumarse a la guerra simbólica contra la gente que a nosotros más nos importa, aquellos que viven en riesgo permanente en los márgenes urbanos de la Argentina contemporánea. Es por ese motivo que durante muchos años –desde principios del año 2009, cuando comenzamos la investigación que dio lugar a este libro– vacilamos. Escribimos secciones completas del libro y luego, atemorizados por cómo iban a ser leídas e interpretadas, las descartamos. Sin embargo, quien está en contacto diario y directo con los niños y niñas y adolescentes de la zona no puede darse el lujo –el privilegio académico, podríamos decir– de la indecisión. “Esta historia tiene que ser contada ahora”, escribió uno de nosotros, la maestra, en su diario al final de un largo día al frente del aula. Lejos de una epifanía intelectual, fue ese sentido de urgencia el que nos hizo suspender las dudas que surgían de las lecturas académicas sobre la política de representación de los grupos subalternos, empujándonos, dicho esto casi literalmente, a escribir estas páginas.
En términos muy resumidos, el argumento que desarrollaremos a lo largo de este texto es el siguiente. Buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci, sigue la lógica de la ley del talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa. Ojo por ojo, diente por diente. En esto, la violencia en la zona se asemeja a la que azota al ghetto negro y al inner city en los Estados Unidos, a la favela en el Brasil, a la comuna en Colombia y a tantos otros territorios urbanos relegados de América. Pero existen otras formas de agresión física que ocurren tanto dentro como fuera del hogar, en la casa y en la calle, que transcienden el intercambio interpersonal y adquieren una forma menos demarcada, más expansiva. La violencia no queda restringida a un ojo por ojo, sino que se esparce, y se parece a veces a una cadena, que conecta distintos tipos de daño físico, y otras a un derrame, un vertido que si bien se origina en un intercambio violento, luego se expande y contamina todo el tejido social de la comunidad.
De acuerdo con Charles Tilly (2003), los observadores de la violencia humana se distinguen entre quienes ponen el acento en la conciencia como la base de la acción violenta, quienes se centran en la autonomía de los motivos, los impulsos y las oportunidades que están en el origen de la agresión, y quienes hacen foco en las interacciones de las que surge la violencia y a través de las cuales los individuos desarrollan prácticas y personalidades violentas. Este último grupo, en el que se ubica Tilly y que nos ha servido de inspiración para nuestro análisis, no niega la existencia de ideas ni de motivaciones, pero sostiene que las primeras son producto del intercambio social y las segundas operan solo en contextos interactivos. Es por ello que en este libro el énfasis está puesto sobre las concatenaciones y las interacciones violentas, más que sobre los impulsos o las ideas.
Una pelea entre “transas” o entre estos y consumidores, como las que ocurrieron en reiteradas ocasiones en estos tres años, puede ser vista como un ejemplo de represalia o reacción vio lenta: alguien roba o deja de pagar, otro le responde con una amenaza o con una demostración de fuerza física, que es luego respondida de igual manera o con más violencia. La reacción violenta de una mujer frente a la agresión física de su marido puede ser vista desde esa misma perspectiva: retribución interpersonal. Ahora bien, cuando unos transas entran por la fuerza a una casa, apuntan a la cara de la madre de un adicto y reclaman un pago, sin tener en cuenta la presencia de niños y niñas que son testigos del despliegue de armas y de golpes y empujones, y cuando esta misma madre amenaza con “romperle los dedos” a su hijo (o le pega hasta “ver salirle sangre de la cara”, o llama a la policía, a la que sospecha involucrada en el tráfico, para que “se lo lleve preso porque ya no sé más qué hacer con él”) para evitar que robe objetos de su casa –objetos como por ejemplo una televisión que luego venderá para financiar su hábito, pero que no pertenecen a su madre sino al segundo marido de esta, quien, alcoholizado y furioso por el robo, suele castigarla con patadas y golpes de puño–, en estos casos, entonces, creemos que necesitamos una mejor y más abarcadora imagen para dar cuenta de las formas y los usos de violencia en los márgenes. Es aquí donde la noción de cadena y de derrame, creemos, nos pueden ser de mayor utilidad que la de simple represalia. Desarrollaremos este argumento –es decir, que la violencia transciende la represalia recíproca y se transforma en algo similar a un derrame– mediante la demostración empírica y privilegiando el mostrar por sobre el contar. Antes que relatar y afirmar que distintos tipos de violencia se encadenan unos a otros, queremos que se vea, a través de nuestro material etnográfico, cómo estos encadenamientos se generan en un tiempo y un espacio reales. Hemos estado allí, en la escuela, en el barrio, en el comedor comunitario, y ahora estamos aquí, intentando reconstruir lo que hemos visto, oído y presenciado. Lo que intentaremos hacer en este libro es –parafraseando a la antropóloga Nancy Scheper-Hughes– una reconstrucción lo suficientemente buena”, y creemos que es algo sumamente importante porque no queremos abusar de nuestra autoridad como autores ni de la confianza de los lectores.
Sabemos que el contexto es crucial a los efectos de evitar interpretaciones equivocadas o estigmatizadoras de la violencia en los márgenes urbanos. En otras palabras, para entender y explicar la violencia interpersonal que permea muchas de las interacciones de la zona es necesaria una contextualización radical. Cada episodio violento percibido deberá ser entonces ubicado en su contexto estructural más amplio, así como en su contexto situacional más específico. Eso es más fácil de decir que de hacer, por cierto. Frente a cada interacción violenta, nos fue difícil, parafraseando al novelista Richard Ford, “mantener en la mente, de manera simultánea”, los contextos objetivos “muy juntos” a los contextos subjetivos. Dado que el material etnográfico será desplegado en detalle, quienes lean estas páginas sabrán juzgar si lo hicimos con efectividad.
Sin una comprensión de las maneras en que las personas involucradas en la violencia le dan sentido a esta (cómo la utilizan, con qué propósitos, cómo la experimentan y entienden), nos quedaríamos con un examen bastante limitado y limitante de la violencia, como “causada” por fuerzas macroestructurales. Es cierto es que “grandes estructuras y amplios procesos” –como el Estado patriarcal, la profunda informalización de la economía, la expansión del mercado de las drogas ilegales, etc.– son factores centrales para aprehender la persistencia de la violencia cotidiana. Pero no son suficientes para entender, aun menos explicar, la enorme cantidad de formas de brutalidad interpersonal que detectamos en el territorio, ni las maneras en que se conectan unas con otras. Para eso, necesitamos reconstruir las perspectivas de aquellos que como víctimas, testigos o victimarios están “dentro” del maëlstrom de las múltiples, y muchas veces despiadadas, formas de agresión física.
Parte del “porqué” del derrame de violencia está en su “cómo”. Por ello, si bien hacia el final de este breve libro especularemos sobre factores que están en la raíz del derrame, del carácter encadenado que adquiere la agresión física en el terreno (factores tales como la explosión de la comercialización de narcóticos, la presencia selectiva, intermitente y contradictoria del Estado en los márgenes, la informalización y la desproletarización), nuestro énfasis está puesto en describir con el mayor detalle posible el curso de la violencia, en tiempo y espacio reales. Las estructuras y los procesos que sobredeterminan nuestro universo empírico y tienen un impacto crucial en la persistencia de la violencia serán objeto de estudio más detallado en otro libro que sucederá a este.
La violencia es, en más de un sentido, como el clima: complicada, cambiante y, en cierto sentido, impredecible, pero resulta de causas similares que, en combinaciones variables en distintos tiempos y lugares, la producen. Siguiendo este razonamiento, explicar la violencia implica vislumbrar causas, combinaciones y contextos. El libro que sigue a este estará basado en buena medida en una variedad similar de interacciones violentas que aquí describimos. Sin embargo, focalizará más la atención en los factores, muchos de ellos externos al espacio social del barrio, que alimentan el funcionamiento de la “cadena de violencia” (buena parte de la literatura sobre la “violencia en América Latina” reconoce a estos factores como importantes, pero naufraga a la hora de especificar las maneras concretas en las cuales macroprocesos y microviolencias se vinculan y refuerzan).
* Para los propósitos del presente análisis definimos la violencia en un sentido restringido, entendiéndola como las acciones de personas contra personas que intencionalmente amenazan, atentan o infligen daño físico (Reiss y Roth, 1993; Jackman, 2002).
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