jueves, 24 de abril de 2014

Los pájaros han dejado de cantar. Por Liliana Guaragno.






¿Qué es ese ruido sobre el techo? ¿Arrastre de alas? Pájaros, pájaros. Deben ser ellos, ¿juegan? ¿copulan? Sobre el techo de cartón corrugado.

En el techo del baño, láminas de acrílico transparente. Y no, de día, no hay que encender la luz. Alguien entró, y al salir quería apagar tanta luminosidad. Oprimió la llave y entonces se dio cuenta.

Afuera. Diciembre. Afuera, las espinas de la acacia, las olorosas flores del jazmín del país, los racimos amarillos de un árbol enorme cuyo nombre desconozco, los racimos blanquísimos del ligustre, el tilo oloroso, las capsulas leñosas algo abiertas que dejan escapar las semillas colgantes del jacarandá. Pájaros de otras regiones  llegaron para quedarse aquí, con los nuestros, en esta zona de trinos.

La alergia ciudadana, el gran bonete de la estrategia, el peligro de los viejos árboles. Cortar, cortar sus ramas- dice el muchacho que recoge las hojas de la calle los martes- todos los martes mañaneros. Hojas amontonadas por la escoba. Veredas rotas por raíces y autos. Estacionan autos en las veredas. La acacia molesta. Sus pinches, sus raíces que se extienden con brotes frescos. ¿Tendré que sacarlo?



Hoy ha muerto Josefina, la cantante- con su peluca cubriendo la cabeza pelada por el cáncer. Fue el cigarrillo, dicen. La cantante calva pidió que la hicieran cenizas y las arrojaran al sucio Río de la Plata.

Su hija ha guardado un poco de ese polvo gris en una bolsita- como una reliquia. Santa, que tal vez lo sea-. ¿Por qué no? Tanta estupidez rodeándola, hizo que dejara el habla cotidiana para sólo cantar.  Aunque nunca fue de hablar mucho, un sí o un no de vez en cuando. Pero sí cantaba aquí, o allá o más allá. Pobre, pobre, decía la mayoría de los envidiosos, las mujeres competitivas, los machos rechazados- y su gran amor, esa  ilusión -, oculto; su menos grande amor, oculto; su imberbe amor, semioculto en la oscuridad parloteaba con Carmen, la hija que no cantaba, pero era partera.

Como partera odiaba los arpegios de su madre que se le confundían con los gritos de las parturientas y los llantos de los bebés que horadan la cabeza. Pero al fin quedó a propósito sorda, entonces admiraba las palabras del canto de su madre leyéndole la boca, entendiendo los tremendos tangos de la Papusa, Estercita, Malasangre y todas esas letras que culpaban a Eva- la primera mujer-, y a todas las Evas del mundo, en la voz de los hombres que al perderlas en un sentido, y perderlas en otro, las extrañan entre gemidos.

Ya de viejos tocan la guitarra, y cantan Pobre mi madre querida. La madre, salvada de entre las otras, las perdidas.

La hija de la cantante cada vez tenía menos trabajo en las mismas horas de aguante, -poco que aguantar-: Las chicas querían cesárea.

-Pero la cesárea es una operación y toda operación tiene riesgos…decía el Dr. Must ya jubilado, tratando de olvidarse- algo imposible- de la certeza de que sus hijos le llevarían a sus nietos ese día, y otro, y otro. El Dr. Must quería dedicarse a él, a su escritura, a sus lecturas. ¡Y qué buenos sus poemas! ¡Cómo se reía al contar algunos pasajes de La potra! ¡Cómo le gustaba Felisberto y los de principios del XX, Apollinaire, Dadá, el surrealismo!

Pero esa vez, con la cantante calva muerta, permanecía sombrío, tolerando la repetición infinita de Adiós Nonino. Hasta el cansancio.

No fue mucha gente al velorio, sólo los principales de la ciudad comenzando por el Intendente. Dar el pésame a la hija, Carmen (con ese nombre y partera). Recuerda el Dr. Must las parteras del Ulysses –esas que tiraban las semillas al cemento desde lo alto de una torre. ¿Desde lo alto de una torre? Como sembrar en la arena.

Las parteras que ha conocido el Dr. Must no tienen hijos. Las semillas se derraman sobre los muslos y las sábanas, o quedan encerradas en el hueco de un diafragma o de un delicado preservativo. Ah, la libertad de acostarse libre de retoños. ¿Para qué más hijos? Esa pregunta se la hizo el Dr. Must -ya de viejo. Él, que había fecundado a su mujer seis veces. Ahora, atemorizado, veía que todo se sexoplicaba. Horrorizado ya ante el mundo, lejos de las ilusiones. Y eso pasa de viejo, ya que se dan cuenta- ciertos viejos-, de la degradación del mundo.

Ese día, el día del velorio, fue el día en que Carmen perdió su sordera. Hubiera sido un halago para su madre, pero ya su madre jamás oiría, ni cantaría, ni nada.

Para colmo algunos decían: -¡Pobre! Taan joven.

La gente esa estaba realmente loca, porque Josefina- la últimamente cantante calva a causa del tratamiento de su cáncer-, había cumplido un mes atrás sus 82 años. Seguramente los que armaban esa consabida  e inadecuada frase debían creerse eternos.

Y el cáncer fue lento y saludable. Dicen que no sufrió, en los que serían los peores momentos, gracias al Dr. Must que le recetaba remedios homeopáticos, y ella, la cantante, vivió- aunque pelada por antiguos remedios de prestigiosos doctores-, los últimos tiempos en paz.

Atea convencida, Josefina logró intuir que algo imposible al pensamiento lógico existía más allá de ella y de los otros. No la habían bautizado, ni había tomado la comunión, etcétera. Es decir, no tuvo idea hasta muy tarde de lo que se llamaba Dios, o dios.

Ella había participado un breve período -y poco-, en política. Yo la conocí  el segundo día de ese accidente fatal en que murieron dos amigos, en el que se me ocurrió sugerirle  a la Presidente del P.C. de esta ciudad que hiciéramos una misa para Nilda y Santiago -algo simbólico le dije-, pero ella se espantó de mis palabras como si yo fuera el diablo. Por el duelo, dije. Ella gritó: Están y estarán siempre vivos.

Hacía rato que Josefina se había distanciado del grupo para seguir la veta del tango en su cuerpo, y, en estos últimos tiempos decidió disimular esa extensión del pensamiento hacia lo ineluctable, para que sus antiguas compañeras del Partido no se aterrorizaran e hicieran la señal de la cruz -por hábito infantil- ante el demonio, si a Josefina se le llegara a escapar de la boca algo relacionado con la idea de Dios o dios. Y, sí,  algo se le escapó de la manga.

-Pero hay que perdonarla, se está muriendo, dijo una ex santa pero de óptima asistencia social a sus compañeras, cuando alguien sopló - el viento hizo oír sus palabras-, chismeó -digamos-, que un sacerdote había ido a  darle la Extremaunción. ¡Qué papelón! Sí, un papelón.

Silencio sobre el tema.

La debilidad humana será perdonada. Será perdonada. Perdónanos, Señor- Dios que no existes. Dios que nos dejas librados a este mundo infernal- guerras- guerras santas-guerras pecaminosas- económicas- mentales- poderosos totalitarios- gobiernos mediocres- tiranos- tiranos alabados- caudillos latinoamericanos- falsos mesías- huevos- gallinas- sexo- perros-. Ah, si no fuera por los árboles, los cantos, los pájaros. Pero sobre todo los árboles- que no son de carne. La carne, el mundo, el pecado. Ah. Ah. Pero si ella- Josefina-, no estudió el catecismo. ¿Cómo temer al pecado? Ah, la transgresión de las normas, ¿o acaso no conocemos la frase ‘He visto a Dios’? Eso es la Nada -es decir- Dios.

¿Qué pájaro está trinando ahora? Prii-prii, piu-iu-ii. ¿Un benteveo? ¿Un zorzal? Sí, ambos, y más. Leer Aves del Plata. Hudson remeda increíblemente el piar de algunos pájaros en Mansiones Verdes, una novela romántica –perfecta- (limitada al pasarse al  cine).



Sentada a la mesa  la amiga de Josefina, escribe “Flor- Florencia- Firenze-. Oh, maravilla de Siena, oh, maravilla de los ojos sobre el Arno”. Florencia- a quien llaman Flor- amiga de Josefina Winter, la cantante que suprimió su apellido por inglés e invernal-escribe, escribe todo lo que le pasa por su cabeza pero jamás se le ocurrió ser escritora, por ende jamás publicó un libro.  Ahora Flor acaba de jugar con su nombre, la ciudad homónima, etcétera, ya que había podido viajar a Italia, la tierra natal de su madre.

Es amiga del Dr. Must y mucho más de Josefina, a quien admiraba poderosamente…Llegaba al delirio al escuchar su voz, su voz que sólo seguirá oyéndose a través de la radio y las grabaciones.

Justamente hoy, mediodía de sábado, el Juez en lo Laboral, cuyo programa sobre tango es de lo más logrado e interesante, ha pasado por la radio Loca, cantado por Josefina Winter, nacida de padres ingleses en La Colonia. Aunque Josefina había rechazado la discreta e insoportable cultura inglesa, las rigurosas maneras en la mesa, en el recibidor, en el campo, no así el diálogo irónico, ni el amor por los galgos y caballos. Es decir, jamás pudo desembarazarse del todo de esa cultura en casa: quería y sufría muchísimo por los animales, y casi nada por los humanos.

Flor había comenzado a escribir sobre Josefina: “Fue en su larga juventud una buenísima amazona, además de tenista y nadadora de primera. Caminaba cuarenta cuadras por día para mantener agilidad y energía. Pero a ocultas escuchaba tangos, y tarareaba, y al fin llegó a cantarlos a toda voz.

Su madre decía ¡Qué horror! ¡Ah! ¡Qué horror! Su padre decía Sí, es un horror, y tomaba del hombro a su esposa. Un consuelo de hombre firme, de hogar, para con su mujer. Abogado, para colmo.

Josefina escuchaba a Goyeneche cuando Goyeneche tenía voz, y lo siguió escuchando hasta cuando se le fue aflojando el gaznate para curtir la ronquera, y ese signo de aspiración que no suprimían en los discos. Le gustaba Gardel, pero más aún Raúl Verón.

Y esa vez, tal vez la última vez, escuchó: No pensé jamás lograr tu corazón/ Y sin embargo te busqué, sin importarme que eras buena  –con arreglos de Atilio Stamponi-. Y recordó, y lloró un poco.

Josefina Winter se reveló a los 22 años, había sufrido el despecho de su primer amor, la envidia de sus iguales, y ese momento de quiebre con sus padres: la máxima y única discusión -moderada por su alma inglesa aunque apóstata-, con sus viejos. Adiós a la casita de los viejos. Josefina se expulsó a sí misma, pero no sin dinero. El dinero no le faltaba sino que le sobraba, y la madre, llorando -ya caída en la realidad y en la pena-, la ayudó y la ayudaría durante años a ocultas del padre a quien la hija no podría ver en adelante.

El padre odiaba tanto el tango, como a los compadritos y a la masa de las canchas; a pesar de que fueron ellos, los ingleses, los que trajeron el football, -fútbol en cristiano.

Madre y padre habían ido abandonando gradualmente la pertenencia a la Iglesia Anglicana, en medio de los muchos anglicanos inmigrantes o hijos de inmigrantes.

Tal vez Josefina había  sentido algo más, esa ilusión de cristal, cuando le pasó lo de Grisel, y besó el Cristo aquel, y pensó que él, el que la engañó, vivía enloquecido porque no la olvidó, y deseaba eso que ella reprimía, acordarse de él. Pero el Cristo aquel era sólo un hombre que la sedujo, y ella no pudo negar el jugo del amor y ahí, bueno, -eran otras épocas-, fue la tragedia. Aunque él le cantara: difícil es caminar las calles y las plazas sin el sol de este verano.

Josefina: una mocosa según su madre; una putita, según su padre -que la rechazó por siempre jamás-.”



Flor fue la única amiga que la ayudó en ese período crítico de su vida, los demás le dieron vuelta la cara. “Cuando Josefina llegó a ser famosa, alrededor de los 26 años, volvieron a dorarle la píldora. Ella los miraba con cara de nada. No era de hablar mucho y pronto se aburrían de sus silencios, y se iban sin ser echados, tal como habían llegado, sin ser llamados”.

En esa época era terrible perder la virginidad. Josefina estaba marcada, ¿qué sería de ella?, se preguntaba, ya abandonada, ya embarazada, ya decidida a desembarazarse con el dinero que le había dado su madre. Su madre que en las sombras la visitaba en la pensión donde se había recluido en la primera etapa de su soledad. Josefina no lloraba, no contaba su desgracia, no mostraba su dolor. Ella se ahogaba sin poder gritar: luché a tu lado y te perdí.

Alguna que otra confesión escuchaban los oídos de Flor, y alguna vez, Josefina deseó ser como Flor: una mujercita equilibrada, trabajadora y de padres obreros, bien amada por ellos y luego por un muchacho con quien se casó, tuvo hijos, una mujer madura que pudo hacer un viaje a Florencia y Nápoles con su esposo, etcétera, aunque no le quedara tiempo para escribir la biografía completa de Josefina, cuyos papeles -bastante incompletos-, me dio para que yo, demasiado joven para saber tantas cosas de ese pasado, pudiera escribir algo, aunque fuera poco, sobre Josefina, la cantante de tango que había volado al otro mundo un jueves a media mañana, a los 82 años. En lo que leí sobre ella, faltaban otros amores y amoríos, sus giras, sus internaciones- si las hubo. Será cuestión de leer algunos reportajes o notas en las revistas, a pesar de que Josefina huía de esas situaciones.

Y debo aclarar, que Josefina nunca se desembarazó, y crió como pudo  a su hija Carmencita, que se transformó en Carmen, que estudió para partera, que nunca se casó, ni tuvo hijos, que entró en la sordera para evitar berridos en los que incluyó la voz de mezzo-soprano de su madre, para recuperar al fin el oído  a su muerte, tal vez pagando la culpa de no haberla querido tanto.



Ah, el silencio. Es mediodía. Los pájaros han dejado de cantar.


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