¿Qué es ese ruido
sobre el techo? ¿Arrastre de alas? Pájaros, pájaros. Deben ser
ellos, ¿juegan? ¿copulan? Sobre el techo de cartón corrugado.
En el techo del
baño, láminas de acrílico transparente. Y no, de día, no hay que encender la
luz. Alguien entró, y al salir quería apagar tanta luminosidad. Oprimió la
llave y entonces se dio cuenta.
Afuera. Diciembre.
Afuera, las espinas de la acacia, las olorosas flores del jazmín del país, los
racimos amarillos de un árbol enorme cuyo nombre desconozco, los racimos
blanquísimos del ligustre, el tilo oloroso, las capsulas leñosas algo abiertas
que dejan escapar las semillas colgantes del jacarandá. Pájaros de otras
regiones llegaron para quedarse aquí,
con los nuestros, en esta zona de trinos.
La alergia
ciudadana, el gran bonete de la estrategia, el peligro de los viejos árboles.
Cortar, cortar sus ramas- dice el muchacho que recoge las hojas de la calle los
martes- todos los martes mañaneros. Hojas amontonadas por la escoba. Veredas
rotas por raíces y autos. Estacionan autos en las veredas. La acacia molesta.
Sus pinches, sus raíces que se extienden con brotes frescos. ¿Tendré que
sacarlo?
Hoy ha muerto
Josefina, la cantante- con su peluca cubriendo la cabeza pelada por el cáncer.
Fue el cigarrillo, dicen. La cantante calva pidió que la hicieran cenizas y las
arrojaran al sucio Río de la
Plata.
Su hija ha
guardado un poco de ese polvo gris en una bolsita- como una reliquia. Santa,
que tal vez lo sea-. ¿Por qué no? Tanta estupidez rodeándola, hizo que dejara
el habla cotidiana para sólo cantar.
Aunque nunca fue de hablar mucho, un sí o un no de vez en cuando. Pero sí
cantaba aquí, o allá o más allá. Pobre, pobre, decía la mayoría de los
envidiosos, las mujeres competitivas, los machos rechazados- y su gran amor,
esa ilusión -, oculto; su menos grande
amor, oculto; su imberbe amor, semioculto en la oscuridad parloteaba con
Carmen, la hija que no cantaba, pero era partera.
Como partera
odiaba los arpegios de su madre que se le confundían con los gritos de las
parturientas y los llantos de los bebés que horadan la cabeza. Pero al fin
quedó a propósito sorda, entonces admiraba las palabras del canto de su madre
leyéndole la boca, entendiendo los tremendos tangos de la Papusa, Estercita,
Malasangre y todas esas letras que culpaban a Eva- la primera mujer-, y a todas
las Evas del mundo, en la voz de los hombres que al perderlas en un sentido, y
perderlas en otro, las extrañan entre gemidos.
Ya de viejos tocan
la guitarra, y cantan Pobre mi madre querida. La madre, salvada de entre las
otras, las perdidas.
La hija de la
cantante cada vez tenía menos trabajo en las mismas horas de aguante, -poco que
aguantar-: Las chicas querían cesárea.
-Pero la cesárea
es una operación y toda operación tiene riesgos…decía el Dr. Must ya jubilado,
tratando de olvidarse- algo imposible- de la certeza de que sus hijos le
llevarían a sus nietos ese día, y otro, y otro. El Dr. Must quería dedicarse a
él, a su escritura, a sus lecturas. ¡Y qué buenos sus poemas! ¡Cómo se reía al
contar algunos pasajes de La potra!
¡Cómo le gustaba Felisberto y los de principios del XX, Apollinaire, Dadá, el
surrealismo!
Pero esa vez, con
la cantante calva muerta, permanecía sombrío, tolerando la repetición infinita
de Adiós Nonino. Hasta el cansancio.
No fue mucha gente
al velorio, sólo los principales de la ciudad comenzando por el Intendente. Dar
el pésame a la hija, Carmen (con ese nombre y partera). Recuerda el Dr. Must
las parteras del Ulysses –esas que
tiraban las semillas al cemento desde lo alto de una torre. ¿Desde lo alto de
una torre? Como sembrar en la arena.
Las parteras que
ha conocido el Dr. Must no tienen hijos. Las semillas se derraman sobre los
muslos y las sábanas, o quedan encerradas en el hueco de un diafragma o de un
delicado preservativo. Ah, la libertad de acostarse libre de retoños. ¿Para qué
más hijos? Esa pregunta se la hizo el Dr. Must -ya de viejo. Él, que había
fecundado a su mujer seis veces. Ahora, atemorizado, veía que todo se
sexoplicaba. Horrorizado ya ante el mundo, lejos de las ilusiones. Y eso pasa
de viejo, ya que se dan cuenta- ciertos viejos-, de la degradación del mundo.
Ese día, el día
del velorio, fue el día en que Carmen perdió su sordera. Hubiera sido un halago
para su madre, pero ya su madre jamás oiría, ni cantaría, ni nada.
Para colmo algunos
decían: -¡Pobre! Taan joven.
La gente esa
estaba realmente loca, porque Josefina- la últimamente cantante calva a causa
del tratamiento de su cáncer-, había cumplido un mes atrás sus 82 años.
Seguramente los que armaban esa consabida
e inadecuada frase debían creerse eternos.
Y el cáncer fue
lento y saludable. Dicen que no sufrió, en los que serían los peores momentos,
gracias al Dr. Must que le recetaba remedios homeopáticos, y ella, la cantante,
vivió- aunque pelada por antiguos remedios de prestigiosos doctores-, los
últimos tiempos en paz.
Atea convencida,
Josefina logró intuir que algo imposible al pensamiento lógico existía más allá
de ella y de los otros. No la habían bautizado, ni había tomado la comunión,
etcétera. Es decir, no tuvo idea hasta muy tarde de lo que se llamaba Dios, o
dios.
Ella había
participado un breve período -y poco-, en política. Yo la conocí el segundo día de ese accidente fatal en que
murieron dos amigos, en el que se me ocurrió sugerirle a la Presidente del P.C. de esta ciudad que
hiciéramos una misa para Nilda y Santiago -algo simbólico le dije-, pero ella
se espantó de mis palabras como si yo fuera el diablo. Por el duelo, dije. Ella
gritó: Están y estarán siempre vivos.
Hacía rato que
Josefina se había distanciado del grupo para seguir la veta del tango en su
cuerpo, y, en estos últimos tiempos decidió disimular esa extensión del pensamiento
hacia lo ineluctable, para que sus antiguas compañeras del Partido no se
aterrorizaran e hicieran la señal de la cruz -por hábito infantil- ante el
demonio, si a Josefina se le llegara a escapar de la boca algo relacionado con
la idea de Dios o dios. Y, sí, algo se
le escapó de la manga.
-Pero hay que
perdonarla, se está muriendo, dijo una ex santa pero de óptima asistencia
social a sus compañeras, cuando alguien sopló - el viento hizo oír sus
palabras-, chismeó -digamos-, que un sacerdote había ido a darle la Extremaunción. ¡Qué papelón! Sí, un
papelón.
Silencio sobre el
tema.
La debilidad
humana será perdonada. Será perdonada. Perdónanos, Señor- Dios que no existes.
Dios que nos dejas librados a este mundo infernal- guerras- guerras
santas-guerras pecaminosas- económicas- mentales- poderosos totalitarios-
gobiernos mediocres- tiranos- tiranos alabados- caudillos latinoamericanos-
falsos mesías- huevos- gallinas- sexo- perros-. Ah, si no fuera por los
árboles, los cantos, los pájaros. Pero sobre todo los árboles- que no son de
carne. La carne, el mundo, el pecado. Ah. Ah. Pero si ella- Josefina-, no
estudió el catecismo. ¿Cómo temer al pecado? Ah, la transgresión de las normas,
¿o acaso no conocemos la frase ‘He visto a Dios’? Eso es la Nada -es decir-
Dios.
¿Qué pájaro está
trinando ahora? Prii-prii,
piu-iu-ii. ¿Un benteveo? ¿Un zorzal? Sí, ambos, y más.
Leer Aves del Plata. Hudson remeda
increíblemente el piar de algunos pájaros en Mansiones Verdes, una novela romántica –perfecta- (limitada al
pasarse al cine).
Sentada a la
mesa la amiga de Josefina, escribe
“Flor- Florencia- Firenze-. Oh, maravilla de Siena, oh, maravilla de los ojos
sobre el Arno”. Florencia- a quien llaman Flor- amiga de Josefina Winter, la
cantante que suprimió su apellido por inglés e invernal-escribe, escribe todo
lo que le pasa por su cabeza pero jamás se le ocurrió ser escritora, por ende
jamás publicó un libro. Ahora Flor acaba
de jugar con su nombre, la ciudad homónima, etcétera, ya que había podido
viajar a Italia, la tierra natal de su madre.
Es amiga del Dr.
Must y mucho más de Josefina, a quien admiraba poderosamente…Llegaba al delirio
al escuchar su voz, su voz que sólo seguirá oyéndose a través de la radio y las
grabaciones.
Justamente hoy,
mediodía de sábado, el Juez en lo Laboral, cuyo programa sobre tango es de lo
más logrado e interesante, ha pasado por la radio Loca, cantado por Josefina
Winter, nacida de padres ingleses en La Colonia. Aunque
Josefina había rechazado la discreta e insoportable cultura inglesa, las
rigurosas maneras en la mesa, en el recibidor, en el campo, no así el diálogo
irónico, ni el amor por los galgos y caballos. Es decir, jamás pudo
desembarazarse del todo de esa cultura en casa: quería y sufría muchísimo por
los animales, y casi nada por los humanos.
Flor había
comenzado a escribir sobre Josefina: “Fue en su larga juventud una buenísima
amazona, además de tenista y nadadora de primera. Caminaba cuarenta cuadras por
día para mantener agilidad y energía. Pero a ocultas escuchaba tangos, y tarareaba,
y al fin llegó a cantarlos a toda voz.
Su madre decía
¡Qué horror! ¡Ah! ¡Qué horror! Su padre decía Sí, es un horror, y tomaba del
hombro a su esposa. Un consuelo de hombre firme, de hogar, para con su mujer.
Abogado, para colmo.
Josefina escuchaba
a Goyeneche cuando Goyeneche tenía voz, y lo siguió escuchando hasta cuando se
le fue aflojando el gaznate para curtir la ronquera, y ese signo de aspiración
que no suprimían en los discos. Le gustaba Gardel, pero más aún Raúl Verón.
Y esa vez, tal vez
la última vez, escuchó: No pensé jamás lograr tu corazón/ Y sin embargo te
busqué, sin importarme que eras buena
–con arreglos de Atilio Stamponi-. Y recordó, y lloró un poco.
Josefina Winter se
reveló a los 22 años, había sufrido el despecho de su primer amor, la envidia
de sus iguales, y ese momento de quiebre con sus padres: la máxima y única
discusión -moderada por su alma inglesa aunque apóstata-, con sus viejos. Adiós
a la casita de los viejos. Josefina se expulsó a sí misma, pero no sin dinero.
El dinero no le faltaba sino que le sobraba, y la madre, llorando -ya caída en
la realidad y en la pena-, la ayudó y la ayudaría durante años a ocultas del
padre a quien la hija no podría ver en adelante.
El padre odiaba
tanto el tango, como a los compadritos y a la masa de las canchas; a pesar de
que fueron ellos, los ingleses, los que trajeron el football, -fútbol en
cristiano.
Madre y padre
habían ido abandonando gradualmente la pertenencia a la Iglesia Anglicana,
en medio de los muchos anglicanos inmigrantes o hijos de inmigrantes.
Tal vez Josefina
había sentido algo más, esa ilusión de
cristal, cuando le pasó lo de Grisel, y besó el Cristo aquel, y pensó que él,
el que la engañó, vivía enloquecido porque no la olvidó, y deseaba eso que ella
reprimía, acordarse de él. Pero el Cristo aquel era sólo un hombre que la
sedujo, y ella no pudo negar el jugo del amor y ahí, bueno, -eran otras
épocas-, fue la tragedia. Aunque él le cantara: difícil es caminar las calles y
las plazas sin el sol de este verano.
Josefina: una
mocosa según su madre; una putita, según su padre -que la rechazó por siempre
jamás-.”
Flor fue la única
amiga que la ayudó en ese período crítico de su vida, los demás le dieron
vuelta la cara. “Cuando Josefina llegó a ser famosa, alrededor de los 26 años,
volvieron a dorarle la píldora. Ella los miraba con cara de nada. No era de
hablar mucho y pronto se aburrían de sus silencios, y se iban sin ser echados,
tal como habían llegado, sin ser llamados”.
En esa época era
terrible perder la virginidad. Josefina estaba marcada, ¿qué sería de ella?, se
preguntaba, ya abandonada, ya embarazada, ya decidida a desembarazarse con el
dinero que le había dado su madre. Su madre que en las sombras la visitaba en
la pensión donde se había recluido en la primera etapa de su soledad. Josefina
no lloraba, no contaba su desgracia, no mostraba su dolor. Ella se ahogaba sin
poder gritar: luché a tu lado y te perdí.
Alguna que otra
confesión escuchaban los oídos de Flor, y alguna vez, Josefina deseó ser como
Flor: una mujercita equilibrada, trabajadora y de padres obreros, bien amada
por ellos y luego por un muchacho con quien se casó, tuvo hijos, una mujer
madura que pudo hacer un viaje a Florencia y Nápoles con su esposo, etcétera,
aunque no le quedara tiempo para escribir la biografía completa de Josefina,
cuyos papeles -bastante incompletos-, me dio para que yo, demasiado joven para
saber tantas cosas de ese pasado, pudiera escribir algo, aunque fuera poco,
sobre Josefina, la cantante de tango que había volado al otro mundo un jueves a
media mañana, a los 82 años. En lo que leí sobre ella, faltaban otros amores y
amoríos, sus giras, sus internaciones- si las hubo. Será cuestión de leer
algunos reportajes o notas en las revistas, a pesar de que Josefina huía de
esas situaciones.
Y debo aclarar,
que Josefina nunca se desembarazó, y crió como pudo a su hija Carmencita, que se transformó en
Carmen, que estudió para partera, que nunca se casó, ni tuvo hijos, que entró
en la sordera para evitar berridos en los que incluyó la voz de mezzo-soprano
de su madre, para recuperar al fin el oído
a su muerte, tal vez pagando la culpa de no haberla querido tanto.
Ah, el silencio.
Es mediodía. Los pájaros han dejado de cantar.
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