Sobre Pobre
Bélgica de Charles Baudelaire. Traducción : Luis Echávarri. Introducción,
revisión y notas : Américo Cristófalo y Hugo Savino. Editorial Losada,
I999, 242 páginas.
En 1859,
Baudelaire escribió en Mi corazón al desnudo : “ De
niño, quería ser unas veces Papa, pero papa militar; otras, comediante. Goces
que me producían estas dos alucinaciones.”
En sus escritos
sobre Bélgica, hacia I864, recopilados en la reciente edición de Losada, este
estado alucinatorio tiende a ser literal y el poeta llevará a cabo una pequeña
guerra de religión como comediante papal.
Cuando la guerra
de religión pasa a primer término sustituyendo a la política la
consecuencia es el fascismo o el fundamentalismo. Pero aquí no se trata de
ninguna cruzada sino de la aventura de un sujeto singular. Baudelaire descubre
una modernidad acelerada y con ella la imposibilidad de alegorías. Bélgica
asoma como futuro en bruto, menos como
la tierra de los ciegos de Brueghel que como una sociedad de pájaros de ojos
amputados. La caracterización de los pobres, las viejas y los niños, que en la
mayoría de las culturas aparecen como incontaminados, constituye una de las
conclusiones más terribles del libro porque confirma que el otro no puede
aparecer como prójimo: “ La miseria, que en todos los países conmueve tan
fácilmente el corazón del filósofo, no puede aquí más que inspirarle la
repugnancia más irresistible... tan marcada por la bajeza y el vicio incurable
está la cara del pobre!”
“ La infancia,
linda en casi todas partes, es horrible, tiñosa, sarnosa, mugriente y merdosa.
La anciana misma, el ser sin sexo que en todas partes tiene el gran mérito de
conmover la mente sin inmutar los sentidos, conserva aquí en su rostro toda la
fealdad y toda la necedad con que fue marcada la niña en el vientre materno. No
inspira, en consecuencia, cortesía, respeto ni ternura”.
Ante el sopor
belga, Baudelaire no puede generar una alegoría, desterrada, ridícula y
sublime, de esta revelación como lo hizo el El Cisne donde el ave-
emblema que escapa de la jaula da lugar a un pasaje de la cautividad al exilio
final. El poema trivializa
magistralmente los emblemas clásicos y el lugar de lo adánico en la tierra,
donde el cisne alude a la ciudad remodelada, es decir, destruida, Victor Hugo u
Ovidio, políticamente exilados, o el mismo Baudelaire que asiste a la
asincronía que entre el spleen- la bilis
negra de lo real - y el ideal cada vez más inalcanzable.
Tampoco puede
reencontrar las marcas enigmáticas del mal dosificadas por el tiempo de sus
poemas Los siete viejos o Las viejecitas.
El giro tout
à coup - “de pronto surgió ante
mí un anciano cuyos amarillentos harapos...”- que anticipa para el paseante un
encuentro imprevisible- con el cisne, viejos o viejas, la desconocida o el
atardecer -, le está vedado en su música, como si en Bruselas no hubiera
posibilidad de resonancia.
El crítico más
influyente de la época, Sainte Beuve,
consideró a los Paraísos -I851- una obra de mayor
envergadura que Las Flores del Mal, 1857, a las que Baudelaire
agrega poemas como El Viaje cuatro años después. Pero su
libro sobre Bélgica ha sufrido algo peor
que el desatino : la desaparición que hace que los lectores contemporáneos
de Baudelaire- hablo de Verlaine o Mallarmé- no pudieran conocerlo. De la
historia de sus ediciones dicen algo Américo Cristófalo y Hugo Savino. La
abundancia de sus notas constituyen una viaje por toda las referencias de
Baudelaire, además de añadir poemas no traducidos sobre Bélgica.
Ejemplos: cuando
Baudelaire llama a Rubens “ granuja vestido de raso”, las notas nos recuerdan
su elogio en Los Faros, o cuando se refiere a Namur se nos aclara que
ahí existió una antigua sociedad, los pinzoneros, que ejercían la práctica de
arrancarles los ojos a esos pájaros con el pretexto de que así cantaban
mejor.
Bélgica
deshabillé - título original, que alude a un país sorprendido en
paños menores - , no fue escrito para ser editado en sentido contractual sino
por la imposibilidad de publicar que fue, además de las conferencias y
mantenerse lejos de los acreedores, el objetivo de su viaje y éste es un
elemento importante en la rescisión del contrato social. Es diferente no sólo a
su obra sino exterior a un siglo y constituye uno de los textos más
contundentes por parte de quien leía Tartufo de Molière como un
panfleto.
Después de
Sainte Beuve- que terminó siendo senador - hubo un Paul Valéry que leyó su obra
como la aplicación de las teorías de Poe, la torpeza surrealista y la voluntad
sartreana de querer disolver el talento en cuestiones de conciencia que influye
en las interpretaciones a partir de los sesenta. Habría que hacer la historia
de las lecturas de Baudelaire, que no pocas veces han coincidido con la
apertura de un proceso. Hoy la orden del clero mediático es : no pensar
demasiado, no formular ningún problema intelectual. Mithos y thanatos la
emprenden contra eros y logos. Lo de Sartre, en comparación, suena a osadía.
Las lecturas de Georges Bataille y
Walter Benjamin se han negado a darle
una solución. Este último nos dice que no hay que tomar demasiado en serio el
satanismo de Baudelaire. ¿ Por qué no hacerlo?
Leamos Las
Letanías de Satán, donde el poeta le ruega al demonio que se apiade
de él: “ Pere adoptif de ceux qu’ en su noire colere/Du paradis terrestre a
chassés Dieu le Pére/ Oh Satán, prends
pieté de mi longue misere!”
El demonio en
las letanías ya suena a evocación, como cosa del pasado: mi hipótesis es
que el demonio murió de aburrimiento, acaso refugiado en una
iglesia, por la devaluación de la mercancía alma que era su preciado objeto de
caída y desvelo.
O tal vez el
demonio fue asesinado, como escribió Stevens, o fue un blanco entre otros de
ese ejército que en El Porvenir de la Ciencia Renán
anuncia que marcha invencible a la conquista de lo perfecto. Ese ejército del
progreso no tiene en Bruselas, a diferencia de París, ninguna resistencia. El
problema no es la muerte misma del demonio- que existió en tanto encarnaba en
los cuerpos - sino su resurrección no teológica: la que da lugar a ese
puritanismo exacerbado que es el nazismo que derivó en el tópico de la
banalidad del mal, comentado en el prólogo de Cristófalo y Savino: “El hombre
del progreso convertido en difamador. El artista bien informado, el que sabe
cotizar. La rabiosa religión de la lámpara de gas que recae en ilusión, en mito
y que encima cree haber alcanzado la cima de lo antireligioso.”
Bélgica es una
tierra donde no florecen las flores del mal. Está lejos de Jeanne Duval, la
negra alcohólica, que siempre reaparece como obsesión única entre las otras
mujeres, que no sólo lo engaña y lo
considera un fracasado sino que no valora su obra en lo más mínimo, haciendo
eco con el director del diario que le corrige los versos y académicos que le
temen o se burlan de él. La poesía que
considera verdadera es desechada en Francia y lo expresa a su amigo Laconte de
Lisle: “todos los elegíacos son canallas”.
Tal vez pensaba
en la vulgaridad de Jeanne cuando escribió: “ La mujer es lo contrario del
dandy. Por lo tanto, ella debe producirle horror. La mujer es natural,
es decir, abominable.” Eso contrasta con cartas de amor a diversas musas que
aparecen.
En Bélgica,
tampoco está Ancelle, “ la llaga de mi vida”, el notario que retiene sus fondos
y cuyas preguntas - “ ¿ Quiere usted a
su madre? ¿ Cree usted en Dios? Hay un Dios, ¿ no es verdad?” le causan ataques
de nervios. Está ante pequeños burgueses como Ancelle, que “ conoce tanto de
literatura como un elefante de bailar boleros”, pero en un estado terminal que
hace imposible agredirlos.
Sus peleas
anteriores son imposibles en un país donde no tiene relevancia el principio de
arlequín o de la uniformidad de Leibniz enunciado por el personaje de comedia:
todo es como aquí en todas las cosas. Nada, comprueba Baudelaire, es como aquí,
pero está en vías de serlo. Es un lugar de cultivo para el ideal humanitario de
un Victor Hugo y el ocultismo de un Alan Kardec. Siempre ha sido así, hasta la New
Age: cierto progresismo ha sido complementario de ocultistas y
espiritistas.
Este lugar tan
de excepción por su necedad está a punto de convertirse en medida y esto
- la idea de que el mundo será belga- es lo que fascina a Baudelaire
hasta hacerlo retornar a Namur para terminar su libro. Ahí se vuelve afásico y
sufre un ataque de apoplejía fatal.
La sensibilidad
de Baudelaire es antipuritana y
antigótica. Lo advertimos en su repugnancia por Brujas: “Ciudad fantasma,
ciudad momia, más o menos conservada. Huele a muerte, Edad Media, Venecia en
negro, los espectros rutinarios y las tumbas”, en su recurrente caracterización
de las iglesias, en la afirmación de lo jesuítico, especialmente en Amberes,
ciudad que le encanta. En Sade la naturaleza no puede satisfacerse sino en su
propia destrucción. Flaubert piensa que para destruirla hay previamente que
exaltarla. En los cuadernos, Flaubert reconoce que Sade “ representa “la última
palabra del catolicismo” en tanto responde al “ espíritu de inquisición, al
espíritu de tortura de la Iglesia de la Edad Media, el horror de la
naturaleza, ¿ han observado que no hay ni un animal ni un árbol en Sade? El
goce y el horror de la naturaleza le parecen tan íntimamente ligados que uno
supone fatalmente el otro”.
En La leyenda
de San Julián el hospitalario, Flaubert retoma la vena sádica de la leyenda
medieval. Julián comprueba en su frenesí contra las cosas que ellas no pueden
destruirse infinitamente cuando por error mata a su madre y a su padre,
cumpliendo una profecía: el héroe de la crueldad tiene que destruirse a sí
mismo y esto coincide con la santidad de un heroísmo premoderno que no
distingue al protagonista de un sonámbulo que sin embargo anuncia un posterior
malestar. El héroe premoderno se enfrenta a la ley o reconcilia con Dios, pero
el héroe moderno se extravía en un laberinto de controles y de normas. Balzac
ya compadecía a las mujeres que querían tejer sus historias amorosas. Esto le
resulta imposible en una civilización que hace consignar la entrada y salida de
carruajes, cuenta las cartas y pronto tendrá el país “ catastrado hasta en su mínima parcela”.
Es Benjamin, en
su análisis del héroe moderno, quien examina la red de controles que se acentúa
con la revolución y va coartando cada vez más la vida burguesa. Afirma que en
los barrios proletarios hubo resistencia a que se numeraran las casas.
Baudelaire -escribe Benjamin- se hallaba perjudicado como un criminal
cualquiera por ese empeño. París ya no es la patria del flâneur y
en pocos años tiene catorce direcciones: no trataba sólo de escapar de los
acreedores .
El vagabundeo
acontece en el resguardo de la multitud donde nadie está del todo claro para el
otro ni nadie es al mismo tiempo del todo impenetrable. Hausmann es el
“urbanista” que termina con las barricadas : la arquitectura responde a la
mirada del jefe de policía.
La anchura de las calles establece el camino
más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Benjamin se refiere a la experiencia belga de Baudelaire en las Iluminaciones:
“No hay escaparates en las tiendas. El callejeo, tan grato a los pueblos
dotados de imaginación, es imposible en Bruselas. No hay nada que ver y los
caminos son imposibles. Baudelaire amaba la soledad, pero la quería en la
multitud”
En los Paraísos
leemos la confesión siguiente: “ Por regla general, los pocos individuos que me
han resultado antipáticos en este mundo eran personas que tenían una posición
económica próspera y gozaban de buena reputación. Por el contrario, recuerdo a
todos los sinverguenzas que he conocido, que no han sido pocos, con agrado y
con ternura”.
En Bruselas,
lejos de los simpáticos personajes de la bohemia, su editor extravagante,
Poulet- Malassis que termina más arruinado que él o el admirado aguafuertista
Meryon al que intenta ayudar en vano, tropieza con un perpetuo purgatorio de
una decencia que es la fachada torpe de la impostura. A un belga - escribe - no
puede ocurrírsele que el elogio de un hombre por otro sea desinteresado porque
carece de la facultad de admirar. Tienen, en cambio, una profunda credulidad
para la cual cualquier cosa puede ser objeto de culto. Nos habla de
librepensadores que creen en los aparecidos, de los ejercicios de retórica
militar que cuentan batallas imaginarias, del rey que echa al médico cuando lo
alerta acerca de la muerte, de crímenes más atroces y estúpidos que en otras
partes, mujeres que insultan si le les ofrecen flores, de su familiaridad y
desprecio por el hombre célebre, de la venalidad de las costumbres electorales
y lo barato que cuesta comprar bancas en la cámara de diputados a diferencia de
otros países : “ Esta gente sólo piensa en montón. Relatáis una anécdota cómica :
os miran con ojos tristes y aire afligido! Os burláis de ellos, se sienten
halagados y creen que los felicitan ! Curiosidad por los asuntos ajenos.
Goce con las desdichas del otro. Un obrero francés es un príncipe en
comparación con un aristócrata belga. La pobreza es una gran deshonra. Barbarie
de los juegos infantiles. Pájaros atados con una pata a un palo. No estar
conforme es un gran delito. Nada de latín ni de griego. Nada de filosofía. Nada
de poesía. Estudios profesionales. Educación para hacer ingenieros o
banqueros”.
Baudelaire se
declara espía, parricida y pederasta.
Por esa confesión, sus anfitriones concluyen que Wagner también debía de serlo.
Detalla una cultura sordamente infantilizada, donde la renuencia contra la
muerte y el desconocimiento del crimen son signos de una progresiva
imbecilidad : “ Las personas que llaman a Booth criminal son las mismas
que adoran a la Corday”.
Arthur Power
dijo que a Joyce le fascinaban los pubs que rodeaban la Christ Church
porque le recordaban las “tabernas medievales en que se codean lo sagrado y lo
obseno”. Baudelaire, en cambio, se encuentra ante una arquitectura donde hay
jarrones de flores en los frontones y caballos sobre los tejados : es lo
que denomina estilo juguete. Son
tiempos sombríos para el libertinaje. Reina la moral de las nuevas
inquisiciones colectivas.
Baudelaire se
declara incompetente con las belgas. Es el gótico el que torna a las jóvenes y
bellas en doncellas ya viejas. El mal en la tradición gótica es afantasmado, nunca hecho a
sabiendas. Nada evoca a esa mujer, la prostituta de su poema Alegoría
sobre el que giran todas las flores del mal. Las citas de la prensa belga
permiten inferir a lo que se enfrenta : “ Los hombres son solidarios, deben
unirse en el gran principio de la mutualidad y rechazar cualquier idea
extrahumana que no tiene fundamento en parte alguna. Guerra a Dios! El progreso
consiste en eso!”
“ De toda la
política sólo entiendo una cosa: la revuelta”, escribió Flaubert, expresando en
prosa lo que en Baudelaire, blandiendo un arma en una esquina de París, era
grito: abajo el general Aupick! Ese espíritu de bohemia coexistía con lo que
Marx llamaba conspiradores profesionales “ que dedican su actividad a la
conjura y viven de ella”
Nada de eso es
posible en Bélgica: “ Nunca he comprendido tan bien como al verla la necesidad
absoluta de convicciones. Añadamos que cuando se les habla de revolución seriamente
se espantan. Viejas doncellas virtuosas. Por mi parte, cuando consiento en ser
republicano, hago el mal a sabiendas. Si! Viva la Revolución! Siempre a
pesar de todo! Pero no me engaño, nunca me engañé! Digo: viva la Revolución!
como diría viva la destrucción! Viva la expiación!,
viva el castigo!, Viva la Muerte! No sólo me alegraría de ser
víctima, sino que no aborrecería ser verdugo, para sentir la Revolución de dos
maneras!”
Las convicciones
son las que lo aproximan al dogma de la iglesia, a la encíclica de 1864 y al
Syllabus de Pío IX, donde se condena al
socialismo, al liberalismo y a los nuevos cultos.
Baudelaire no es
un reaccionario ultramontano, en el
sentido de un Joseph de Maistre, sino un sujeto moderno y por lo tanto
complejo. Como si el rechazo de esas nuevas devociones lo llevara a afirmarse
en el dogma y eso tuviera que ver con la posibilidad misma del sujeto. Con la
misma sonrisa : “ La sonrisa es prácticamente imposible. Los músculos de
sus rostros no son lo bastante 0flexibles para prestarse a ese movimiento
suave”. Están citados los diarios belgas, los discursos parlamentarios, los
entierros patéticos y desopilantes.
Hay que
detenerse en La renegación de San Pedro, poema donde se prueba que hay
que renegar- o blasfemar- bien: el otro, Dios o el diablo, como diría Artl, no
dejan de responder a esa resonancia. En Bélgica la blasfemia, la invectiva y la invocación se vuelven tan
superfluas como el spleen o la poesía.
En Bélgica el
discurso del Bien - donde el mal es la diferencia, la singularidad, el arte-
poco tiene que ver con la definición de Baudelaire del bien como un arte. La
doxa belga no es ajena a un estado productor de ficción que reproduce el
suicidio de las instituciones republicanas. Baudelaire no podrá ver con sus
ojos la caída del segundo imperio tras la vergonzante capitulación francesa en
Sedán en 1870. El affaire Dreyfus está en el horizonte.
Leemos en el
Brumario de Marx: “ Cuando los puritanos se quejaban en el concilio de
Constanza de la vida licenciosa de los Papas...tronaba contra ellos el cardenal
Pierre d’ Aille: sólo el diablo en persona puede salvar a la Iglesia católica y
vosotros reclamáis ángeles”.
La burguesía
francesa no dice exactamente eso. Menos todavía Bélgica: un país donde la lucha
de clases es sustituida por la de los lugares y donde la abdicación del
individuo es total. No se trata de la clásica burguesía francesa a la que
apuntan utopistas y conspiradores que de pronto se reflejan en el trapero o el
poeta.
No es descabellado argumentar que todo lo que va a acontecer en el siglo
XX, desde las carnicerías de la primera guerra hasta los campos de
concentración, sin olvidar la Cheka de Lenin y el genocidio de Mao en el Tibet,
la tortura refinada de los estados modernos, la inminencia mortífera de una
lengua única, la postulación de seres correctamente genéticos, subyacen en
germen en los hábitos de estos avanzados muertos-vivientes. También que la
aldea planetaria, con su lógica implícita - a mayor globalización, mayor
segregación- está en la Bélgica de fines de siglo en pequeña escala.
La burguesía se
presenta en un estado terminal que no tiene opositores que no sean su
reflejo. Su insólitos herederos serán los comunistas que a los defectos del burgués-
hipócrita- añaden una termodinámica máquina de matar que Laurent Dispot analizó
en Lenin. Pobre Bélgica es el
testamento de Baudelaire, un libro político que nos dice que la poesía es
posible, sólo que su exigencia nace de la imposibilidad misma de la alegoría en
una modernidad cuyas dos caras son la subjetivación y la racionalización que
Baudelaire, lejos de hallar una solución,
vive en carne propia desde un lugar asocial.
Algunos no
pasarán por alto que en muchas frases del libro se puede sustituir argentino
por belga sin forzar analogías.
Baudelaire : el comediante papal, Diario de Poesía, N 57,
otono 2001
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