Como un ridículo Cristo de monigote mil veces muerto
y jamás resucitado, como un muñeco vudú pinchado para
hacer el mal, como un espantajo insensible a los horizontes y siempre cagado
por los pájaros, mi padre, con
gesticulación de fantoche inverosímil y prédica de espectro denso, intentó por todos los medios preservar la mesa familiar.
Aun hoy, después de todos esos intentos infructuosos
de salvar no se qué sentimiento de unidad, todavía se queja de que los suyos lo
dejen comiendo solo, hablando desoído en la punta de la mesa; aunque ya no tiene a quien decírselo. Mi
hermano se fue hace mucho tiempo y mi vieja lo terminó dejando hace algunos
años para irse a vivir y a cuidar de su madre, luego de que mi abuelo falleciera.
A mi padre únicamente le quedó el
consuelo amargo de la televisión, pegado
a las imágenes hecho un ectoplasma maldiciendo al mundo entero y
disgustándose por todo. Cada tanto, cuando paso a visitarlo para asegurarme de
que se encuentre bien tengo que seguir soportando sus broncos ladridos.
Recuerdo como se enfurecía luego de que yo y mi
hermano todavía atragantados por la comida intentábamos salir disparando al
patio a jugar. Se enojaba siempre, puteaba a mi madre y casi todas las veces
nos retenía para bramar su reto y dar el ejemplo. Ahí comenzaba su insoportable
prédica del buen deber, el respeto, el diálogo, la unión familiar y todas esas
verduras que no solo en la nuestra sino en casi todas las mesas familiares del
mundo se pudrían apenas puestas en la boca. Hablo de La Argentina de principios
de los noventa y del mundo de fines del siglo XX. ¿Qué era la familia para
entonces sino apenas una sobra venenosa, un desperdicio loco, un bocado
intragable?
Su prédica interminable era acompañada de vino tinto
termidor en tetrabrik. El rancio murmullo de su voz irritante y tediosa solo era soportable y
digerible gracias a la disuasión que
proveía la voz a su vez irritante y tediosa de los títeres de los noticiosos
del mediodía. Pero las más de las veces apagaba el televisor acusándolo también
a éste de demonizar a la familia y entonces ya no había forma de evadir sus
vomitivos consejos de cómo proceder correctamente en la vida.
A mediados de los noventa, con la entrada de mi
hermano a la adolescencia, a la distorsión del Grunge, a los jeans rotos, al
pelo largo, al tatuaje y a todo esos excesos de la época que a los ojos de hoy
resultan dóciles souvenirs de nostalgia, el discurso sacerdotal de mi padre se
fue exacerbando y volviéndose gritos y
ruido y golpizas contra las supuestas infracciones diabólicas a la moral por
parte de mi hermano. También yo la ligaba, aunque en menor medida. ¡Pobre mi
hermano! Todavía no entiendo cómo es que sigue vivo o más o menos cuerdo. A
propósito de él, hace ya más de un año que no lo veo; seguro andará enganchado
otra vez con alguna loca drogadicta
reventándose los corazones con cocaína o vaya una a saber qué otras porquerías.
Según mi padre, el mundo se iba a la mierda y el
intentaba desde la punta de la mesa
salvarnos del infierno. Sin duda se creía Dios. Para él, los representantes del
mal tenían diversas caras —digamos que
todos aquellos que no portaran su rostro impecable. A sus ojos y según sus
proclamas, los principales embajadores del demonio eran sus suegros, es decir, mis abuelos, con
el cómplice consentimiento de su hija, es decir, su mujer, o sea, mamá. Todos
ellos responsables de la mal crianza y decadencia de los niños del futuro.
Pero, ¿qué pudo haber tenido de malo haber sido niño en los ochenta y
adolescente en los noventa, con abuelos gordos que al principio viajaban a Mar
del Plata y siempre nos traían cajas y cajas de alfajores blancos y negros,
para después empezar a viajar por el
mundo y traernos muchísimos obsequios
que nos deslumbraban , pero que nosotros, con menos plata, nos conformábamos
con cruzar al Paraguay, Ciudad del Este precisamente, y gastar lo ahorrado y
traer un montón de tecnología y chucherías y recuerdo que hasta unas latitas de
gaseosas con gafas que bailaban de un lado para el otro gracias a una pila
alcalina y que luego de andar desesperados comprando perfumes y ropas por esas
calles inmundas nos comíamos unos sándwiches tremendos y una vez terminamos
toda la familia con colitis? ¿Qué tubo de malo? ¿Acaso pecamos todos, como
sostiene mi padre, y ese arrastre pecaminoso es una de las causas por la cual
el país se fue a la mierda, el mundo se volvió loco, mi hermano se piró, mi
vieja se fue a la concha de su madre y ya después del 2001 los herejes —según
él— de mis abuelos terminaron fundidos, obesos y diabéticos?
Mi padre odiaba a Dios y a todo lo que tuviera que ver
con la iglesia, los curas y las monjas. Decía que eran todos corruptos y ladrones y su principal puteo era dar un
puñetazo en la mesa al dicho de «la concha de dios». Sin embargo,
a mí y a mi hermano desde chicos nos mandaron a la misa de los domingos y nos
obligaron a realizar todos los sacramentos. Yo hice la primaria y la
secundaria en un colegio de monjas
llamado San José y mi hermano su primaria en uno semi laico llamado Pio XII.
Papá se proclamaba ateo y decía que toda esa locura de los curas y las monjas
era idea de mi madre. Ella, por su parte, pasó toda su adolescencia como pupila
en un colegio de monjas. Apenas salió se casó con el boludo de mi padre que
nunca terminó la secundaria. Pero siguió soñando por siempre la pesadilla en la
que de repente empezaba a caer en un pozo sin fondo y al momento de estrellarse
se despertaba aterrorizada. Por su parte, papá soñaba que lo enterraban vivo y,
mientras veía desde su tumba como todos nosotros lo despedíamos durante su
entierro en el cementerio, se desesperaba pidiendo socorro, pero nadie lo
escuchaba. En esos instantes se despertaba con el corazón en la boca y unos
gritos tremendos retumbaban por toda la
casa. Muchas veces lo vi llorando luego de esas pesadillas.
Mi padre siguió sentado a la punta de la mesa ladrando
frente al televisor y aullando por las
barbaridades inaceptables del mundo, de los políticos, de la mafia, del
vaticano, de los yanquis, de la farándula, de mis abuelos, de mi vieja y de mi
hermano. Decretando a gritos los correctivos y las fórmulas necesarias para
encausar al mundo mientras su familia se iba a la reverenda mierda.
¿Y yo, qué hice? Bueno, tardé demasiado tiempo en
darme cuenta de la indigesta que me había causado tragarme todo su sermón. Fue
a los treinta y pico, y ya para cuando mi metro 55 soportaba unos 98 kilos.
Un fantasma lipídico recorre el mundo
(Fragmento)
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