Cuando empecé el primario en
marzo del 82 me acuerdo de escuchar a mamá emocionada hablar de los del pool
del San Juan El Precursor; Jorge Velasco, amigo al día de hoy, que vivía a la
vuelta de lo de mi abuela( Laprida y General Paz)y pude volver a ver recién hace
unos meses después de veinte años;el áspero Santiago Burgauer en la esquina
diagonal a la casa donde nos mudamos después; un morochito muy futbolero en la
otra cuadra de la misma edad de Burgauer, que duró un año y se mudó y cambió de
colegio; Gonzalo Armas, que vivía sobre Misiones más para La Calabria; los
hermanos GonzálezMendivelsua, Javier, Santiago y Martín; los Pérez Corral; los
García; y Mateo Malenchini… Los Malenchini vivían casi en la esquina de Chubut
e Intendente Becco. Toda la primaria nos llevó Peter, su padre, al
colegio.Peter Malenchini, el violador de niños:sonrisa verbo y mirada de
fuego,me acuerdo que fumaba Camel; difícil imaginarlo bombear su pija en la
boca abierta de cualquier chico del San Juan como yo, como decenas de ex
alumnos testifican, en los campamentos educativos que fundó y siguieron
haciéndose por años no se si hasta hoy.
Hace unos años me la crucé a
María, su ex mujer y nuestra catequista, a quien recuerdo con mucho cariño,
tanto como a las otras dos catequistas, Mariana e Isabel. Yo me estudiaba todas
las lecturas del nuevo testamento y todos los miércoles en ese aula- que
después se refaccionó y pasó a ser la carpintería de Palotto-esperaba a Mariana,
que nos decía que el amor de Cristo era algo HERMOSO, degustando sonoramente
esa palabra, tan denostada en nuestro por grasa; todavía la veo decirla
abriendo su boca de concha, mostrando su dentadura escultural e interiores
bucales inflamados de color salmón.
María me dijo que había
dejado a Peter en el año noventa,me lo dijo con repulsión, empezando a caminar
para dejarme atrás.
Mateo; Rafael Martinez Casás y yo corríamos en
bicicrós en una pista que había sobre Fondo de la Legua, detrás del Jockey, donde
ahora hay un Carrefour. Ahí entrenábamos para competir los sábados en un predio
en San Martín. Mateo Malenchini pedaleaba parado, lánguidamente, ajeno a la
competencia en medio de ella. Rafa era un diablo, solo perdía contra el mejor
de la provincia que después hizo carrera. Peter nos llevaba en una Mercedes roja de
fines de los setenta- con caja para las bicis-, se quedaba toda la tarde
mirando todas las carreras,y a la vuelta nos dejaba a cada uno en su casa.
Tuvo durante muchos años un
taller de pintura junto a las vías que pasan sobre el túnel de Primera Junta,
sobre este taller quiero ampliar.
Una amiga que allí asistía
de niña me contó que nuestro artista, en casaca, chupa, calzón y peluca,
levantando los pliegues de las flujos aéreos de la tarde extraía la espumadela
marejada que pegaba en el casco de un velero llegando al puerto de Punta del
Este, que pintandolo frenéticamente; que con profusión de toques aplicaba la cálida
noche de ensueño a la rompientebajo profusión de noctilucas; que engranaba
entre sus yemas de Sai Baba el barro plomizo para la papada de un quelonio; o
trasponía las centenarias palmeras de la barranca de la plaza siguiendo los
trayectos de los fuegos artificiales del hipódromo.
Estas proezas solo eran posibles después de
calentarse esbozando desnudos desus alumnos favoritos sobre una banqueta de
teca que acomodaba según el sol detrás le entrara de lleno. En el patio había
un güembé que fue cortando desde el tallo para pintar escenaspalaciegas de su
reino subtropical:niñas sirvientas abanicaban a los yacientes discípulos
predilectos.Los más pudorosos, generalmente alumnos debutantes, vestían bolsas
de arpillera. Los más avanzados se batían espiando de soslayo la frenética
actividad del maestro tras la cuadratura del bastidor.
El taller duró los años que duró por los
inagotables recursos de improvisación enjuegos de encanto,
pero solo Peterpintaba, y cuando los padres inquirían sobre las obras de sus
hijos, se les mostraban cientos de acuarelas olvidadas en un placar, con plena
complicidad de los niños.
La experiencia imborrable de
concurrir al taller fue tan fuerte que luego del escándalo y el exilio del
maestro, los ex alumnos siguieron pintando a escondidas retratos paternos y
paisajes de la costa marítima uruguaya, este último el motivo favorito de
Hegémono. Así se hacía llamar.
Tuve la dicha de ir a uno de
sus campamentos educativos, no porque como todos esperara que se fijara en mí,
ya que nunca me llevó ni el menor apunte, tal vez porque yo pasaba siempre del
júbilo al llanto y nunca fui reservado. Hegémono me evitaba aun siendo yo el niño
más bello. Eso lo recuerdo, yo aparecía y él corría la cara.
Estábamos en Mar Azul, ahora un caserío cercano a Villa Gesell que en
ese entonces solo era un monte bastante espeso junto a la playa, donde solo
había una caseta de guardavidas y un bar. También había unas ruinas de canchas
de paddle aferradas por la vegetación. De noche jugábamos a la escondida y
también a la caza del zorro, un misterioso personaje que todos teníamos que
descubrir, que se robaba la comida y la ropa con la venia de los organizadores.
Una noche de éstas salí con dos amigos a ver si lo encontrábamos, habíamos
robado unos cigarrillos al director y daríamos una vuelta al bosque para
fumarlos y tratar de encontrar al sátiro para cobrar la recompensa de pan con
salamín por el resto de las comidas que quedaban. El bosquecito, con desniveles
y olor fuerte de eucalipto con arena rancia, no era muy compacto, y la luna
penetraba todo llena de misterio. Pero apenas cuando nos adentramos hasta las
canchas escuchamos un ruido de fuerza ahogada y nos quedamos quietos,
retrocediendo mudos detrás de unos árboles; esos ruidos siempre los imitábamos
cuando en broma uno se montaba sobre otro para reproducir los coitos de los mayores,
también escuchábamos el ruido de una hebilla de cinturón moviéndose en el piso,
y jadeosde lentos y hondos clavados con alivios y resoplos. La luz de la luna se
cortaba en el paredón de la cancha y no podíamos divisar las siluetas. Solo
cuando los protagonistas terminaron aquel asunto y volvían a las carpas la luz
desnudó la figura de Hegémono que apoyaba la mano en el hombro izquierdo del
recién poseído, que no era otro que el paternal vicedirector, que yo tanto
admiraba y quería.
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