Pierrot Le Fou : los setenta y una línea huérfana.
Ta
ligne de hanche
Ma
linge de chance
Un
oiseaux chante dans mes mains
Ta
ligne de hanche
Ma
ligne de chanche
C´est
l´oiseaux vole de nos destins
En
los setenta todo en lo que el romanticismo estaba marcado por lo maravilloso se
comienza a traducir al signo del peligro. Se actuó todo lo que discursivamente
se había sembrado una década anterior. Cuanto más peligroso, mejor. Se intenta combatir a la muerte en su
propio terreno. El setenta presenta un fuerte impasse de transmisión y nos
dice: sólo la violencia se transmite y el ser debe ser reducido a lo que es.
El
símbolo puede ser la espera del tren de Pierrot para saltarlo cuando está por
venirse encima de uno. Se puede practicarlo como ejercicio para erradicar todo
asomo de miedo. El miedo desaparece, pero la muerte se escamotea y reaparece
inesperadamente. En Pierrot Le Fou- 1965- el azul es el color que
sobredetermina a la película y el cruce sin salida entre la vida y la muerte.
Pierrot se pinta el rostro de ese color antes de explotarse como un jihadista
homisuicida. ¿A título de qué Dios? No es un hijo de los burgueses de Vichy ni
de los tercermundisas que luchan en el Congo ante sus narices. Es un hijo huérfano
de Rimbaud, también huérfano que nace de la “nueva ola”, un efecto de encuentro
del cine y la literatura a través del mejor Godard. Del mismo modo, fue Coco
Chanel que en una serie de fotos inventó a la desconocida, espontánea
dinamarquesa Anna Karina proponiéndole este nombre y cuyo rostro será para
Godard una obsesión. En su historia de amor con Godard la actriz pasa por tres
intentos de suicidio como si la ficción se mezclara con la vida siempre en una
misma línea sin chance. “Me voy a casa a llorar”, dijo en su último encuentro
con él en la TV francesa, dejándole la mano extendida. En Pierrot, la línea de
la violencia que se transmite huérfana
ha entrado en metaformosis y la vuelve contra él al no encontrar el otro contra
quien combate. El pájaro azul del romanticismo que reaparece en la Leticia de
Los Aventureros, que regala dulcemente una primavera de amor para hundirse en
el fondo del mar reaparece y restalla en todo su furor. El azul pintado de azul muestra a los setenta como una formación simbólica suicida.
Godard
es un poeta y un pintor y Belmondo un metteur en scène en el interior del film.
En esa época la violencia era brutal, sea para el enemigo, sea para sí mismo, sea para las mujeres que participan del fantasma y lo erotizan.
Una violencia sin ley que a diferencia de la tragedia o el western no podía
darse ni inventar una ley que era la reproducción pura de esta violencia donde la negación del crimen resulta más criminal desde el punto de vista de los efectos del lenguaje y la negación de la muerte es tal que vuelve superfluo al duelo.
La
de Pierrot es una poética nihilista afín a la guerrilla. Es la misma línea que
Godard pescó en el azul del mar. El guerrillero de los setenta no retaceaba
estar en la primera fila del combate pero estaba bajo direcciones que lo
traicionaron, programa aparte. Incluso Rodolfo Walsh, que no era cobarde,
encubrió los jóvenes que fusiló Massetti y que con él mandó al frente en 1963
en Orán, Salta, contra la “dictadura” de Iliia. Que yo sepa nadie se refirió al
hecho hasta la carta de Oscar del Barco. No es el mismo Walsh que escribió
Operación Masacre. Para su identidad montonera nunca existieron porque eran
objeciones al texto sagrado de la Historia. La contrainteligencia de montoneros
decía que a Vandor “lo mató la CIA”, lo mismo de Rucci y hoy se lo intenta
hacer con Nisman, aparentemente custodiado por Mongo. Es distinto luchar contra
los militares que hacer volar un comedor asesinado una veintena de civiles. Si el
agente cubano Walsh silenció esas ejecuciones, hay que pensar en la gigantesca
trama de omisiones que hizo esa generación pro castrista y negadora de los
gulags, el negocio fenomenal que fueron construyendo con las víctimas que hoy
derivó en su complicidad con el terrorismo de estado y el actual encubrimiento del
Hezbollah. El mito del guerrillero heroico de los setenta- basado en un Guevara que se entregó suplicando que no lo maten- poco tiene que ver con los militantes populares antiespectáculo a los que se refiere Carlos Alberto Brocato en su libro El exilio es nuestro, que encabeza el index de las zombi universidades. No estoy criticando siquiera a esta trama de encubrimiento, digo que es la lógica misma de esta
violencia dialéctica: se puede asesinar millones de personas y la línea huérfana sigue intacta, virgen para los pescadores de rio revuelto y rentistas de la muerte. Lo que sí suena a farsa es cuando hablan en nombre de los derechos
humanos. La farsa que ahora se manifiesta a viva luz: quisieron un
estado que mate por ellos y para ellos y
convertirse en sus rentistas.
Pierrot manda a nadie al frente:
asume en su cuerpo los setenta en bruto,
no responde a ninguna dirección sino a la literatura, no es sino un Rimbaud del
siglo XX que pasa a la acción con una compinche, Marianne (Anna Karina) y en
medio de ella vive y sobreactúa todas las novelas: tal capítulo de Faulkner, una
estación en el infierno de Rimbaud, unas sailboat de Robert Stevenson, la
guerra de Argelia, Vietnam y la Caída de Constantipopla y una love story son
puestas en escena por Pierrot que incluso comenta con los espectadores hasta internarse
en la selva para escribir una novela a lo Joyce.
A
lo largo de toda la película Marianne- insiste en llamarlo Pierrot- hasta
cuando la tiene en sus brazos luego de balearla le dice: perdóname Pierrot- y
el repite que se llama Ferdinand. Incluso baleada ella lo sigue amando pero no
es Pierrot sino Marianne la que no se incribe en su carnet de identidad que
dice de su puño y letra: tierno y cruel, diurno y nocturno, como los mismos
años setenta. Es precisamente a Pierrot, su doble, a quien Ferdinand quiere
matar y eso culmina en suicidio al no poder encontrar una vertiente que lo
separa de ese entre dos mortífero con su doble.
Juega
con Marianne, tiene aventuras con ella pero cada acto es la puesta en escena de
un encuentro imposible: ella no existe en su carnet de identidad, nunca la
escucha, la desaloja de el esbozo de identidad que ha ido construyendo con él,
no pueden repartirse ni compartir su relación con el origen y el amor deja de
ser un pájaro azul sino una oscura ave de Minerva.
Siempre
en medio de la acción policial y los tiros por parte de alguien que ha
declarado la guerra a la sociedad que está en todas partes y en ninguna. El le
pide a Anna que le traiga libros y ella le trae música, lo cual lo pone
histérico. Ella camina por la playa recitando qu'est-ce que je peux faire?, su amado Pierrot la ha encerrado en
un universo sin salida, lo que anuncia su traición- en realidad su línea de
chanche, también huérfana- ya que no resiste más esa existencia fuera de toda
ley. No quiere sacrificarse al narcisismo de Pierrot mediante una traición que
la lleva a asesinarla y explotarse recitando una frase de Rimbaud, la mezcla
del sol y el mar que se resuelven en la eternidad y la fusión total con el azul del mar. Cuando la mecha arde trata
de apagarla, no quiere morir, pero no alcanza a verla ni a atraparla. Idiota,
es su última palabra. ¿Entonces todo era una farsa?
El "yo soy otro" de Rimbaud
culmina ahí como para que se escuche esa convulsiva estupidez.Soy otro pero para ser más el Mismo, es el retorno de la frase en su forma invertida y letal.
En
los setenta se trataba se sortear el tren que venía arrollador pero no se veía
otros que estaban fuera de los cambios de rieles. “Para ser revolucionarios hay que sacrificar al
periodista”, decía Jorge Masetti, señalando la crisis de identidad y una trama
sacrificial donde lo único que hizo fue ejecutar a dos jóvenes que fueron
empujados por las leyendas guevaristas del sesenta. ¿A título de qué Dios? Ahora
no sólo hay que sacrificar al periodista sino las formas elementales de
escuchar y percibir que hacen al sujeto mismo en función de una masividad
idiotizada y fascista: el nihilismo finalmente se inventó una cara alegre.
Ahora
la gente ni se atreve a dar un paso cuando el tren esta parado en la estación
pero los arrolla en las mismas vías el que viene el otro lado, basta un estado
criminal creado lenta y sistemáticamente por una trama de omisiones de la cual poco
se quiere hablar porque conmueve la base de una cultura donde los mismos
prisioneros que en los setenta vivín al borde del riesgo y de la muerte son los
que se autocapturan como pusilánimes muertos vivientes. Aquella línea que el
Godart artista vislumbró en el azul del mar sigue sin elaborar y prometiendo
panes y peces pese a sus realizaciones siniestras.
Que
nadie toque la línea de la violencia nihilista ni sus nombres propios o
fetiches sagrados que viene de los sesenta en sus metamofosis, siempre con
aires de pureza y superioridad moral. Que no quiere morir impidiendo cambiar de
muerte y de violencia, imposibilitando el corte y el duelo mediante la Fiesta, el pan y el circo de la psicología de las masas, tal parece ser el ruego de la sociedad en las últimas
décadas donde no sólo la muerte sino el suicidio fracasan y tal es así que los
ideólogos de los sesenta y sus dobles hoy son Milani boys y Alain Delon y
Godard hoy apoyan al Frente Nacional de Marine Le Pen mientras gran parte de la izquierda desfila hacia las mezquitas de los nazislamitas.
¿A título de qué Dios?
La farsa ha copado la escena mientras otros buscan como Marianne su línea de
chance que cada vez se acorta más para el mundo libre.
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