El
despertará cuando la bruma disipe esas mínimas luces: es que la noche es
endeble y su espesor culmina. A su
ciudad se superponen otras ciudades como un breve desliz hacia una sórdida
calle donde se despliegan las fucsias y vacila cuando descubre que ese espacio
lo habita como una geometría duplicada, que a veces se resuelven formas
forzadas o violentas.
A
su rostro le suceden otros rostros, menos creíbles y forzados, la ilusión de
entreabrirse a través de tal o cual rasgo, de hallarse en una imagen definitiva
que desconfía de cada eslabón de la memoria y en astilladas
imágenes todo se reitera para recordarlo y recordarle.
Que
los sueños habían sido ilimitados lo prueba la calma adherencia que descorre
los velos y sabe de la imposibilidad de pasar a través de esa exclusión,
infligir unas líneas que no puede ver y que sin embargo terminará por seguir
como un ciego palpando entre las sombras, esperando vanamente que eso lo
devuelva a una mañana enlodada y tibia.
Cada
seña anterior puede volver a leerse: crispada, en zozobra, reapareciendo en un
espacio de volúmenes acuosos.
Soñaba
que descendía entre fuegos y ordalías ante la mirada de un viejo a un fondo
negro donde reiteraba un mito desconocido. En función de eso se insertaba en la
vida como en una imagen sarmentosa. Ahí las formas se parodiaban unas a otras: virulentas,
se pacificaban entre sí; amigas, concertaban imprevisibles y hasta inesperadas deserciones. Las siluetas emplazadas del mar no llegaban sin una
multitud de dobles y en ese juego de semejanzas tenía que declararse informe.
En
otra ciudad esperaría otro Abril, trabajando los mismos enigmas, esperando que
vuelvan de otro modo esos indicios que lo confinaban a ese viejo oráculo y a
los contornos de agua. Luego, fue una mujer que lo habituó a ese lugar, estaba a
punto de echar raíces, ir contra un destino aplicado. Cada vez que estaba por
echar raíces optaba por partir, a veces lo suyo era una huida, escuchaba como
reproches los gritos de vendedores de pescado, mondongueras y verduleras.
Grises
definitivos comenzaban a invadir la atmósfera a la vez insípida y solar;
entreveía en las caras cariadas sonrisas, artificios engarzados de un tiempo
que se resuelve en un golpe de reloj diciendo que no hay remisión posible.
Ahora la imagen del viejo se derrumbaba y lo pensaba escuchando otras voces,
siendo su títere en medio de una llamarada sagrada, un ritual sonoro del cual
sólo quedaba el chasquido de unas olas, un mar que se repite en caras que se
difuminan y alguien entre las siluetas da un grito pelado: lo sagrado es cosa
de títeres.
Había
extraviado el hábito de las designaciones y un encuentro convalidaba a todos
los encuentros, en un ensueño que tenía la forma de una concavidad marina. La
piel ante el mar parece poder enfrentar cualquier veredicto, como si tuviera la
terquedad de una nuez.
Recordó
que había escapado de la ciudad donde habitaba el viejo sin la evidencia de una
causa. Cada elemento habitual, nativo, familiar se había vuelto inquietante,
una amenaza apenas encubierta en un sortilegio que rompía las semejanzas,
convocaba otros perfiles, bajo formas henchidas, aletargadas. Su ciudad, la
verdadera, debía abrirse en el fondo del mar. La huida en el corazón de un
abril extinto lo enfrentaría a sus propios pasos.
El
hollín de las calles de la ciudad, su misma herrumbre, ahora eran cosas
enaltecidas en la distancia. Hasta creyó aspirar el mismo olor, los mismos
colores, en el hospital del pueblo. Hubiera querido tener alguna dolencia o
enfermedad para entrar ahí. La índole de su partida se suspendía entre tumbas
de agua. Los rostros memorados se tornaban agoreros, con una cicatriz que era
menos una herida o una hematoma que una marca ficcional entre una humadera
anterior al fuego. Estaba en un prometía
era siempre errar el blanco, lanzada en su imaginación de un modo que elude la
geometría de dos ciudades dobladas por dos mujeres y selladas por labios a
punto se sangrar para escamotear su lividez. Leyó en un viejo libro: “Cuatro
veces vio la luz de día y cuatro veces los hombres no la vieron. Ella habitaba
sus cuatro vertientes: norte, sur, este, oeste, direcciones de su brío y de su
fuerza”.
Y
el próximo abril, como el cumpleaños al cual no se da importancia, porque es
reconocer que se ha cabalgado demasiado o que se lo hace sobre negros corceles,
lo descubrió en una molicie
que culminaba por volverlo un elemento añadido al paisaje. Sin embargo, esa
mujer, la del pueblo, la frecuentada unas pocas noches, lo enteraba que pronto
iba a dar a luz. Pensó en la otra y se dijo: es tiempo de volver. Vio en el
nacimiento de un hijo que no reconocería un rito propiciatorio del reencuentro
con otro. El hijo mismo consolidaba su huida. Era otra vez abril. Lo protegía
de la solicitud del presagio esbozado en débiles vociferaciones ante una
necesidad de mar agotada por la ausencia de olas, como si estuviera privado de
descender al fondo de las edades para aunque fuera por una vez contemplar sus
palpables raíces.
Recibió
entonces una carta de la otra mujer: ella también iba a tener un niño, con otro
hombre, con el que vivía y que al parecer amaba. No le daba ninguna seña de
esperarlo, de querer reeditar algo de un amor que consideraba único e intacto
como todo de lo cual se huye. No encontraba las palabras para mencionar lo que
desde entonces lo invadió y que sería fácil llamar desesperación. Vagó por las
calles más como un duende que como un mendigo. No supo si tomó tragos aislados
durante ese día, pero finalmente su cuerpo se desmoronó. Despertó en el
hospital que tanto se asemejaba al de su ciudad y con la cara sonriente de la
hermana de la joven madre, que no podía todavía levantarse de la cama, dos días
después del parto y que, además de decirle que lo amaba le preguntaba cómo
quería que se llamara el vástago. No supo que responder: estoy aturdido, dijo,
para salir del paso, esperando que terminara la hora de las visitas y pensando
fugarse.
Al
costado de su cama escuchó un gemido agónico. Un hombre de encanecidos
cabellos, con la piel arrugada como un papiro y grandes y premonitorias cejas,
entraba en el umbral de la muerte. Ese corazón dejaría pronto de latir se dijo
y casi se cayó de la cama cuando reconoció al viejo de sus sueños. No podía
ser: lo tenía a un paso, a mano y se daba cuenta de lo ficticio de su agonía.
Era casi una treta demoníaca el presentarse así, agonizando, él, que tenía que decirle algo capital sobre su vída. Tres días fue espectador de su agonía, a veces parecía recuperarse y balbuceaba frases sentenciosas: El que trabajó como bostero en la caballeriza cuando pasa el tiempo te cuenta que fue jockey.
Lo atormentó ver como lo asistían, lo lavaban, lo colocaban en la cama y cómo trataba de aferrarse a la vida. Pensó que a la gente antes que a vivir tienen que enseñarle a morir. Ese corazón, estaba por dejar de latír, nunca iba a decirle nada. Decidió robarle la vida que le quedaba, anticipándose a la muerte, sin saber si asesinaba a una persona o a un sueño. Apretó su cuello y tapó su boca con renovadas fuerzas. Trató de no emplear violencia o dejar huellas. Le dio una muerte lenta, como acompañando a la misma muerte que venía. Aunque se daba cuenta que para que no sospecharan tendría que quedarse en el hospital. No tenía fuerzas siquiera para resistir un interrogatorio. No tenía ganas ni sabía cómo mentir. Pero nadie dijo nada. Cuando un crimen en connivencia con la muerte nadie se da cuenta de nada. Más bien le preguntaban si eso no lo había afectado, hablaban de que no disponían de otras habitaciones, de otras camas. Se enteró de que el viejo no tenía familiares, sólo un hijo que había desaparecido, lo habían traído unos amigos. Ni se molestó por enterarse si ese hijo era él, la historia no cambiaría por eso.
Lo atormentó ver como lo asistían, lo lavaban, lo colocaban en la cama y cómo trataba de aferrarse a la vida. Pensó que a la gente antes que a vivir tienen que enseñarle a morir. Ese corazón, estaba por dejar de latír, nunca iba a decirle nada. Decidió robarle la vida que le quedaba, anticipándose a la muerte, sin saber si asesinaba a una persona o a un sueño. Apretó su cuello y tapó su boca con renovadas fuerzas. Trató de no emplear violencia o dejar huellas. Le dio una muerte lenta, como acompañando a la misma muerte que venía. Aunque se daba cuenta que para que no sospecharan tendría que quedarse en el hospital. No tenía fuerzas siquiera para resistir un interrogatorio. No tenía ganas ni sabía cómo mentir. Pero nadie dijo nada. Cuando un crimen en connivencia con la muerte nadie se da cuenta de nada. Más bien le preguntaban si eso no lo había afectado, hablaban de que no disponían de otras habitaciones, de otras camas. Se enteró de que el viejo no tenía familiares, sólo un hijo que había desaparecido, lo habían traído unos amigos. Ni se molestó por enterarse si ese hijo era él, la historia no cambiaría por eso.
El
círculo se cerraba sobre las pavesas ardientes del mes. Pensó dónde escapar. El
hubiera querido desaparecer de la tierra, pero siempre emergía como una
criatura palpitante, ávida de vida. Esperaba encontrarse en esa figura. Ese
año, curiosamente, había transcurrido sin sobresaltos y se acostumbró a
deslizarse sobre la hojarasca como una imagen cabrilleante y ligera.
Se
regocijaba ante la imagen posible del niño. Pero desde que ayudó a morir al viejo ya no iba a reconocerse en nadie. Aunque no sabía si era el suyo, de
la mujer del pueblo, o de la otra, la que amaba y había tenido uno con un
desconocido. Su único consuelo era que el viejo estaba muerto, esperaba que ya
no reapareciera en los sueños de los que estaban vivos. Si escapaba de ese
pueblo nunca, se dijo, iban a capturarlo, porque siempre resultó imperceptible
a los hombres. Incluso cuando había un procedimiento policial en algún lugar a
él no lo detenían. En su vida había cometido delito. Lo único que recordaba era
haber roto el vidrio de un farol en una competencia infantil. Pero días después
el mismo farolero, enterado de que él había sido, casi lo felicitó. Lo mismo
hubieran debido de hacer con el viejo: el era de los que amenazaban a los
enamorados que se besaban sobre los faroles que siempre le habían gustado luego
de aquella pedrada y abundaban en el pueblo y acusado a a todos los que decían que habían sido jockeys de haber trabajado en la caballeriza.
Había techos de casas tudescas con formas florales que aparecían y desaparecían, encastradas desde una larga fila que podían contemplarse desde una colina y despojaba a los hechos de su aspecto sombrío. Ese día, las calles borroneadas por la lluvia estival, avanzó como en medio de un dédalo aguzado, habitado por una especie de rezo que nunca llegaban a concertar sus labios, como el animal nocturno que busca más consuelo que refugio y se dijo que no quería irse de la ciudad, que tal vez su crimen sería celebrado por unos habitantes que no lo esperaban con los ojos viscosos, entornados, escrutadores no de él sino de su acto con el cual temía ser condenado para siempre.
Había techos de casas tudescas con formas florales que aparecían y desaparecían, encastradas desde una larga fila que podían contemplarse desde una colina y despojaba a los hechos de su aspecto sombrío. Ese día, las calles borroneadas por la lluvia estival, avanzó como en medio de un dédalo aguzado, habitado por una especie de rezo que nunca llegaban a concertar sus labios, como el animal nocturno que busca más consuelo que refugio y se dijo que no quería irse de la ciudad, que tal vez su crimen sería celebrado por unos habitantes que no lo esperaban con los ojos viscosos, entornados, escrutadores no de él sino de su acto con el cual temía ser condenado para siempre.
El
cierzo contra las lacas agujereadas y la ciudad quieta, iridiscente, cuya paz
había quebrado como golpeando en un colador. Dos mujeres raquíticas le pidieron
ayuda en la calle.
Le
dio la limosna y creyó que una le decía: despreciaste las señas y en
consecuencia tu vida. Las heráldicas del tiempo no cumplen un destino, sino que
como llevadas por un ave luminosa en última instancia acrecientan el azar para
temperarlo, sin que importe la desazón o la derrota, aunque el aliento postrero
de uno sobreviva en un doble que transforma en ceniza cada una de las palabras,
las frases más imprevisibles en admoniciones y sólo quedan los ojos, buscando
el propio texto en las hojas del libro sagrado, que antes de la huida lee toda
la noche para dejar una nota entre las páginas, antes de escapar no a otra
ciudad sino al fondo mismo del mar donde el mismo color negro destella en
blancura: la nota donde le dice que no le ponga nombre al hijo, que lo llame el
pródigo, hasta que los hombres decidan si se trata de un hijo de ambos o de una
leyenda perdida en los andurriales, un expósito nacido de un mes huérfano.
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