viernes, 12 de abril de 2013

Abril. Por Luis Thonis





El despertará cuando la bruma disipe esas mínimas luces: es que la noche es endeble y su espesor culmina. A  su ciudad se superponen otras ciudades como un breve desliz hacia una sórdida calle donde se despliegan las fucsias y vacila cuando descubre que ese espacio lo habita como una geometría duplicada, que a veces se resuelven formas forzadas o violentas.
A su rostro le suceden otros rostros, menos creíbles y forzados, la ilusión de entreabrirse a través de tal o cual rasgo, de hallarse en una imagen definitiva que desconfía de cada eslabón de la memoria y en astilladas imágenes todo se reitera para recordarlo y recordarle.
Que los sueños habían sido ilimitados lo prueba la calma adherencia que descorre los velos y sabe de la imposibilidad de pasar a través de esa exclusión, infligir unas líneas que no puede ver y que sin embargo terminará por seguir como un ciego palpando entre las sombras, esperando vanamente que eso lo devuelva a una mañana enlodada y tibia.
Cada seña anterior puede volver a leerse: crispada, en zozobra, reapareciendo en un espacio de volúmenes acuosos.
Soñaba que descendía entre fuegos y ordalías ante la mirada de un viejo a un fondo negro donde reiteraba un mito desconocido. En función de eso se insertaba en la vida como en una imagen sarmentosa. Ahí las formas se parodiaban unas a otras: virulentas, se pacificaban entre sí; amigas, concertaban imprevisibles y hasta inesperadas deserciones. Las siluetas emplazadas del mar no llegaban sin una multitud de dobles y en ese juego de semejanzas tenía que declararse informe.
En otra ciudad esperaría otro Abril, trabajando los mismos enigmas, esperando que vuelvan de otro modo esos indicios que lo confinaban a ese viejo oráculo y a los contornos de agua. Luego, fue una mujer que lo habituó a ese lugar, estaba a punto de echar raíces, ir contra un destino aplicado. Cada vez que estaba por echar raíces optaba por partir, a veces lo suyo era una huida, escuchaba como reproches los gritos de vendedores de pescado, mondongueras y verduleras.
Grises definitivos comenzaban a invadir la atmósfera a la vez insípida y solar; entreveía en las caras cariadas sonrisas, artificios engarzados de un tiempo que se resuelve en un golpe de reloj diciendo que no hay remisión posible. Ahora la imagen del viejo se derrumbaba y lo pensaba escuchando otras voces, siendo su títere en medio de una llamarada sagrada, un ritual sonoro del cual sólo quedaba el chasquido de unas olas, un mar que se repite en caras que se difuminan y alguien entre las siluetas da un grito pelado: lo sagrado es cosa de títeres.
Había extraviado el hábito de las designaciones y un encuentro convalidaba a todos los encuentros, en un ensueño que tenía la forma de una concavidad marina. La piel ante el mar parece poder enfrentar cualquier veredicto, como si tuviera la terquedad de una nuez.
Recordó que había escapado de la ciudad donde habitaba el viejo sin la evidencia de una causa. Cada elemento habitual, nativo, familiar se había vuelto inquietante, una amenaza apenas encubierta en un sortilegio que rompía las semejanzas, convocaba otros perfiles, bajo formas henchidas, aletargadas. Su ciudad, la verdadera, debía abrirse en el fondo del mar. La huida en el corazón de un abril extinto lo enfrentaría a sus propios pasos.
El hollín de las calles de la ciudad, su misma herrumbre, ahora eran cosas enaltecidas en la distancia. Hasta creyó aspirar el mismo olor, los mismos colores, en el hospital del pueblo. Hubiera querido tener alguna dolencia o enfermedad para entrar ahí. La índole de su partida se suspendía entre tumbas de agua. Los rostros memorados se tornaban agoreros, con una cicatriz que era menos una herida o una hematoma que una marca ficcional entre una humadera anterior al fuego. Estaba en un  prometía era siempre errar el blanco, lanzada en su imaginación de un modo que elude la geometría de dos ciudades dobladas por dos mujeres y selladas por labios a punto se sangrar para escamotear su lividez. Leyó en un viejo libro: “Cuatro veces vio la luz de día y cuatro veces los hombres no la vieron. Ella habitaba sus cuatro vertientes: norte, sur, este, oeste, direcciones de su brío y de su fuerza”.
Y el próximo abril, como el cumpleaños al cual no se da importancia, porque es reconocer que se ha cabalgado demasiado o que se lo hace sobre negros corceles, lo descubrió en una molicie que culminaba por volverlo un elemento añadido al paisaje. Sin embargo, esa mujer, la del pueblo, la frecuentada unas pocas noches, lo enteraba que pronto iba a dar a luz. Pensó en la otra y se dijo: es tiempo de volver. Vio en el nacimiento de un hijo que no reconocería un rito propiciatorio del reencuentro con otro. El hijo mismo consolidaba su huida. Era otra vez abril. Lo protegía de la solicitud del presagio esbozado en débiles vociferaciones ante una necesidad de mar agotada por la ausencia de olas, como si estuviera privado de descender al fondo de las edades para aunque fuera por una vez contemplar sus palpables raíces.
Recibió entonces una carta de la otra mujer: ella también iba a tener un niño, con otro hombre, con el que vivía y que al parecer amaba. No le daba ninguna seña de esperarlo, de querer reeditar algo de un amor que consideraba único e intacto como todo de lo cual se huye. No encontraba las palabras para mencionar lo que desde entonces lo invadió y que sería fácil llamar desesperación. Vagó por las calles más como un duende que como un mendigo. No supo si tomó tragos aislados durante ese día, pero finalmente su cuerpo se desmoronó. Despertó en el hospital que tanto se asemejaba al de su ciudad y con la cara sonriente de la hermana de la joven madre, que no podía todavía levantarse de la cama, dos días después del parto y que, además de decirle que lo amaba le preguntaba cómo quería que se llamara el vástago. No supo que responder: estoy aturdido, dijo, para salir del paso, esperando que terminara la hora de las visitas y pensando fugarse.
Al costado de su cama escuchó un gemido agónico. Un hombre de encanecidos cabellos, con la piel arrugada como un papiro y grandes y premonitorias cejas, entraba en el umbral de la muerte. Ese corazón dejaría pronto de latir se dijo y casi se cayó de la cama cuando reconoció al viejo de sus sueños. No podía ser: lo tenía a un paso, a mano y se daba cuenta de lo ficticio de su agonía. Era casi una treta demoníaca el presentarse así, agonizando, él, que tenía que decirle algo capital sobre su vída.  Tres días fue espectador de su agonía, a veces parecía recuperarse y balbuceaba frases sentenciosas: El que trabajó como bostero en la caballeriza cuando pasa el tiempo te cuenta que fue jockey.
Lo atormentó ver como lo asistían, lo lavaban, lo colocaban en la cama y cómo trataba de aferrarse a la vida. Pensó que a la gente antes que a vivir tienen que enseñarle a morir. Ese corazón, estaba por dejar de latír, nunca iba a decirle nada. Decidió robarle la vida que le quedaba, anticipándose a la muerte, sin saber si asesinaba a una persona o a un sueño. Apretó su cuello y tapó su boca con renovadas fuerzas. Trató de no emplear violencia o dejar huellas. Le dio una muerte lenta, como acompañando a la misma muerte que venía. Aunque se daba cuenta que para que no sospecharan tendría que quedarse en el hospital. No tenía fuerzas siquiera para resistir un interrogatorio. No tenía ganas ni sabía cómo mentir. Pero nadie dijo nada. Cuando un crimen en connivencia con la muerte nadie se da cuenta de nada. Más bien le preguntaban si eso no lo había afectado, hablaban de que no disponían de otras habitaciones, de otras camas. Se enteró de que el viejo no tenía familiares, sólo un hijo que había desaparecido, lo habían traído unos amigos. Ni se molestó por enterarse si ese hijo era él, la historia no cambiaría por eso.
El círculo se cerraba sobre las pavesas ardientes del mes. Pensó dónde escapar. El hubiera querido desaparecer de la tierra, pero siempre emergía como una criatura palpitante, ávida de vida. Esperaba encontrarse en esa figura. Ese año, curiosamente, había transcurrido sin sobresaltos y se acostumbró a deslizarse sobre la hojarasca como una imagen cabrilleante y ligera.
Se regocijaba ante la imagen posible del niño. Pero desde que ayudó a morir al viejo ya no iba a reconocerse en nadie. Aunque no sabía si era el suyo, de la mujer del pueblo, o de la otra, la que amaba y había tenido uno con un desconocido. Su único consuelo era que el viejo estaba muerto, esperaba que ya no reapareciera en los sueños de los que estaban vivos. Si escapaba de ese pueblo nunca, se dijo, iban a capturarlo, porque siempre resultó imperceptible a los hombres. Incluso cuando había un procedimiento policial en algún lugar a él no lo detenían. En su vida había cometido delito. Lo único que recordaba era haber roto el vidrio de un farol en una competencia infantil. Pero días después el mismo farolero, enterado de que él había sido, casi lo felicitó. Lo mismo hubieran debido de hacer con el viejo: el era de los que amenazaban a los enamorados que se besaban sobre los faroles que siempre le habían gustado luego de aquella pedrada y abundaban en el pueblo y acusado a a todos los que decían que habían sido jockeys de haber trabajado en la caballeriza. 
Había techos de casas tudescas con formas florales que aparecían y desaparecían, encastradas desde una larga fila que podían contemplarse desde una colina y despojaba a los hechos de su aspecto sombrío. Ese día, las calles borroneadas por la lluvia estival, avanzó como en medio de un dédalo aguzado, habitado por una especie de rezo que nunca llegaban a concertar sus labios, como el animal nocturno que busca más consuelo que refugio y se dijo que no quería irse de la ciudad, que tal vez su crimen sería celebrado por unos habitantes que no lo esperaban con los ojos viscosos, entornados, escrutadores no de él sino de su acto con el cual temía ser condenado para siempre.
El cierzo contra las lacas agujereadas y la ciudad quieta, iridiscente, cuya paz había quebrado como golpeando en un colador. Dos mujeres raquíticas le pidieron ayuda en la calle.
Le dio la limosna y creyó que una le decía: despreciaste las señas y en consecuencia tu vida. Las heráldicas del tiempo no cumplen un destino, sino que como llevadas por un ave luminosa en última instancia acrecientan el azar para temperarlo, sin que importe la desazón o la derrota, aunque el aliento postrero de uno sobreviva en un doble que transforma en ceniza cada una de las palabras, las frases más imprevisibles en admoniciones y sólo quedan los ojos, buscando el propio texto en las hojas del libro sagrado, que antes de la huida lee toda la noche para dejar una nota entre las páginas, antes de escapar no a otra ciudad sino al fondo mismo del mar donde el mismo color negro destella en blancura: la nota donde le dice que no le ponga nombre al hijo, que lo llame el pródigo, hasta que los hombres decidan si se trata de un hijo de ambos o de una leyenda perdida en los andurriales, un expósito nacido de un mes huérfano.




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