martes, 16 de abril de 2013

Entrevista a Henry Meschonnic.

  julio 18, 2010



Nota: La siguiente entrevista fue celebrada el 28 de septiembre de 2008. La conducción y las palabras liminares son de Anne Mounic.
Traducción: Rodrigo Grimaldi.

Llamo al pórtico, blanco, y Henri Meschonnic viene a abrirme. La casa, un poco sobrealzada, sobre la orilla del río, no disimula por completo el gran jardín que se encuentra por detrás. Bordeando la alameda que conduce allí, empiezan apenas a florecer las campánulas de rocalla. Subimos los peldaños de la escalinata y descubro con admiración una gran habitación llena de máscaras del África y de Oceanía, unas más bellas y expresivas que otras. “Forman parte de la familia”, me confía sonriendo Henri Meschonnic. A través del gran ventanal, bien al fondo, aparece el jardín en su profundidad, y la magnolia en flor. Nos instalamos, Régine, Henri y yo, alrededor de una mesa redonda y los tres conversamos un poco antes de comenzar nuestra entrevista, acompañada por una taza de té.

Anne Mounic: Le agradezco encarecidamente recibirme para esta entrevista sobre los vínculos entre poesía, existencia y espiritualidad. Entre esos tres términos, establezco un vínculo indisociable, pero aún hay que definirlos con precisión. Estoy muy contenta con que haya respondido favorablemente a mi solicitud, ya que usted tiene una posición muy original sobre la cuestión, que explora bajo diversos aspectos, pero siempre según usted, según lo que es usted, en perfecta unidad de ser. Hablaba de definición. ¿Cómo definiría existencia? ¿Cómo definiría espiritualidad?

Henri Meschonnic: Es extraña, esa palabra existencia. Parece decir algo distinto a si dijéramos la vida y me parece poner el acento, sin decirlo, de manera casi invisible, sobre la fragilidad de nuestra condición. Se trata casi de una manera de decir que permanecemos en lo provisorio – todo excepto una palabra optimista, y aún menos arrogante. Si uno dice la vida, es algo más. La palabra esta abarrotada de esperanza. En cuanto al término existencia, es más bien negativo.

A.M.: ¿Tal vez implica una suerte de responsabilidad individual respecto de la vida?

H.M.: Esa es una interpretación en la que no había pensado. De lo que me llena esa palabra, en cambio, es de fragilidad, de lo provisorio, más que de responsabilidad. Si comparamos las dos expresiones: somos existentes/somos vivientes, advertimos que la palabra existencia pone la vida en cuestión. Tal vez me equivoque al delirar de esta manera. Si trato de pensar, la vida se opone a la muerte, pero la existencia, ¿a qué se opone?

A.M.: ¿No ser?

H.M.: To be or not to be.

A.M.: Exactamente. Ese parlamento de Hamlet constituye un verdadero cuestionamiento ético.

H.M.: No me gusta el verbo ser. Por varias razones, de las cuales algunas son serias y otras, lúdicas. La más seria es esta: ser me parece terriblemente aferrado a su mayúscula inicial, el Ser. Y ahí, pensando en Heidegger, saco mi revólver – metafísico, no hay ni que decirlo. Ahí me digo que rozamos al mayor enemigo de la vida, que es el esencialismo, o el realismo lógico, la esencialización de las abstracciones.
Voy a permitirme una broma. El verbo ser, sin saberlo, cae en su propia trampa. “Pienso por lo tanto soy” : en esta famosa afirmación, soy, escucho el verbo seguir. [N. del T: Je pense donc je suis (Descartes) Es otra traducción al "pienso luego existo" canónico, y que va en el sentido de la frase de Meschonnic. En francés, la conjugación de la primera persona del singular del verbo ser (être) es igual a su homónima del verbo seguir (suivre)] La forma verbal corresponde indisociablemente a ambos verbos a la vez, seguir y ser. La fórmula está tan machacada que es al verbo seguir que escucho. Además, la mayoría de la gente que piensa no hace más que seguir. Soy un poco agresivo cuando digo esto, pero se trata de una agresión que no es más que la defensa misma de lo vivo.
Me di cuenta al releerme que hacía mucho tiempo que giraba en torno a esa idea, que desarrollé en mi obra publicada recientemente en Laurence Teper, Heidegger o el nacional-esencialismo. Opongo el nominalismo al realismo lógico, a la esencialización generalizada. Si la existencia debe tener una relación con el verbo ser, nada se opone más a la vida que la existencia. La vida, son los vivos. En hebreo bíblico – y nunca vi que ningún exégeta bíblico, judío, católico o protestante, haya advertido ese fenómeno – algunas palabras abstractas se forman con el plural del término concreto. Por ejemplo, hai quiere decir vivo y el plural, hayim, vivos, significa la vida. Ahí tenemos la parábola de todo el problema. El nominalismo, es el desafío del sujeto, de los individuos.
Como lo decía Péguy, cuando es siempre la misma cosa, es siempre la misma cosa, y hay que repetir lo que tenemos para decir, ya que le hablamos a sordos. Los exégetas bíblicos son sordos – sordos al ritmo y a sus efectos de semantismo.
La cuestión del nominalismo se planteó en el siglo doce, en la época de Abelardo. Se discutía la palabra humanidad – al igual que la palabra Dios, pero con ésta última, se es forzosamente realista, ya que el realismo presupone una relación de continuidad entre las palabras y las cosas. La palabra Dios por sí sola prueba su existencia. Para los nominalistas, las palabras no son más que nombres que se les pone a las cosas. No se puede decir que Dios es sólo un nombre. La humanidad, por su parte, existe del punto de vista realista y los individuos son sólo fragmentos de la misma. Para los nominalistas, por el contrario, los individuos existen en primer lugar y la humanidad es su conjunto. Tenemos por lo tanto, desde el punto de vista lógico, dos aproximaciones, y son las consecuencias éticas y políticas, poéticas y artísticas, que nos importan, ya que la diferencia es grande según se considere ante todo los individuos o el conjunto. Con los individuos, se puede fundar una ética, ya que nos situamos desde el punto de vista del sujeto, sujeto de (el pensamiento) o sujeto a (la enfermedad, por ejemplo).
Si el nominalismo vuelve posible la ética, el realismo lógico la prohíbe. Un fragmento de la humanidad no es un sujeto. Este debate, heredado del siglo doce, puede parecer folclórico, pero persiste y lo encuentro terriblemente actual. Desde luego, ahí salimos de lo políticamente correcto. Si tomo el Islam, me doy cuenta de que la palabra Umma designa conjuntamente a la comunidad social religiosa y política, a la que cada individuo debe sumisión (que es el sentido de la palabra islam).

A.M.: El sufismo, en el seno del Islam, abre una vía al individuo. Es además un poeta el que es origen de ese paso espiritual.

H.M.: Es exacto e interesante. En su obra admirable, Antropología filosófica (1928-31), Bernard Groethuysen muestra que la noción de individuo aparece en la historia de manera intermitente. San Agustín fue uno de sus primeros pensadores. Otros luego lo pensaron, pero esta noción vital no siempre lo fue.
Según el modelo de la palabra vida, se puede citar también la palabra juventud. Naar es el joven. Neurim, son los jóvenes, por lo tanto la juventud. Y lo que toda la tradición traducía por compasión o misericordia, es, en el hebreo bíblico, el plural de la palabra que significa matriz, útero, es decir el órgano en el cual se desarrolla el ser vivo. Re’hem designa la matriz; ra’hamim las matrices, lo que se tradujo por compasión.
Ahora bien, si pensamos en eso, en la medida en la que esa palabra designa ese órgano que es el útero, ¿por qué, en tanto palabra abstracta, debería designar la compasión? Se trata del sentimiento que una madre experimenta por lo que salió de su vientre. Y ahí, llegamos a un aspecto cómico: André Chouraqui, que quería comprometerse tanto al traducir el hebreo bíblico, pero se equivocaba en el sentido del lenguaje, traduce este versículo de los Salmos en el que aparece esa palabra de esta manera: “No cierres tus matrices”. Yo traduzco: “No me niegues las ternuras de tu vientre.”
A la inversa, la palabra hebrea para el rostro es panim, que es un plural. El singular, pan, designa el aspecto. Esta suerte de plural requeriría un estudio que no hago más que esbozar.
Todo eso para ilustrar el antagonismo entre nominalismo y realismo lógico, entre individuos y humanidad y mostrar que el realismo lógico no permite ninguna ética. Además, el filósofo máximo del ser, Heidegger, no propone ninguna ética. Rechaza el sujeto, al que remite a la psicología de su época. En él no hay ni ética, ni poética. Es la lengua la que habla. Es lo que dice: “La lengua habla. El hombre habla cuando le responde a la lengua.”

A.M.: Pasemos ahora a la espiritualidad. Espíritu, spiritus, espiritualidad: ahí se trata de una misma raíz que, en su primer sentido, designa el aliento. De ese origen a lo que ahora entendemos por espíritu, se ha producido una suerte de divorcio. Se opone el cuerpo al espíritu, la materia al espíritu, mientras que éste es el aliento que la anima. Aquí se ve una noción muy bíblica. Cuando se fija una figura o un concepto fuera del tiempo, terminamos en una dualidad que descentra al sujeto. Termina viviendo al costado de su propia vida.

H.M.: En esa palabra espiritualidad, hay algo que me molesta, y es esa referencia subyacente a la espiritualidad cristiana. La palabra está envuelta de religión – y de religión cristiana.

Régine Meschonnic: Existe también una espiritualidad judía.

H.M.: Claro, pero la palabra tiene dificultades para desprenderse de su vestido cristiano.

A.M.: Justamente, se podría pensar en liberar la espiritualidad de esa ganga para llevarla hacia lo poético.

H.M.: Podemos desde luego salir de esa envoltura teológica en gran parte católica volviendo a la etimología: spiritus, el aliento, que es una traducción del hebreo ruah, aliento, pero también viento. La etimología es de importancia mayor y podemos tratar de salvar esa palabra de su envoltura haciéndola volver a su fuerza original – el poder del aliento, del espíritu. No es casualidad si esa palabra aliento tiene sus resonancias poéticas. Se llega al poema, a la poética.

A.M.: Cuando usted opone el poema a la poesía, opone, me parece, el acto, que siempre vuelve a empezar, al objeto, la ética a la estética. ¿El punto de vista estético sobre el arte no tiene por resultado, simplemente, la muerte del arte, la muerte del poema?

H.M.: La estética es la muerte del poema, o, peor aún, una condición de pensamiento tal en la que el poema todavía no ha podido nacer. La estética es formalista; es muestra del dualismo del signo y provoca un encadenamiento de dualismos: forma/contenido; afecto/concepto; lenguaje/vida – un conjunto de cosas que matan al poema. Voy a darle, del poema, una definición de trabajo, que no es más que una proposición de pensamiento. El poema es la trasformación de una forma de lenguaje a través de una forma de vida y la transformación de una forma de vida a través de una forma de lenguaje. Las dos son condiciones de una y de otra. Ese tipo de pensamiento se vincula con la ética del sujeto. En otros términos, el poema es la forma lenguajera máxima de la vida. Todo aquello relega la estética al siglo dieciocho, en una conceptualización que sólo sabía oponer forma y contenido. Es una reflexión que da cuenta de lo sensible, de lo sensorial, de lo que se experimenta y parece bello. Se podría pensar que la estética es exactamente lo que hace falta para encarar el poema. ¡Error! Si defino el poema como acabo de hacerlo, como la invención de un sujeto, de una historicidad, eso no tiene nada que ver con la belleza o la fealdad, nociones culturales que a cada momento se opusieron a lo que aparecía como nuevo en la poesía o en el arte. Ya no se pueden contar los ejemplos en los que los contemporáneos denigraban lo que acababa de hacerse en nombre de los cánones de la belleza y de la fealdad. Un ejemplo: en 1896, aparece una obra de Max Nordau, crítico alemán que estaba lejos de ser tonto. La obra se titula Degeneración; se trata desde luego de arte degenerante. Ahí está escrito: “Mallarmé es un retrasado mental y además, Zola piensa como yo.” Lo mismo respecto a Verlaine. Los contemporáneos le encontraban un giro alemán, ya que predicaba “la música ante todo”. Del mismo modo, la palabra “impresionista” fue inventada por los enemigos de esa pintura.

A.M.: Lo mismo ocurre con los poetas metafísicos ingleses. La palabra la inventó el detractor de ellos, Samuel Johnson, en el siglo dieciocho. Para volver a esa noción de dualidad, en la oposición del sujeto al objeto, el poema muere, ¿no es así?

H.M.: Así como la dualidad de la carne y del espíritu sólo muestra el cadáver.

A.M.: ¿Ahí no se trata del dominio, en la cultura occidental, de la representación? Esta mañana releía, para escribir un artículo sobre el conocimiento poético, Bergson. Explica que el conocimiento de la vida sólo es accesible, fuera de la representación espacial, del tiempo por ejemplo, a la intuición en un movimiento que impide toda forma de fijeza.

H.M.: El vitalismo de Bergson está acompañado por una concepción del lenguaje que es dualista. Opone lo concreto individual vivo a lo genérico abstracto de las palabras. El ser vivo, en su materialidad, se opone a la palabra. Se trata de una caricatura lastimosa. Sólo pido amar a Bergson, pero la representación que tiene del lenguaje mata al lenguaje y al poema a la vez. También mata al lenguaje ordinario. Siempre me revelé contra esa distinción de los lingüistas entre lenguaje ordinario y lenguaje poético.

A.M.: Existe sin embargo realmente un lenguaje que fija la realidad de la vida.

H.M.: Si, el academicismo del pensamiento.

A.M.: ¡Y eso existe!

H.M.: Ahí se trata de todas las formas de saber que esconden su propia ignorancia. Es lo que aprendí al estudiar el texto bíblico y los comentarios. ¿Cómo gente tan sabia, que traduce esos textos, no se da cuenta que su saber produce ignorancia e impide incluso saber que la produce? Nada me parece más cómico que lo serio del saber.

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