julio 18, 2010
Nota: La siguiente entrevista fue celebrada el 28 de septiembre de 2008. La conducción y las palabras liminares son de Anne Mounic.
Traducción: Rodrigo Grimaldi.
Traducción: Rodrigo Grimaldi.
Llamo al pórtico, blanco, y Henri Meschonnic
viene a abrirme. La casa, un poco sobrealzada, sobre la orilla del río,
no disimula por completo el gran jardín que se encuentra por detrás.
Bordeando la alameda que conduce allí, empiezan apenas a florecer las
campánulas de rocalla. Subimos los peldaños de la escalinata y descubro
con admiración una gran habitación llena de máscaras del África y de
Oceanía, unas más bellas y expresivas que otras. “Forman parte de la
familia”, me confía sonriendo Henri Meschonnic. A través del gran
ventanal, bien al fondo, aparece el jardín en su profundidad, y la
magnolia en flor. Nos instalamos, Régine, Henri y yo, alrededor de una
mesa redonda y los tres conversamos un poco antes de comenzar nuestra
entrevista, acompañada por una taza de té.
Anne Mounic:
Le agradezco encarecidamente recibirme para esta entrevista sobre los
vínculos entre poesía, existencia y espiritualidad. Entre esos tres
términos, establezco un vínculo indisociable, pero aún hay que
definirlos con precisión. Estoy muy contenta con que haya respondido
favorablemente a mi solicitud, ya que usted tiene una posición muy
original sobre la cuestión, que explora bajo diversos aspectos, pero
siempre según usted, según lo que es usted, en perfecta unidad de ser.
Hablaba de definición. ¿Cómo definiría existencia? ¿Cómo definiría
espiritualidad?
Henri Meschonnic:
Es extraña, esa palabra existencia. Parece decir algo distinto a si
dijéramos la vida y me parece poner el acento, sin decirlo, de manera
casi invisible, sobre la fragilidad de nuestra condición. Se trata casi
de una manera de decir que permanecemos en lo provisorio – todo excepto
una palabra optimista, y aún menos arrogante. Si uno dice la vida, es
algo más. La palabra esta abarrotada de esperanza. En cuanto al término
existencia, es más bien negativo.
A.M.: ¿Tal vez implica una suerte de responsabilidad individual respecto de la vida?
H.M.:
Esa es una interpretación en la que no había pensado. De lo que me
llena esa palabra, en cambio, es de fragilidad, de lo provisorio, más
que de responsabilidad. Si comparamos las dos expresiones: somos
existentes/somos vivientes, advertimos que la palabra existencia pone la
vida en cuestión. Tal vez me equivoque al delirar de esta manera. Si
trato de pensar, la vida se opone a la muerte, pero la existencia, ¿a
qué se opone?
A.M.: ¿No ser?
H.M.: To be or not to be.
A.M.: Exactamente. Ese parlamento de Hamlet constituye un verdadero cuestionamiento ético.
H.M.:
No me gusta el verbo ser. Por varias razones, de las cuales algunas son
serias y otras, lúdicas. La más seria es esta: ser me parece
terriblemente aferrado a su mayúscula inicial, el Ser. Y ahí, pensando
en Heidegger, saco mi revólver – metafísico, no hay ni que decirlo. Ahí
me digo que rozamos al mayor enemigo de la vida, que es el esencialismo,
o el realismo lógico, la esencialización de las abstracciones.
Voy
a permitirme una broma. El verbo ser, sin saberlo, cae en su propia
trampa. “Pienso por lo tanto soy” : en esta famosa afirmación, soy,
escucho el verbo seguir. [N. del T: Je pense donc je suis
(Descartes) Es otra traducción al "pienso luego existo" canónico, y que
va en el sentido de la frase de Meschonnic. En francés, la conjugación
de la primera persona del singular del verbo ser (être) es igual a su homónima del verbo seguir (suivre)] La
forma verbal corresponde indisociablemente a ambos verbos a la vez,
seguir y ser. La fórmula está tan machacada que es al verbo seguir que
escucho. Además, la mayoría de la gente que piensa no hace más que
seguir. Soy un poco agresivo cuando digo esto, pero se trata de una
agresión que no es más que la defensa misma de lo vivo.
Me
di cuenta al releerme que hacía mucho tiempo que giraba en torno a esa
idea, que desarrollé en mi obra publicada recientemente en Laurence
Teper, Heidegger o el nacional-esencialismo. Opongo el
nominalismo al realismo lógico, a la esencialización generalizada. Si la
existencia debe tener una relación con el verbo ser, nada se opone más a
la vida que la existencia. La vida, son los vivos. En hebreo bíblico – y
nunca vi que ningún exégeta bíblico, judío, católico o protestante,
haya advertido ese fenómeno – algunas palabras abstractas se forman con
el plural del término concreto. Por ejemplo, hai quiere decir vivo y el
plural, hayim, vivos, significa la vida. Ahí tenemos la parábola de todo
el problema. El nominalismo, es el desafío del sujeto, de los
individuos.
Como
lo decía Péguy, cuando es siempre la misma cosa, es siempre la misma
cosa, y hay que repetir lo que tenemos para decir, ya que le hablamos a
sordos. Los exégetas bíblicos son sordos – sordos al ritmo y a sus
efectos de semantismo.
La
cuestión del nominalismo se planteó en el siglo doce, en la época de
Abelardo. Se discutía la palabra humanidad – al igual que la palabra
Dios, pero con ésta última, se es forzosamente realista, ya que el
realismo presupone una relación de continuidad entre las palabras y las
cosas. La palabra Dios por sí sola prueba su existencia. Para los
nominalistas, las palabras no son más que nombres que se les pone a las
cosas. No se puede decir que Dios es sólo un nombre. La humanidad, por
su parte, existe del punto de vista realista y los individuos son sólo
fragmentos de la misma. Para los nominalistas, por el contrario, los
individuos existen en primer lugar y la humanidad es su conjunto.
Tenemos por lo tanto, desde el punto de vista lógico, dos
aproximaciones, y son las consecuencias éticas y políticas, poéticas y
artísticas, que nos importan, ya que la diferencia es grande según se
considere ante todo los individuos o el conjunto. Con los individuos, se
puede fundar una ética, ya que nos situamos desde el punto de vista del
sujeto, sujeto de (el pensamiento) o sujeto a (la enfermedad, por
ejemplo).
Si
el nominalismo vuelve posible la ética, el realismo lógico la prohíbe.
Un fragmento de la humanidad no es un sujeto. Este debate, heredado del
siglo doce, puede parecer folclórico, pero persiste y lo encuentro
terriblemente actual. Desde luego, ahí salimos de lo políticamente
correcto. Si tomo el Islam, me doy cuenta de que la palabra Umma designa
conjuntamente a la comunidad social religiosa y política, a la que cada
individuo debe sumisión (que es el sentido de la palabra islam).
A.M.: El sufismo, en el seno del Islam, abre una vía al individuo. Es además un poeta el que es origen de ese paso espiritual.
H.M.: Es exacto e interesante. En su obra admirable, Antropología filosófica
(1928-31), Bernard Groethuysen muestra que la noción de individuo
aparece en la historia de manera intermitente. San Agustín fue uno de
sus primeros pensadores. Otros luego lo pensaron, pero esta noción vital
no siempre lo fue.
Según el modelo de la palabra vida, se puede citar también la palabra juventud. Naar es el joven. Neurim,
son los jóvenes, por lo tanto la juventud. Y lo que toda la tradición
traducía por compasión o misericordia, es, en el hebreo bíblico, el
plural de la palabra que significa matriz, útero, es decir el órgano en
el cual se desarrolla el ser vivo. Re’hem designa la matriz; ra’hamim las matrices, lo que se tradujo por compasión.
Ahora
bien, si pensamos en eso, en la medida en la que esa palabra designa
ese órgano que es el útero, ¿por qué, en tanto palabra abstracta,
debería designar la compasión? Se trata del sentimiento que una madre
experimenta por lo que salió de su vientre. Y ahí, llegamos a un aspecto
cómico: André Chouraqui, que quería comprometerse tanto al traducir el
hebreo bíblico, pero se equivocaba en el sentido del lenguaje, traduce
este versículo de los Salmos en el que aparece esa palabra de esta
manera: “No cierres tus matrices”. Yo traduzco: “No me niegues las
ternuras de tu vientre.”
A la inversa, la palabra hebrea para el rostro es panim, que es un plural. El singular, pan, designa el aspecto. Esta suerte de plural requeriría un estudio que no hago más que esbozar.
Todo eso para ilustrar el antagonismo entre nominalismo y realismo lógico, entre individuos y humanidad y mostrar que el realismo lógico no permite ninguna ética. Además, el filósofo máximo del ser, Heidegger, no propone ninguna ética. Rechaza el sujeto, al que remite a la psicología de su época. En él no hay ni ética, ni poética. Es la lengua la que habla. Es lo que dice: “La lengua habla. El hombre habla cuando le responde a la lengua.”
Todo eso para ilustrar el antagonismo entre nominalismo y realismo lógico, entre individuos y humanidad y mostrar que el realismo lógico no permite ninguna ética. Además, el filósofo máximo del ser, Heidegger, no propone ninguna ética. Rechaza el sujeto, al que remite a la psicología de su época. En él no hay ni ética, ni poética. Es la lengua la que habla. Es lo que dice: “La lengua habla. El hombre habla cuando le responde a la lengua.”
A.M.:
Pasemos ahora a la espiritualidad. Espíritu, spiritus, espiritualidad:
ahí se trata de una misma raíz que, en su primer sentido, designa el
aliento. De ese origen a lo que ahora entendemos por espíritu, se ha
producido una suerte de divorcio. Se opone el cuerpo al espíritu, la
materia al espíritu, mientras que éste es el aliento que la anima. Aquí
se ve una noción muy bíblica. Cuando se fija una figura o un concepto
fuera del tiempo, terminamos en una dualidad que descentra al sujeto.
Termina viviendo al costado de su propia vida.
H.M.:
En esa palabra espiritualidad, hay algo que me molesta, y es esa
referencia subyacente a la espiritualidad cristiana. La palabra está
envuelta de religión – y de religión cristiana.
Régine Meschonnic: Existe también una espiritualidad judía.
H.M.: Claro, pero la palabra tiene dificultades para desprenderse de su vestido cristiano.
A.M.: Justamente, se podría pensar en liberar la espiritualidad de esa ganga para llevarla hacia lo poético.
H.M.: Podemos desde luego salir de esa envoltura teológica en gran parte católica volviendo a la etimología: spiritus, el aliento, que es una traducción del hebreo ruah,
aliento, pero también viento. La etimología es de importancia mayor y
podemos tratar de salvar esa palabra de su envoltura haciéndola volver a
su fuerza original – el poder del aliento, del espíritu. No es
casualidad si esa palabra aliento tiene sus resonancias poéticas. Se
llega al poema, a la poética.
A.M.:
Cuando usted opone el poema a la poesía, opone, me parece, el acto, que
siempre vuelve a empezar, al objeto, la ética a la estética. ¿El punto
de vista estético sobre el arte no tiene por resultado, simplemente, la
muerte del arte, la muerte del poema?
H.M.:
La estética es la muerte del poema, o, peor aún, una condición de
pensamiento tal en la que el poema todavía no ha podido nacer. La
estética es formalista; es muestra del dualismo del signo y provoca un
encadenamiento de dualismos: forma/contenido; afecto/concepto;
lenguaje/vida – un conjunto de cosas que matan al poema. Voy a darle,
del poema, una definición de trabajo, que no es más que una proposición
de pensamiento. El poema es la trasformación de una forma de lenguaje a
través de una forma de vida y la transformación de una forma de vida a
través de una forma de lenguaje. Las dos son condiciones de una y de
otra. Ese tipo de pensamiento se vincula con la ética del sujeto. En
otros términos, el poema es la forma lenguajera máxima de la vida. Todo
aquello relega la estética al siglo dieciocho, en una conceptualización
que sólo sabía oponer forma y contenido. Es una reflexión que da cuenta
de lo sensible, de lo sensorial, de lo que se experimenta y parece
bello. Se podría pensar que la estética es exactamente lo que hace falta
para encarar el poema. ¡Error! Si defino el poema como acabo de
hacerlo, como la invención de un sujeto, de una historicidad, eso no
tiene nada que ver con la belleza o la fealdad, nociones culturales que a
cada momento se opusieron a lo que aparecía como nuevo en la poesía o
en el arte. Ya no se pueden contar los ejemplos en los que los
contemporáneos denigraban lo que acababa de hacerse en nombre de los
cánones de la belleza y de la fealdad. Un ejemplo: en 1896, aparece una
obra de Max Nordau, crítico alemán que estaba lejos de ser tonto. La
obra se titula Degeneración; se trata desde luego de arte
degenerante. Ahí está escrito: “Mallarmé es un retrasado mental y
además, Zola piensa como yo.” Lo mismo respecto a Verlaine. Los
contemporáneos le encontraban un giro alemán, ya que predicaba “la
música ante todo”. Del mismo modo, la palabra “impresionista” fue
inventada por los enemigos de esa pintura.
A.M.: Lo
mismo ocurre con los poetas metafísicos ingleses. La palabra la inventó
el detractor de ellos, Samuel Johnson, en el siglo dieciocho. Para
volver a esa noción de dualidad, en la oposición del sujeto al objeto,
el poema muere, ¿no es así?
H.M.: Así como la dualidad de la carne y del espíritu sólo muestra el cadáver.
A.M.:
¿Ahí no se trata del dominio, en la cultura occidental, de la
representación? Esta mañana releía, para escribir un artículo sobre el
conocimiento poético, Bergson. Explica que el conocimiento de la vida
sólo es accesible, fuera de la representación espacial, del tiempo por
ejemplo, a la intuición en un movimiento que impide toda forma de
fijeza.
H.M.:
El vitalismo de Bergson está acompañado por una concepción del lenguaje
que es dualista. Opone lo concreto individual vivo a lo genérico
abstracto de las palabras. El ser vivo, en su materialidad, se opone a
la palabra. Se trata de una caricatura lastimosa. Sólo pido amar a
Bergson, pero la representación que tiene del lenguaje mata al lenguaje y
al poema a la vez. También mata al lenguaje ordinario. Siempre me
revelé contra esa distinción de los lingüistas entre lenguaje ordinario y
lenguaje poético.
A.M.: Existe sin embargo realmente un lenguaje que fija la realidad de la vida.
H.M.: Si, el academicismo del pensamiento.
A.M.: ¡Y eso existe!
H.M.:
Ahí se trata de todas las formas de saber que esconden su propia
ignorancia. Es lo que aprendí al estudiar el texto bíblico y los
comentarios. ¿Cómo gente tan sabia, que traduce esos textos, no se da
cuenta que su saber produce ignorancia e impide incluso saber que la
produce? Nada me parece más cómico que lo serio del saber.
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