'Un pájaro posado en un árbol, nunca tiene miedo de que la rama se rompa,
porque su confianza no está en la rama, sino en sus propias alas''.
Proverbio judío
Proverbio judío
Después que la madre murió las cosas sufrieron
cambios inadvertidos, como si una lenta
pátina de olvido se les hubiera ido añadiendo.
El amplio sillón estaba más próximo a la mesa y
eso lo reflejaban puntualmente los vidrios esmerilados del comedor; el álbum,
ese libro casi mágico, que concentraba y sorprendía las figuras que habitaron
la casa, aparecía más a mano, como un cuerpo casi sagrado a la visión del
huésped, pero por eso mismo, por estar a la mano resultaba un tanto más oculto,
como si ya no pudiera abrirse para memorar un dato cronológico.
La vasija de plata lanzó un resplandor como si
supiera que no volvería a ser usada. El rostro de la madre esperaba ahí, y
hasta cuando se le pintaban las mejillas, emergía como dotado de un poder que
sólo le otorgaba el luto y que se extendía a las primeras fotos, cuando gateaba
o estaba en la cuna.
Algunos toman la muerte como algo que viene de la
naturaleza y que los acompaña como los árboles y que se hunde con sus raíces
pero ella la contemplaba, invisible pero presente como un signo agorero de algo
infalible que se esbozaba más allá de esa muerte.
Con el tiempo los pájaros se habían constituido en
una orquesta para ella, que nunca cesaba en su función: algo se posesionaba de
su cuerpo cuando escuchaba el canto estridente de los cardenales, o la
sobresaltaba en el chillido atávico del petirrojo que parecía golpear contra
los muebles de caoba, y a veces, a la noche, iba a verlos y ellos se sacudían,
atentos a las idas y vueltas de sus
pasos, enérgicos al principio y finalmente melancólicos, como si a través de
ellos fueran demarcándose las fronteras del encierro y la asfixia y se tornaran
compañeros de celda. A ellos volvía a mirarlos, con una cara de hartazgo
socarrón más que de dolor, luego de cada fracaso amoroso.
Ellos la recibían con la expresión de un júbilo
bienaventurado luego de cada historia fallida. En esos días había conocido a un
tal Salder que se arrastraba en los hoteles y aunque nada en él le llamaba la
atención le daba consuelo a través de sus palabras, de sus frases lentas y seguras,
que no decían mucho y se remataban con un tono de una suficiencia de piedra que
parecía resistir al tiempo. Al tiempo que venía, demasiado incierto para
enfrentarlo sola. Salder la cortejaba. Ella sólo quería trabajar, desandar la
misma memoria, no la reciente sino una memoria sin tiempo que no era suya pero
que se había instalado en ella como un huésped descarado, insolente pero que la
misma osadía le da derecho de ciudad.
Los pájaros se mostraron indiferentes, pero no
sucedió lo mismo con el padre: ni bien se enteró de que el tipo estaba en
libertad condicional y se llamaba a sí mismo gigoló, trató de amedrentarla con
diversos medios amenazó al tipo que, lejos de desmentir su fama, amenazó con
matarlo.
El padre ignoraba que la madre le había dejado a
Silvia, a escondidas, una cuantiosa suma que separó de la herencia. Con ella
había empezado a ayudar a Salder que al principio prometió conseguir trabajo y
luego, utilizando su corpulencia, comenzó a amenazarla, a decirle que también
iba a matarla a ella mientras le mordía el sexo hasta desangrarla, la tomaba
como el aire o la luz, una gratuidad que le estaba destinada sin que tuviera
que dar cuenta a nadie, sin nada de dramático, figuras de cera o muñecos que se
movían llenos de pasión en torno a ella que se decía que necesitaba algo así
para aplicarse en el trabajo.
La idea que un hombre pudiera matarla por nada, ir
a la cárcel por ella y al mismo tiempo le diera palabras de consuelo la
emocionaba. El clímax llegaba no sólo en el acto sexual sino cuando él
declaraba que haría eso si la perdía. A
diferencia de otras historias, los pájaros, en vez de mostrarse insomnes o
escépticos se encordelaron en sus alas. Desde que murió la madre se mostraron
más que como testigos de una trama que se empeñaba en no encontrar absolución
ni reparo.
La muerte, su fascinación por ella como hija de la
noche, no era ajena a eso.
Por varios días habían estado quietos, como
libélulas inmóviles, acompañando los recuerdos que se desgranaban en ella, que
terminaban cuando bajaba la escalera para encontrar los ojos abotagados del
padre. El luego de darle vueltas al asunto, había decidido que compraría nuevos
pájaros con la esperanza de que estas nuevas presencias la despertaran con la
agitación de sus alas exóticas como si atravesaran una nube sonora.
Alas venidas desde las regiones más lejanas,
darían otro color a la casa y ella se convencería de que no le convenía tratar
con alguien como Salder. Estaba decidido a gastar el dinero que fuera necesario,
porque, decía, lo tomo como si fuera un viaje a Europa, o mejor, a la India o
Africa.
Cuando Silvia hablaba con ese énfasis sus ojos se
poblaban de una concentración cetrina de matices, siempre a punto de despegar
un fuego pasmado, en oposición a lo glacial y tutelar de los ojos de la madre.
Silvia miró los brazos entrelazados de unos bailarines, girando en un
movimiento que más que un paso mal dado de los bailarines era una falla del
orfebre, quien, tal vez, había querido mostrar un atisbo de ridículo.
Cuando cesaba el canto de los pájaros, todas las
sonoridades se conformaban en una voz única que la penetraba en un graznido
anterior al canto, en cada disonancia, como si ese sonido con algo de hechizo
la germinara secretamente, entrando por todos los orificios de su cuerpo,
haciéndola yacer en un sueño sonámbulo del que no había hablado con nadie,
porque desde que la madre había muerto ya nadie lo hacía y tal vez era ese el
motivo de que los pájaros cantaran, borrosos y envueltos en crespones, con cierta
mordacidad, como parodiando de súbito un dialecto gutural y lejos de dar un
poco de alegría a la casa hacían que las cosas se vuelvan más permeables y más
frágiles y de modo que eso anunciaba una
mutación, un nuevo orden, más antiguo, que brotaba desde las hojas del álbum
como un rumor intermitente. Por eso el padre, decidido a volver en lo posible a
la vida anterior con la presencia de los nuevos pájaros.
En esos días su relación con Salder entró en una
nueva fase. Ni bien se enteró de que Silvia tenía ese dinero, comenzó a
proponerle que se fuera a vivir con él o comprara una casa, que buscaran un
lugar para ellos, lejos de esa familia absorbente que nunca la había dejado
vivir, que él iba a iniciarla a una nueva vida y todas otras tantas promesas de
amor eterno que la dejaban atónita, pero que la fascinaban. Había dos obstáculos
que hacían vacilar: que Salder se arrojara sobre ella con la pasión que nunca
había conocido en otro hombre, la llenara de todas las caricias y los efectos
eróticos que era posible imaginar, pero que no pudiera penetrarla.
Varias veces estuvo a punto de consultar eso con
una amiga, pero tuvo vergüenza, porque no querían que se rieran de Salder, que
a la vista de ellas era un hombre temible pero al que dotaban de todos los atributos
de la virilidad. Era el peor hombre que hubiera podido elegir, decían con un
dejo de fascinación y hasta de envidia. Iba a seguir con él aunque sólo fuera
por gusto a contradecirlas. A ellas pero sobre todo a su propio padre. Ella,
que de niña se imaginaba hija de la noche, no creía poder vivir lejos de los
pájaros. Nunca le había hablado de su historia con ellos a Salder por temor a
que la considerara loca. Cuando hablaba con los pájaros ellos le mostraban que
un silencio arcaico y glacial precedía a sus cantos y movimientos mientras ella
pensaba en que los peligros que encaran las aves durante sus migraciones son
múltiples, la empresa tiene que ser proporcional a sus fuerzas porque muchos de
ellos caen al mar al debilitarse, agotados por la fatiga y el hambre y caen sobre las cubiertas de los barcos o los
faros.
Algunos aceptan los alimentos que se les ofrecen y se quedan a vivir en los barcos varios días. Se preguntaba si esos marineros no habrían tenido el privilegio de escuchar una conferencia de los pájaros.
Algunos aceptan los alimentos que se les ofrecen y se quedan a vivir en los barcos varios días. Se preguntaba si esos marineros no habrían tenido el privilegio de escuchar una conferencia de los pájaros.
Advirtió que el cardenal y el petirrojo giraban en
la jaula como saetas enardecida. Nada había en esas alas de esas aves árticas
de doble pico que en las épocas primaverales de celo y cría tienen un pico
inmenso como una nariz de disfraz y en verano es reemplazado por uno más
pequeño y cuando tienen espectadores se convierten en payasas haciendo todo
tipo de monerías y mostrándoles pececillos como trofeos en su boca. Eran
pájaros que desde chica habían tratado decirle algo a veces con frenéticos
timbrazos. Esta vez no apuntaban al padre, al que no le tenían simpatía, sino a
ella, a quien por un momento se le cruzó por la cabeza la idea de irse con
Salder, lo que significaba abandonarlos. El padre creía que los pájaros habían
enloquecido por esa muerte y no se le ocurría que pudiera ser por Salder. Cada
vez que éste llamaba por teléfono se limitaba a fruncir el ceño, creyendo que
la historia estaba a punto de terminar.
En ese momento los pájaros cantaban bajo.
Sus ecos se mezclaban hasta confundirse en una
resonancia única y el padre no reparó que habían cesado los graznidos o esas
disonancias que parecían emerger de la lobreguez de un follaje con redobles de
pífano, comprobando que sus palabras se habían cargado de impotencia desde la
muerte de la madre. Ella, sin embargo, aprovechó la circunstancia para decirle
que no adquiriese nuevos pájaros, que iban a traer bullicio, acaso ser
desafiantes y no tranquilos y musicales. El padre por única respuesta declaró
que ya estaba encargados y agregó: y pienso deshacerme de estos, han traído
muchas desgracias.
Silvia se quedó sin palabras. La idea de paz, la
misma que había creído vislumbrar sobre el rostro tieso de su madre, se le
antojó dudosa, como si fuera su mismo reverso. Con ella se quería engañar a una
triunfante bestia mitológica, que no era una imagen horrenda, sino que se
imponía en su invisibilidad. Luego de que sus pájaros no estuvieran, ella se
impondría en mil formas del tedio.
Era algo para lo que no estaba preparada.
No, el padre no podía deshacerse de los pájaros.
La punzaba esa certeza de las muchas desgracias: ¿Era la muerte de la madre, su
relación con un ex- presidiario, con el que pensaba escapar? Tal vez había
otra, de la sólo sabían los pájaros: el signo indescifrable pero fatídico que
palpitaba en la casa luego de la muerte de la madre. Ella, decían sus amigas,
siempre vivía en un mundo que doblaba el real, el cual, sin embargo, se decía
Silvia, impedía que las cosas se volvieran homogéneas hasta devorarla y apelaba
a sus pájaros como una música extraña, siempre renovada, que atravesaban las
cosas con cierto temblor que evitaba que las flores de pudrieran y que los
muebles todavía emitieran reflejos, que la casa de pronto se transformara en
una caja de sonidos volátiles, sobreponiéndose al peso de un antiguo mandato,
sin duda algo demente, que debió nacer de la convergencia de dos cultos , como
si cada uno por separado fuera algo habitual y juntos dieran lugar a esa
demencia que al pacer había ganado al padre, cada vez más semejante a una de
las figuras del álbum, a todas esas imágenes que se acumulaban en torno a una
clepsidra que latía silenciosa y esperaban volver a conjurarse en un golpe
anterior a todas las imágenes una vez que los pájaros dejaran de gorjear o de
graznar.
Con Salder, entre las sábanas de los hoteles,
había reencontrado un gusto sórdido, oculto por los pájaros pero que era su
secreta y mitológica sabiduría, que hacía de ellos amantes habitados como por
un maleficio de a dos. Salder trataba de poseerla salvajemente, pero nunca
lograba la erección, y entonces entraba en un vértigo casi furioso, donde
además de propinarle un mal trato terminaba mordiéndola en el clítoris que ella
miraba sangrar indiferente. Después, Salder se ponía a llorar como un bebé y
gritaba como un perro como si fuera impotente ante el canto de los pájaros. Esa
comedia de histrionismo la conmovía. Nada podía detenerla en la pasión por ese
hombre. Nunca había sentido así algo por ningún otro. No sabía qué la entregaba
a Salder y menos qué le estaba entregando, pero con él se sentía verdaderamente
una hija de la noche, como en sus sueños infantiles. La memoria se le tornó
cíclica con el mismo tiempo: su hermano, muerto hace muchos años, cuando
todavía era niña, reaparecía en un rasgo de Salder en un rescoldo de algo no
extinto.
Un día el hermano había querido azotarla con un
látigo y ella se negó a eso. Eran dos niños, él
tenía seis años, ella era dos mayor y su fuerza se impuso. A través de
ese recuerdo buscaba un elemento, una clave, un sentido no dicho que podía
estar reiterándose inadvertidamente en sus labios. Ese día Silvia se puso a
caminar y se mezcló con una procesión religiosa: la gente le pedía trabajo y
salud a un santo venerable.
Ahí se encontraba a gusto, entre gentes de las
clases más diferentes, todos oficiaban en torno a un rito colectivo donde cada
uno podía hablar apaciblemente con sus muertos y ser perdonado, redimido. Se
quitó por un momento los zapatos y caminó descalza cuadras y cuadras hasta
reparar que ella no podía obtener nada con eso, salvo en calor de una multitud
que pedía cosas palpables, posibles, que no complicaban a Dios que tenía que
limitarse a darlas para seguir existiendo, aunque estuviera lejos de cumplirlas
en todos los casos. O sí, al menos eso decía una vieja feligresa que la
felicitaba por querer sangrar sus pies en gloria del Señor, sin que ella
entendiera lo que trataba de decirle. Y sin embargo no puedo negarse a
eso: no podía confesarle que no lo hacía por Dios.
Le dijo que a ella le constaba entregarse a Dios(
la imagen de Salder se le cruzó inesperada) y la viejita le explicó que si no
se empieza por eso nunca se logra nada, pasando a contarle capítulos de
padecimientos que la fe en Dios había llevado a buena conclusión. No será mi
caso, pensó Silvia, y se alejó, tímida y casi condenada a no poder recibir las
abundantes flores de gracia que en la procesión se prometían.
Al otro día, Silvia se contempló en el espejo; ahí
estaban sus pocas pecas y sus ojos ahondados y negros, que tanto merecían los
elogios de Salder. Todo el pelo le caía sobre la cabeza como un torrente.
Comenzó a llover a cántaros y rabiosamente. El padre estaba abajo, esperándola
en el comedor y ella estaba a punto de bajar, con lágrimas en los ojos,
abrazarlos y pedirle que se fueran lejos, lejos, de los pájaros y de Salder,
aunque nunca hubiera pronunciado su nombre.
Irse lejos para escapar de un universo que se iba
cerrado como pinzas sobre su garganta. Pero el padre lo esperaba con una imagen
fija, como grabada en un mármol, anunciando una sonrisa, tantos días contenida,
para anunciarle que habían traído nuevos pájaros, incluso añadía la sorpresa,
como especial regalo para ella, de un petirrojo azul que siempre había deseado.
Lo primero que le preguntó era adónde los había puesto. En el jardín, dijo el
padre, porque en la casa no había lugar, especialmente en la habitación
dedicada a los pájaros.
Silvia suspiró: al menos esto sería menos duro
para sus pájaros, que ya no cantaban, era extraño, toda la casa se esbozaba en
un silencio espeso, marmóreo como la expresión de su padre. Pensó en que San
Francisco afirmaba que los pájaros no tenían pensamiento alguno y eso era lo
que a ella le había permitido perseguir sus amores y dialogar con ellos.
La lluvia seguía cayendo furiosa sobre los
jardines y la casa y ella en vez de ir a conocer a los nuevos huéspedes, fue
hasta la habitación de las tantas alas y encontró en el piso de la jaula al
cardenal muerto, yacente como una bofetada entre yermas tonalidades y en
ese instante todas las alas de movieron
en un despliegue discontinuo como si los cuerpos de las aves le hicieran una
señal definitiva de que algo había definitivamente concluido y un signo
melifluo planeaba sobre el horizonte.
Miró las
figuras de los bailarines y se dio cuenta de que no eran obra de un
movimiento contrahecho de la mano del
orfebre sino que se trataba de otro paso, de un giro que no era
imperfecto sino que fingía ser abismal y no quería mostrar el ridículo que
sorprende a los bailarines sino la posibilidad infinita de otro paso gracias a
la cualidad del arte
Se acercó
entonces al retrato de la madre como queriendo interrogarla con un por qué pasa
todo esto, el cabello cayéndole en cascada, todavía con un recuerdo del tironeo
que le había dado Salder.
-La muerte de tu hermano, dijo el padre cuando
ella le informó lo sucedido al cardenal- la
muerte de ese pájaro te recuerda eso. Empezamos por ahí, pero es un
comienzo. Dos muertes son algo excesivo y tu madre tendrá que esperar.
Eran palabras extrañas, pero que ella conocía muy
bien porque en ellas una forma de expiación desbordaba el vaso de la
desesperanza y lo volvía a llenar con nuevos cantos porque a partir de ese
momento, los pájaros de la habitación comenzaron a morirse y el padre ya no
dijo que estaban malditos sino que era la vida misma que era así, la gente
muerte y también los pájaros y todo se renueva felizmente.
Silvia ahora se amparaba en las alas blancas de un
mirlo que había traído el padre y a él en silencio confiaba sus pensamientos
más secretos, por ejemplo, que el veneno era la mejor cura del veneno mismo y
que para ella era muy duro darse cuenta de que la muerte del cardenal le dolía
mucho más que la de Salder, al que hallaron muerto de una puñalada en el cuello y en la habitación
que Silvia le había pagaba. Nadie sospechó de ella tras las declaraciones de
sus amigas que contaron hasta que punto había ayudado a ese hombre que tenía
muchos enemigos olvidando a esa hija de la noche que se sentía penetrada por el
graznido silencioso de sus pájaros que
ya no cantaban pero que tenían su misma, intensa palidez, y por los otros que
parecían conocerla desde siempre y entonaban como si antes de ellos nadie lo
hubiera hecho como si esperaran una señal, un viento que los
impulsara a migrar para que a la mañana despuntara el canto de un gallo como el
de un tenor vocal
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