domingo, 15 de febrero de 2015

Migración. Por Luis Thonis




'Un pájaro posado en un árbol, nunca tiene miedo de que la rama se rompa, porque su confianza no está en la rama, sino en sus propias alas''.
Proverbio judío

Después que la madre murió las cosas sufrieron cambios  inadvertidos, como si una lenta pátina de olvido se les hubiera ido añadiendo.
El amplio sillón estaba más próximo a la mesa y eso lo reflejaban puntualmente los vidrios esmerilados del comedor; el álbum, ese libro casi mágico, que concentraba y sorprendía las figuras que habitaron la casa, aparecía más a mano, como un cuerpo casi sagrado a la visión del huésped, pero por eso mismo, por estar a la mano resultaba un tanto más oculto, como si ya no pudiera abrirse para memorar un dato cronológico.
La vasija de plata lanzó un resplandor como si supiera que no volvería a ser usada. El rostro de la madre esperaba ahí, y hasta cuando se le pintaban las mejillas, emergía como dotado de un poder que sólo le otorgaba el luto y que se extendía a las primeras fotos, cuando gateaba o estaba en la cuna.
Algunos toman la muerte como algo que viene de la naturaleza y que los acompaña como los árboles y que se hunde con sus raíces pero ella la contemplaba, invisible pero presente como un signo agorero de algo infalible que se esbozaba más allá de esa muerte.
Con el tiempo los pájaros se habían constituido en una orquesta para ella, que nunca cesaba en su función: algo se posesionaba de su cuerpo cuando escuchaba el canto estridente de los cardenales, o la sobresaltaba en el chillido atávico del petirrojo que parecía golpear contra los muebles de caoba, y a veces, a la noche, iba a verlos y ellos se sacudían, atentos a  las idas y vueltas de sus pasos, enérgicos al principio y finalmente melancólicos, como si a través de ellos fueran demarcándose las fronteras del encierro y la asfixia y se tornaran compañeros de celda. A ellos volvía a mirarlos, con una cara de hartazgo socarrón más que de dolor, luego de cada fracaso amoroso.
Ellos la recibían con la expresión de un júbilo bienaventurado luego de cada historia fallida. En esos días había conocido a un tal Salder que se arrastraba en los hoteles y aunque nada en él le llamaba la atención le daba consuelo a través de sus palabras, de sus frases lentas y seguras, que no decían mucho y se remataban con un tono de una suficiencia de piedra que parecía resistir al tiempo. Al tiempo que venía, demasiado incierto para enfrentarlo sola. Salder la cortejaba. Ella sólo quería trabajar, desandar la misma memoria, no la reciente sino una memoria sin tiempo que no era suya pero que se había instalado en ella como un huésped descarado, insolente pero que la misma osadía le  da derecho de ciudad.
Los pájaros se mostraron indiferentes, pero no sucedió lo mismo con el padre: ni bien se enteró de que el tipo estaba en libertad condicional y se llamaba a sí mismo gigoló, trató de amedrentarla con diversos medios amenazó al tipo que, lejos de desmentir su fama, amenazó con matarlo.
El padre ignoraba que la madre le había dejado a Silvia, a escondidas, una cuantiosa suma que separó de la herencia. Con ella había empezado a ayudar a Salder que al principio prometió conseguir trabajo y luego, utilizando su corpulencia, comenzó a amenazarla, a decirle que también iba a matarla a ella mientras le mordía el sexo hasta desangrarla, la tomaba como el aire o la luz, una gratuidad que le estaba destinada sin que tuviera que dar cuenta a nadie, sin nada de dramático, figuras de cera o muñecos que se movían llenos de pasión en torno a ella que se decía que necesitaba algo así para aplicarse en el trabajo.
La idea que un hombre pudiera matarla por nada, ir a la cárcel por ella y al mismo tiempo le diera palabras de consuelo la emocionaba. El clímax llegaba no sólo en el acto sexual sino cuando él declaraba que haría eso si la perdía.  A diferencia de otras historias, los pájaros, en vez de mostrarse insomnes o escépticos se encordelaron en sus alas. Desde que murió la madre se mostraron más que como testigos de una trama que se empeñaba en no encontrar absolución ni reparo.
La muerte, su fascinación por ella como hija de la noche, no era ajena a eso.
Por varios días habían estado quietos, como libélulas inmóviles, acompañando los recuerdos que se desgranaban en ella, que terminaban cuando bajaba la escalera para encontrar los ojos abotagados del padre. El luego de darle vueltas al asunto, había decidido que compraría nuevos pájaros con la esperanza de que estas nuevas presencias la despertaran con la agitación de sus alas exóticas como si atravesaran una nube sonora.
Alas venidas desde las regiones más lejanas, darían otro color a la casa y ella se convencería de que no le convenía tratar con alguien como Salder. Estaba decidido a gastar el dinero que fuera necesario, porque, decía, lo tomo como si fuera un viaje a Europa, o mejor, a la India o Africa.
Cuando Silvia hablaba con ese énfasis sus ojos se poblaban de una concentración cetrina de matices, siempre a punto de despegar un fuego pasmado, en oposición a lo glacial y tutelar de los ojos de la madre. Silvia miró los brazos entrelazados de unos bailarines, girando en un movimiento que más que un paso mal dado de los bailarines era una falla del orfebre, quien, tal vez, había querido mostrar un atisbo de ridículo.
Cuando cesaba el canto de los pájaros, todas las sonoridades se conformaban en una voz única que la penetraba en un graznido anterior al canto, en cada disonancia, como si ese sonido con algo de hechizo la germinara secretamente, entrando por todos los orificios de su cuerpo, haciéndola yacer en un sueño sonámbulo del que no había hablado con nadie, porque desde que la madre había muerto ya nadie lo hacía y tal vez era ese el motivo de que los pájaros cantaran, borrosos y envueltos en crespones, con cierta mordacidad, como parodiando de súbito un dialecto gutural y lejos de dar un poco de alegría a la casa hacían que las cosas se vuelvan más permeables y más frágiles y de  modo que eso anunciaba una mutación, un nuevo orden, más antiguo, que brotaba desde las hojas del álbum como un rumor intermitente. Por eso el padre, decidido a volver en lo posible a la vida anterior con la presencia de los nuevos pájaros. 
En esos días su relación con Salder entró en una nueva fase. Ni bien se enteró de que Silvia tenía ese dinero, comenzó a proponerle que se fuera a vivir con él o comprara una casa, que buscaran un lugar para ellos, lejos de esa familia absorbente que nunca la había dejado vivir, que él iba a iniciarla a una nueva vida y todas otras tantas promesas de amor eterno que la dejaban atónita, pero que la fascinaban. Había dos obstáculos que hacían vacilar: que Salder se arrojara sobre ella con la pasión que nunca había conocido en otro hombre, la llenara de todas las caricias y los efectos eróticos que era posible imaginar, pero que no pudiera penetrarla.
Varias veces estuvo a punto de consultar eso con una amiga, pero tuvo vergüenza, porque no querían que se rieran de Salder, que a la vista de ellas era un hombre temible pero al que dotaban de todos los atributos de la virilidad. Era el peor hombre que hubiera podido elegir, decían con un dejo de fascinación y hasta de envidia. Iba a seguir con él aunque sólo fuera por gusto a contradecirlas. A ellas pero sobre todo a su propio padre. Ella, que de niña se imaginaba hija de la noche, no creía poder vivir lejos de los pájaros. Nunca le había hablado de su historia con ellos a Salder por temor a que la considerara loca. Cuando hablaba con los pájaros ellos le mostraban que un silencio arcaico y glacial precedía a sus cantos y movimientos mientras ella pensaba en que los peligros que encaran las aves durante sus migraciones son múltiples, la empresa tiene que ser proporcional a sus fuerzas porque muchos de ellos caen al mar al debilitarse, agotados por la fatiga y el hambre y  caen sobre las cubiertas de los barcos o los faros. 
Algunos aceptan los alimentos que se les ofrecen y se quedan a vivir en los barcos varios días. Se preguntaba si  esos marineros no habrían tenido el privilegio de escuchar una conferencia de los pájaros.
Advirtió que el cardenal y el petirrojo giraban en la jaula como saetas enardecida. Nada había en esas alas de esas aves árticas de doble pico que en las épocas primaverales de celo y cría tienen un pico inmenso como una nariz de disfraz y en verano es reemplazado por uno más pequeño y cuando tienen espectadores se convierten en payasas haciendo todo tipo de monerías y mostrándoles pececillos como trofeos en su boca. Eran pájaros que desde chica habían tratado decirle algo a veces con frenéticos timbrazos. Esta vez no apuntaban al padre, al que no le tenían simpatía, sino a ella, a quien por un momento se le cruzó por la cabeza la idea de irse con Salder, lo que significaba abandonarlos. El padre creía que los pájaros habían enloquecido por esa muerte y no se le ocurría que pudiera ser por Salder. Cada vez que éste llamaba por teléfono se limitaba a fruncir el ceño, creyendo que la historia estaba a punto de terminar.
En ese momento los pájaros cantaban bajo.
Sus ecos se mezclaban hasta confundirse en una resonancia única y el padre no reparó que habían cesado los graznidos o esas disonancias que parecían emerger de la lobreguez de un follaje con redobles de pífano, comprobando que sus palabras se habían cargado de impotencia desde la muerte de la madre. Ella, sin embargo, aprovechó la circunstancia para decirle que no adquiriese nuevos pájaros, que iban a traer bullicio, acaso ser desafiantes y no tranquilos y musicales. El padre por única respuesta declaró que ya estaba encargados y agregó: y pienso deshacerme de estos, han traído muchas desgracias.
Silvia se quedó sin palabras. La idea de paz, la misma que había creído vislumbrar sobre el rostro tieso de su madre, se le antojó dudosa, como si fuera su mismo reverso. Con ella se quería engañar a una triunfante bestia mitológica, que no era una imagen horrenda, sino que se imponía en su invisibilidad. Luego de que sus pájaros no estuvieran, ella se impondría en mil formas del tedio.
Era algo para lo que no estaba preparada.
No, el padre no podía deshacerse de los pájaros. La punzaba esa certeza de las muchas desgracias: ¿Era la muerte de la madre, su relación con un ex- presidiario, con el que pensaba escapar? Tal vez había otra, de la sólo sabían los pájaros: el signo indescifrable pero fatídico que palpitaba en la casa luego de la muerte de la madre. Ella, decían sus amigas, siempre vivía en un mundo que doblaba el real, el cual, sin embargo, se decía Silvia, impedía que las cosas se volvieran homogéneas hasta devorarla y apelaba a sus pájaros como una música extraña, siempre renovada, que atravesaban las cosas con cierto temblor que evitaba que las flores de pudrieran y que los muebles todavía emitieran reflejos, que la casa de pronto se transformara en una caja de sonidos volátiles, sobreponiéndose al peso de un antiguo mandato, sin duda algo demente, que debió nacer de la convergencia de dos cultos , como si cada uno por separado fuera algo habitual y juntos dieran lugar a esa demencia que al pacer había ganado al padre, cada vez más semejante a una de las figuras del álbum, a todas esas imágenes que se acumulaban en torno a una clepsidra que latía silenciosa y esperaban volver a conjurarse en un golpe anterior a todas las imágenes una vez que los pájaros dejaran de gorjear o de graznar.
Con Salder, entre las sábanas de los hoteles, había reencontrado un gusto sórdido, oculto por los pájaros pero que era su secreta y mitológica sabiduría, que hacía de ellos amantes habitados como por un maleficio de a dos. Salder trataba de poseerla salvajemente, pero nunca lograba la erección, y entonces entraba en un vértigo casi furioso, donde además de propinarle un mal trato terminaba mordiéndola en el clítoris que ella miraba sangrar indiferente. Después, Salder se ponía a llorar como un bebé y gritaba como un perro como si fuera impotente ante el canto de los pájaros. Esa comedia de histrionismo la conmovía. Nada podía detenerla en la pasión por ese hombre. Nunca había sentido así algo por ningún otro. No sabía qué la entregaba a Salder y menos qué le estaba entregando, pero con él se sentía verdaderamente una hija de la noche, como en sus sueños infantiles. La memoria se le tornó cíclica con el mismo tiempo: su hermano, muerto hace muchos años, cuando todavía era niña, reaparecía en un rasgo de Salder en un rescoldo de algo no extinto.
Un día el hermano había querido azotarla con un látigo y ella se negó a eso. Eran dos niños, él  tenía seis años, ella era dos mayor y su fuerza se impuso. A través de ese recuerdo buscaba un elemento, una clave, un sentido no dicho que podía estar reiterándose inadvertidamente en sus labios. Ese día Silvia se puso a caminar y se mezcló con una procesión religiosa: la gente le pedía trabajo y salud a un santo venerable.
Ahí se encontraba a gusto, entre gentes de las clases más diferentes, todos oficiaban en torno a un rito colectivo donde cada uno podía hablar apaciblemente con sus muertos y ser perdonado, redimido. Se quitó por un momento los zapatos y caminó descalza cuadras y cuadras hasta reparar que ella no podía obtener nada con eso, salvo en calor de una multitud que pedía cosas palpables, posibles, que no complicaban a Dios que tenía que limitarse a darlas para seguir existiendo, aunque estuviera lejos de cumplirlas en todos los casos. O sí, al menos eso decía una vieja feligresa que la felicitaba por querer sangrar sus pies en gloria del Señor, sin que ella entendiera lo que trataba de decirle. Y sin embargo no puedo negarse a eso: no podía confesarle que no lo hacía por Dios.
Le dijo que a ella le constaba entregarse a Dios( la imagen de Salder se le cruzó inesperada) y la viejita le explicó que si no se empieza por eso nunca se logra nada, pasando a contarle capítulos de padecimientos que la fe en Dios había llevado a buena conclusión. No será mi caso, pensó Silvia, y se alejó, tímida y casi condenada a no poder recibir las abundantes flores de gracia que en la procesión se prometían.
Al otro día, Silvia se contempló en el espejo; ahí estaban sus pocas pecas y sus ojos ahondados y negros, que tanto merecían los elogios de Salder. Todo el pelo le caía sobre la cabeza como un torrente. Comenzó a llover a cántaros y rabiosamente. El padre estaba abajo, esperándola en el comedor y ella estaba a punto de bajar, con lágrimas en los ojos, abrazarlos y pedirle que se fueran lejos, lejos, de los pájaros y de Salder, aunque nunca hubiera pronunciado su nombre.
Irse lejos para escapar de un universo que se iba cerrado como pinzas sobre su garganta. Pero el padre lo esperaba con una imagen fija, como grabada en un mármol, anunciando una sonrisa, tantos días contenida, para anunciarle que habían traído nuevos pájaros, incluso añadía la sorpresa, como especial regalo para ella, de un petirrojo azul que siempre había deseado. Lo primero que le preguntó era adónde los había puesto. En el jardín, dijo el padre, porque en la casa no había lugar, especialmente en la habitación dedicada a los pájaros.
Silvia suspiró: al menos esto sería menos duro para sus pájaros, que ya no cantaban, era extraño, toda la casa se esbozaba en un silencio espeso, marmóreo como la expresión de su padre. Pensó en que San Francisco afirmaba que los pájaros no tenían pensamiento alguno y eso era lo que a ella le había permitido perseguir sus amores y dialogar con ellos.
La lluvia seguía cayendo furiosa sobre los jardines y la casa y ella en vez de ir a conocer a los nuevos huéspedes, fue hasta la habitación de las tantas alas y encontró en el piso de la jaula al cardenal muerto, yacente como una bofetada entre yermas tonalidades y en ese  instante todas las alas de movieron en un despliegue discontinuo como si los cuerpos de las aves le hicieran una señal definitiva de que algo había definitivamente concluido y un signo melifluo planeaba sobre el horizonte.
Miró las  figuras de los bailarines y se dio cuenta de que no eran obra de un movimiento contrahecho de la mano del  orfebre sino que se trataba de otro paso, de un giro que no era imperfecto sino que fingía ser abismal y no quería mostrar el ridículo que sorprende a los bailarines sino la posibilidad infinita de otro paso gracias a la cualidad del arte
 Se acercó entonces al retrato de la madre como queriendo interrogarla con un por qué pasa todo esto, el cabello cayéndole en cascada, todavía con un recuerdo del tironeo que le había dado Salder.
-La muerte de tu hermano, dijo el padre cuando ella le informó lo sucedido al cardenal- la  muerte de ese pájaro te recuerda eso. Empezamos por ahí, pero es un comienzo. Dos muertes son algo excesivo y tu madre tendrá que esperar.
Eran palabras extrañas, pero que ella conocía muy bien porque en ellas una forma de expiación desbordaba el vaso de la desesperanza y lo volvía a llenar con nuevos cantos porque a partir de ese momento, los pájaros de la habitación comenzaron a morirse y el padre ya no dijo que estaban malditos sino que era la vida misma que era así, la gente muerte y también los pájaros y todo se renueva felizmente.
Silvia ahora se amparaba en las alas blancas de un mirlo que había traído el padre y a él en silencio confiaba sus pensamientos más secretos, por ejemplo, que el veneno era la mejor cura del veneno mismo y que para ella era muy duro darse cuenta de que la muerte del cardenal le dolía mucho más que la de Salder, al que hallaron muerto  de una puñalada en el cuello y en la habitación que Silvia le había pagaba. Nadie sospechó de ella tras las declaraciones de sus amigas que contaron hasta que punto había ayudado a ese hombre que tenía muchos enemigos olvidando a esa hija de la noche que se sentía penetrada por el graznido silencioso de  sus pájaros que ya no cantaban pero que tenían su misma, intensa palidez, y por los otros que parecían conocerla desde siempre y entonaban como si antes de ellos nadie lo hubiera hecho como si esperaran una señal, un viento que los impulsara a migrar para que a la mañana despuntara el canto de un gallo como el de un tenor vocal




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