Sangre
cristalina: así Florencia imaginaba cierta clase de tallos que de pronto
tomaban ese color floral. Le gustaban los tanteos que se mostraban los gajos,
anunciando un estallido de escamas sueltas en partículas de plata. Los tallos
le hacían preguntarse si las flores nacieron desde las pupilas de Dios.
Alguna
vez el tío Roberto dijo que eran más bellas que los diamantes.
Una
prueba podía estar en que surgían en el extremo de una rama, o que los sépalos
formen un cáliz para proteger el capullo. Dentro del capullo, le había contado
su tío, estaban los ovarios, que reproducían el reino vegetal. También le había
explicado que los pétalos tienen por función atraer a los insectos
fecundadores, según las variaciones de la luz y confiarles su polen. Florencia
entendía a medias todo eso, pero le parecía que el tío le contaba que en el
mundo de las flores también hay historias de amor.
El
nardo era la predilecta.
Ella
necesitaba que el mundo se inmovilizara en un instante, aunque fuera ilusorio:
creer eso le permitiría transcurrir en el tiempo, crecer. Ella creyó que se
trataba de una materialización de sus pensamientos, surgido desde un borde
reflexivo. De pronto, algo cayó al jardín, como surgido desde un trasfondo de
la tierra y ascendiendo hacia el cielo, empachándose de fulgores hasta venir a
parar ahí como el resto de un meteorito o de un cometa, no sólo para que se
olvidara de las flores sino para que viera que el metal resplandecía más que el
mismo sol.
Tuvo
miedo de acercarse, de sucumbir a una ola de calor. Ese metal caído del cielo
brillaba, y tal vez lo tiraron desde el morro de esos aviones que resplandecían
como bengalas en la noche. Por suerte, el metal no ardía.
Subió
con él a su habitación para examinarlo con detenimiento. Siempre miraba el
cielo; ahí también abundaban los estambres de colores, nubes que eran corolas
que iban rodeando la luz diurna y que cuando estaban en retirada anunciaban una
verdad desnuda. Siempre había esperado un regalo, que una estrella cayese en
sus manos y se convirtiese en flor. Pero no: al metal no lo vio caer, fue como
si cayera. De pronto empezó a brillar en
el jardín hasta que ella con sus manos tapó sus reflejos. Cuando las abrió, vio
unas partículas ingrávidas, reflejos sin otra materia que su propia liviandad
empezaron a moverse como en una pequeña pantalla donde el tío le pasaba la mano
a Lidia por el cuello, la bajaba y le tocaba los pechos, ella trataba de
apartar sus manos, pero sonreía como poniéndole buena cara al calor del día
húmedo y después de iban a la pieza del jardín, donde ella dormía los fines de
semana cuando los padres se iban de viaje.
Todo
lo comprendió a medias. No debía temer por Lidia. Tal vez estaban de novios con
el tío, aunque ella estaba casada. Lo que había visto le resultaba apenas
creíble, pero mucho más ese metal que tenía propiedades mágicas.
No
sabía si lo visto había ocurrido realmente. Tenía que manejarse como siempre.
Encendió su computadora y se dedicó al último juego que le trajo su padre. Fue
recorriendo y sorteando cada uno de los obstáculos con asombrosa facilidad. Lo
fantástico le resultaba irreal, vago, desagradablemente normal porque todos
debían sortear los mismos obstáculos. Inútil buscar el metal entre criaturas de
edades remotísimas. Era algo extraño como su propio cuerpo, que crecía en torno
de una palabra impronunciable. Una hora después, se asomó a la ventana del
patio que desde el primer piso daba al jardín y desde arriba vio que Roberto
abandonaba la habitación de Lidia, con aire de estar cansado y sin levantar la cabeza.
Decidió
ocultar el metal en su habitación y bajó las escaleras, hacia la cocina, donde
Roberto se había servido una cerveza, acompañada de trozos de queso.
-¿Cómo la va a la nena? Perdón, a la
señorita. Porque según me hizo acordar tu madre, el año que viene hacés el
viaje de egresados.
Sí, con las compañeras ya estamos
juntando fondos.
Yo me anoto en eso.
Florencia
constataba que recientemente hubo cambios de voz en Roberto: ya no acostumbraba
a llamarla nena. Le costaba aceptarla como mujer. Ya no la alzaba y la hacía
girar en el patio como si fuera a llevarla a un baile. Ella creyó percibir
entre sus ropas olor a sexo en Lidia. Pero tal vez era su propio sudor o el
olor a cerveza. Todavía desconocía los olores adultos. El metal no los
reflejaba. Tenía ganas de contarle a Roberto de su hallazgo. Pero el hecho que
se le presentó le hizo cerrar la boca. ¿Reflejaría el metal cosas de ese tipo,
prohibidas, secretas? Eso le daba pavor. Pero mucho más algo que sacaba de
películas que había visto: tal vez esos reflejos eran obra de su propia
imaginación.
El nardo: le hubiera gustado que en jardín
estuviera esa planta. Hubiera querido que el mundo se redujera al jardín y éste
a un solo tronco: entonces tal vez no se irían los seres queridos, la muerte no
existiría y el jardín no constatase su olvido al llamear en ocasiones como un
disco rojo.
Cierta
vez Roberto le dijo: las flores podrían enseñarnos a fingir lo que realmente
somos y no a sobreactuar todo lo que no somos. La autenticidad no existe pero
fingir lo que somos se parece a la sinceridad. Estuvo a punto de agregar:
empezando por lo último que quisiéramos decir o hacer. Empezar por lo peor de
nosotros, que actuamos siempre lo que no somos, pero bajó la vista y se tomó su
cerveza. Pensó que podía haber mil formas de fingir pero no conocía odio que
fuera original. Fingir debía ser un modo de jugar. Otras veces, sorprendió una
charla ligera entre su tío y Lidia. Ella lo reprendía por algo, por salir al
jardín cuando había echado agua para
lavar el camino de piedra que lo cruza. Al tío le gustaba pintar lo fugaz de
las sensaciones. Pero la que ella tenía se había desvanecido antes de que
supiera cuál era. El tío en ese momento golpeaba sostenidamente el gomero como
explorando ruidos secos. Parecía prestarle su alma al puño y en el gomero
cimbraba una música extraña.
El tío
le contaba cosas de la historia de la pintura. Ella las oía como algo
fantástico. Le decía que hasta el siglo XV los pintores hacían su aprendizaje
en talleres, mezclaban colores, barnices y esmaltes y daban color a las
plantillas de los maestros. Después se descubrió la perspectiva en relación al
ojo humano y los pintores abandonaron los talleres, incluso uno de ellos,
Ucello, dejó mujer e hijos para estudiarla. Eso hasta que otros como Rafael
descubrieron que la perspectiva no era suficiente. A veces le hablaba de otras
cosas: intencionadamente lo hacía de forma literaria, para, según él, suspender
el sonido (el rugido decía a veces) del mundo. Un mínimo de silencio para el
tipo que lee, tal debía ser la función del arte, porque, seguía, cómo romper el
silencio si antes no se lo moldea. Algunos leen los libros aturdidos por una
voz de radio mal sintonizada. A causa de eso, el arte de escribir se extingue.
La pintura no puede eludir el silencio: cada cuadro es una constelación del
mismo donde uno puede perderse. Las frases repercutían como guijarros duros en
la cabeza de Florencia: el pueblo ama la autoridad y el fuego, era la que
recordaba ahora. Los pájaros de la tarde cantaban sostenidamente y al mirar
hacia el jardín vio dos grandes formas redondas siseando en el arco del
crepúsculo.
Y
seguía con sus golpes sostenidos sobre el gomero, luego se colgaba de él y
levantaba sus piernas. A Florencia le parecía que el no se ejercitaba, sino que
a través de esos golpes dialogaba con el abuelo, su padre. Y eso no le gustaba
a Lidia: decía que las plantas tienen sentimientos, que cuando uno no se les
acerca y les habla, empiezan a morirse. Un día, continuaba Lidia, las plantas
van a cansarse y rebelarse contra los hombres. Hay películas sobre eso. Eran de
mentira, pero eso no impide que no vayan a hacerlo.
A
través de un golpe - concedía el tío, con ganas de disparatar - no se extrae la
savia de una planta. Me gusta tocar la madera dura. La palabra éxito...es un
redoble de tambor creciente. Uno encuentra frases a través de las formas...se
suele decir que un caballo es un camello diseñado por un grupo de expertos y
que un hombre deja menos huellas en una mujer que un pájaro en el cielo. Uno
pinta para que eso no siempre sea cierto.
Le
agradaba hablarle así, con un aire de extravío y ensueño y como profanando
algo, mirando la mancha oblonga que se extraviaba entre las sombras del follaje
y que equivalía a un diamante negro. Hacía tres años que el abuelo había
muerto. Su cuerpo se debilitó en pocos meses. A ella le parecía que fue ayer.
Comenzó a observar las flores desde esa muerte que no llegaba a entender.
¿Sería el metal un mensaje que el abuelo le enviaba, para decirle lo que
ocurría entre Roberto y Lidia? Era una
suerte de pantalla en la que podían verse cosas que estaban sucediendo. Lo
contrario del cine y la tele. Las cosas estaban ocurriendo y no estaban
preparadas. No la asustaban las películas de terror. Tenía una imagen vaga,
incolora y seca de la muerte. Imaginaba que los muertos se hundían, con un
color blanco que no existía en el mundo, en un yacimiento de cal y los malvados
caían en un horno donde asomaban caras chamuscadas, ladeando la cabeza, sin
fuerzas o ganas de pedir ayuda, para volver a hundirse en una especie de lava.
Ante la muerte del abuelo había sentido miedo y cautela. Esperaba volver a
verlo en cada cosa o movimiento. Roberto seguía hablando del mar, mientras
proseguía el ritual de ejercicios.
Tener estado físico, te ayuda para olvidarte
de un mundo que reclama artistas desesperados, dijo, citando un nombre
desconocido. Es más fácil ser artista si uno es ciego o paralítico, aunque no
se lo deseo a nadie. Lo difícil es que todo funcione bien y quieras igual
inventarte un cuerpo. Porque el arte es eso: la invención de un cuerpo por la
palabra, el color o el sonido.
Le
gustaba el boxeo. No por el ganador sino por el vencido, que siempre quisiera
levantarse y desafiar a las estrellas si fuera necesario, especialmente cuando
centellean como pupilas con un brillo que sólo tienen las joyas cuando la luna
se desliza en un cielo de zafiro.
La
semana que viene hago una exposición, le anunció, y esta vez vas a venir. Ella
siempre trataba de eludir esas reuniones porque la aburrían, con toda esa gente
que hablaba de cosas que no entendía y la miraban como a un pequeño adorno.
Lidia
buscaba acercarse cuando los dos estaban en el jardín. Cuando la veía con
Roberto, no podía evitar una expresión hosca que contrastaba con su simpatía.
Eran sus palabras las que resonaban, como otras tantas veces: “Roberto, no le pegue al gomero, sufre.”
También
recordaba la réplica del tío: no, al contrario, a él le gusta servir para algo.
Está orgulloso de su resistencia. El golpe más fuerte que puedo darle para él
es una caricia y de eso último puedo repartir.
Lidia
recibía sus frases como tragos de aguardiente. No está para eso, decía
Lidia. para quien toda cosa tenía que
servir para algo. Roberto afirmaba que el gomero estaba feliz de que alguien le
diera bollilla pero Lidia nunca se daba por vencida. Iba al costado del jardín
y señalaba una planta, traída desde Entre Ríos: mire, dijo, a esta planta la
crié yo misma. Al principio estaba mal y no crecía. Pero yo le hablé, la traté
bien y ella entendió. Mire como está ahora. Las plantas nos escuchan y no hay
que maltratarlas’.
El
verde del jardín se reflejó en los grandes ojos de Lidia, que a Florencia le
resultaron hermosos. Entonces, Roberto miró sus manos como si hubieran cometido
una dudosa acción. Salió del jardín como un niño que hubiera cometido alguna
travesura. Fue en el lugar donde encontró el metal, que no debía sentir como
las plantas. Tenía una vida distinta a la del hierro forjado. Ahora sus
reflejos podían mostrarle las cosas vedadas, enseñarle, iluminar sus ojos con
un resplandor como el de Lidia, acrecentar los pétalos de las flores que a ella
le gustaba imaginar.
La
planta cuidada por Lidia crecería desde esos gajos acurrucados, sombreada a
veces por el vuelo de los pájaros que se posaban, saltaban en el césped. La
regaba con cuidado, repitiendo, acaso, un rito lejano. Roberto no soportaba
escuchar a los zorzales. Eran la epidemia nacional desparramada por la ciudad.
Hasta que los argentinos no descubran que no cantan, que chillan, seguiremos
bancando a políticos delincuentes – sentenciaba achacando a esos pájaros la
sordera argentina para descubrir de primera mano a quienes engañaban con las
mismas mentiras.
Ella
imaginaba un sendero poblado de árboles donde en vez de pájaros brillaban
zarzas ardientes y pensaba: si la luz fuera agua e hiciera nacer las cosas
tendríamos otro mundo, de colores como éste, pero que no serían visibles a los
ojos de todos, como parece serlo el metal. Y ella podría ver los colores
invisibles que Roberto trataba o descubría a través de la pintura. Lo incoloro,
a veces le decía, es el punto de partida para una nueva gama. Hablaba de
integrar con imaginación el mundo físico al cuadro y prometía iniciarla en
técnicas de serigrafía. El verde del jardín estaba desparejo, esperando, tal
vez, que Lidia se decidiera a cortarlo, regase otra vez su planta, rezongara al
tío, o adivinara la próxima travesura que él tenía preparada. Roberto dependía
de Lidia. Vivían solos en la gran casa. Ella estaba casada. Venía cada dos días
y encontraba todo patas para arriba. La casa era demasiado grande para que una
sola persona se ocupara de ella. Eso lo repetía su madre: qué suerte que
Roberto tiene a Lidia. Ella iba a la casa cuando quería. El metal, en ese
sentido, no era suyo.
Por un
momento sintió que cometía un robo y por fortuna recordó una de las frases de
su tío: a veces cometemos una mala acción nada más que para darnos cuenta de
que existimos.
El
metal: ¿no volvería el metal la luz como el agua? ¿Podía crear colores nunca concebidos por la
imaginación de Roberto?
Nunca
podría, admitió, igualar el cuadro que más le agradaba a ella, tal vez porque
se reconocía con anticipo: el de una muchacha dando un salto en el aire, apenas
descubierta su condición de mujer, fresca como una flor de la montaña. A él ese
cuadro le interesaba poco. Estaba ocupado en una serie de dibujos sobre las
formas de vida dominantes por encima de la línea de pleamar, los crustáceos que
luego de una vida larvaria de unos dos meses construyen un anillo calcáreo y
quedan unidos a las rocas de por vida. Eran existencias vitalicias. Ella le
pedía prestado algunos libros de consulta. Todas las formas de vida terminaban
por achatarse como la frente de un dogo, hasta encontrar un equilibrio, manso y
permanente. Le interesaba el modo de fecundación de esos animales, que no
lanzaban sus espermatozoides libremente en el agua.
Sus
óvulos eran fecundados en la cavidad del manto del animal. Imaginó el metal
como el lecho ideal para formas de creación hermafrodita.
Varios
días lo dejó de lado. Lo examinó a solas
en su casa. Ya no volvió a reflejar nada. Tal vez no fuera un mensaje del
abuelo. Tuvo ganas de llorar al pensar que con el tiempo todos se irían. Quiso
volver a la casa del tío. Ahora no era posible. Tenía que juntar fondos con sus
amigas para el viaje de egresadas, y preparar el ingreso al secundario. Eso
sería al fin de semana. Miró una vez más el metal: parecía invadido por una
capa glacial. Esa noche tuvo un sueño: una chispa incendiaba unos picos altos.
Pronto se convertía en una gran llama amarilla, en un humo blanco que arrojaba
esquirlas de piedra y fuego. Y el metal volvía a reflejar la realidad que poco
a poco se volvía una gran bola de fuego y ella tenía una imagen de la realidad
que estaba en vías de destrucción. Se dijo que en el sueño habían influido
cosas leídas sobre el origen del universo. A ella le interesaba como había
comenzado todo. No le importaba como terminaría. Había que hacer un aporte
diario, no arrojar papeles, aconsejaba la maestra, para proteger la poca
naturaleza que nos quedaba. El tío ironizaba: hoy un huevo de águila vale más
que una vida humana.
En el
fin de semana, su madre y su nuevo amigo se fueron a Mar del Plata y ella
volvió a la casa del tío, que quedaba a pocas cuadras. Puso el metal en la
bolsa donde llevaba cuadernos para los deberes.
Lidia
le abrió la puerta. La casa estaba tranquila.
Ella
subió los escalones, espaciosamente, hasta la habitación de Roberto. Su tío
tenía varios diarios amontonados, casi todo de días anteriores y hojeados al
azar, y estaba leyendo un libro. Tuvo que pisar fuerte para que notase su
presencia.
-¿Cómo está la nena?- dijo, casi sin
sorprenderse. Le miró los pechos y se dijo que ella era otra. Tenía doce años.
Su expresión parecía surgir de una playa desierta. Preguntó si ella tenía
novio.
Ella
pensó que el tío no era un adulto como los demás y se imaginó el rostro de
un cantante maduro, que vivía de las
costras de la gloria más que del impacto actual. Le dijo que todo estaba bien y
trató de mirar el libro que el tío leía.
Es
sobre el mar, dijo, pero no quiero
hablar de eso. Florencia ya lo captaba: antes de pintar un cuadro, Roberto leía
algunos libros, agregando que no era para aprender algo sino para desmentir lo
que aprendía: el arte para él era el desmentido del conocimiento, aunque no su
enemigo. A veces para encontrar el instante escribía una larga oda sobre un
objeto, la pava, por ejemplo, cuanto más altisonante y ridícula mejor porque
eso controlaba mejor que la razón a la inspiración y a muchas boberías que
vienen con ella.
Ella
lamentó interrumpirlo. Había ido a la casa entusiasmada por algo que no sabía y
ahora no quería estar ahí, fastidiando al tío, que ahora le iba pareciendo cada
vez más distinto a todas las personas conocidas.¿ Y si le contaba del metal?
Ellos, a veces, hablaban como amigos. Pidió algo para tomar. Roberto, antes de
que saliera, le preguntó si quería quedarse a dibujar algo. En sus palabras
había vacilación. Hacía tiempo que no le decía algo así. Eso era cuando tenía
menos de diez años y tenía con el un mundo que estaba desapareciendo. En la
habitación repleta de libros y de papeles, con algunos instrumentos de música,
un balcón que daba a la calle. Ella se sentaba. Entraba en otro mundo. No
parecía la habitación de un pintor salvo por la tapa azul oscura de un libro,
pocas veces abierto y que introducía a los otros. Todo estaba limpio, por mano
de Lidia, salvo, notó, una bombilla de luz, lista para desplegar una intención
lunar en ese castillo en miniatura. El tío tenía el taller en una pieza
alquilada en el centro. Casi nunca pintaba en la casa. Ella colocaba la silla
al lado de su escritorio y podía escuchar su respiración.
El tío
le extendía un papel y un lápiz negro y le decía que dibujara lo que quisiera,
aunque recomendaba que no hiciera una casa, un árbol o un jardín, porque a uno
después le cuesta despegarse de esas imágenes. Tampoco quería algo abstracto.
Adquirir hábitos era bueno para otras cosas, no para el arte. Nos volvía malos
críticos: terminamos siempre viendo el mismo cuadro. Las telas deberían ser
únicas como las huellas de los dedos. Ella lo miraba con sus ojos en blanco y
pensaba que el tío tenía mucha imaginación, pero controlado por la razón.
Esperaba verlo en esos actos tortuosos que vio en películas sobre la vida de
los pintores. Pero no; el modo de estar triste de él era estar callado. A veces
antes de pintar escribía una historia, que, aclaraba, los colores debían poner
a prueba o desmentir. Un día le propuso que imaginase a las paredes cubiertas
de hiedra y ella tenía vergüenza de no saber qué era y no se atrevía a
preguntar. Tampoco, seguía Roberto, vayas a ponernos a nosotros. Ni a tu madre
ni a tu padre. Hiedra, no es nada más que eso, una palabra adecuada para rimar
un tango, hiedra que crece y vuelve más intenso un celeste pálido. Se hacía un
silencio, semejante al de ahora y ella dejaba que el tío tuviera siempre la
última palabra, para no quedarse con las suyas resonando en la cabeza: deja que
tu mano se conduzca a sí misma, hay encuentros cruzados en su camino, era el
póstumo consejo. Y cuando no tengas de que agarrarte, habrá un clavo ardiente.
Siempre
decía cosas enigmáticas, no las entendía bien, pero sonaban a desafío, a veces
a un llamado lejano entre la tormenta y la lluvia. Su mano a veces quedaba
paralizada ante tantas alternativas que le producían un vértigo ligero y
desconocido que bajaba desde las cortinas. El clavo ardiente se diluía en una
pesada niebla.
Por
momentos los cuadros se esfumaban en jirones fantásticos y sus manos tocaban una
estatua de nácar. Volvía a pensar en el abuelo, al cual según Roberto no era
apropiado tomar como tema. El tío volvía a su libro. Por las rendijas de la
habitación entraba una mancha de sol que como una copa volante iluminaba una
foto de mujer, con pantalones bien apretados, sentada junto a Roberto, con su
brazo suspendido, como si estuviera a punto de acariciarla, pero mirando hacia
otro lado, tal vez hacia un pájaro invisible y lejano cuyo vuelo podía
atravesar los cristales. Ella se sentaba a veces en las rodillas de Roberto,
pero no de esa manera. A veces pensaba que él vivía en una suerte de reducto,
envuelto en una piel de gato blanco, contradiciendo el adagio que citaba: la
luz come el color como el color come la línea. Para él la luz y el color eran
formas que pocas veces llegaban a encontrarse. Quería que su habitación
tuviera luces afine a los maestros del
claroscuro para pintar sombras penetradas por la luz. Florencia no entendía
mucho, pero notaba que el color blanco pintado por Roberto era intenso y
acentuado porque no estaba cómodo en la oscuridad. Todos los pintores, se
decía, aman los colores en los que pueden abandonarse, viajar, encontrar la
ciudad, la calle que refleje la cualidad única de su alma. Algunos recorren el
mundo y lo que buscan está en una vecina balaustrada. A veces, el tío se sentaba mirando a la noche
las luces pálidas del jardín, hasta volverse definitivamente insensible,
clavando los ojos en cualquier objeto y bastaba una débil brisa para que la
belleza - informe y la envenenada - pasara por una argolla. Le contó la
historia de un pintor italiano, Caravaggio, que para él representaba la especie
humana: había sido un creador genial y un
vulgar asesino. Le daba un sofocón cuando lo llamaban artista, aunque le
gustaba hacer el propio panegírico donde se pensaba a sí mismo como el custodio
de una catedral vacía, en la que tal vez no había nada, una simple bocanada de
humo que se esfuma en los grandes árboles de la explanada, pero que el defendía
con los dientes apretados de otros cultos demasiado entusiastas como para ser
creídos. Este hombre insolente en ocasiones se presentaba ante Florencia como
un adolescente que se promete abandonar las malas costumbres diciendo, si, sí,
señor, pero no todavía, como San Agustín.
Ahora,
que los padres se habían ido, ella podía explorar toda la casa y pensar qué
hacer con el metal. Ocultarle eso a Roberto le daba un poder que antes no
conocía.
Más de
una vez, se prometió que leería esos libros. A amontonados en pilas dormían una
siesta para derrumbarse de pronto en un estruendo seco. La mano del tío
recorría las páginas como descartando pájaros que no querían desplegar sus alas
hasta dar con un viento que sacudiera las frases aletargadas hacia una luz que
antes le faltaban por haber sido maltratadas o mal leídas.
Advirtió
que Roberto no podía concentrarse.
Hojeaba
el libro, hasta detenerse en un espacio que se abría entre índice y pulgar.
No
sabía lo que su mano quería trazar. Ahora se deba cuenta de por qué no quería
sentarse en la habitación del tío.
Hacerlo
alentaba las ganas de dibujar, del mismo modo que al pasar un heladero quería
tomarse un helado, y ese no era el problema, sino que quería dibujar el metal y
le angustiaba hacerlo.
No
quería que su dibujo se asemejase a un pedazo de materia: un color que podía
imaginar desde el tono lavanda del vestido que llevaba puesto. Otra vez pensó
enterrar el metal, bajo sus líneas sinuosas, que imaginaba diseminándose en
miles de flores diferentes, en camándulas azules y moradas entre doradas espigas,
hasta que entre todas asomaba la cabeza en forma de pirámide un trébol blanco,
para que el mundo no pudiera ver la flor hasta que una forma convexa lo
mantuviera a distancia y ella supiera qué hacer con él. Pero deseaba que sus
reflejos ondeasen, como si estuviera en un perpetuo e incesante movimiento,
pero suspendido sobre el papel, hasta que respirase o hablase como el gomero,
las encinas o las plantas.
Imaginó
al metal como una semilla que hacía crecer las cosas, ponía huevos impalpables,
más valiosos que los del águila. Con un temblor en el pulso se dijo que podía
ponerse a dibujar eso. Roberto le había contado algo sobre estrellas llamadas
pulsantes, compuestas de materia comprimida y densidades de masa nuclear,
astros que emitían grandes cantidades de energía en forma de señales de radar.
Nuestra imaginación era incapaz de concebir tales fenómenos. Ella pensó que no
estaría mal pintar esas estrellas de materia comprimida inconcebibles por
nuestra imaginación. Pero el océano ilimitado en que existían no era posible de
ser representado. Los colores podían dar vuelta a un dibujo, hacer significar
lo contrario que prescribían sus líneas, añadir cierta desazón a los contornos
firmes, a su luz hacer surgir una oscuridad irremplazable, como un trozo de barba
negra entre caras descompuestas. En ese momento, Roberto le decía que nuestro
cuerpo era una mensajería donde circulan infinitas formas de información y que
el arte captura algunas, para exponerlas
en la flecha del tiempo, haciendo cesar la torpe oposición del alma y el
cuerpo, mostrando, por ejemplo, que la velocidad de la luz responde a las
edades del universo.
-Hoy -
continuó - sabemos que percibimos la mitad del uno por ciento de la energía que
sostiene el universo y que los científicos llamaban energía sombría: habitaba
el campo cuántico de la antigravitación y situaba el universo en una nueva fase
expansiva luego de millones de años posteriores a los pocos segundos del
big-bang.
Ella
no entendía y sólo se preguntaba si el metal no sería un desprendimiento de
masas que en sordo sonido de una arboleda encuentra como único testigo a los
ojos de un ciego. El universo, tal vez, volvería luego de alguna catástrofe a
las tinieblas que precedieron la creación: entonces, pensó, sería posible
volver a caminar sobre el mar, pero ya no habría nadie, la luz de un relámpago
se había llevado la última forma de lo humano, en una mezcla de espanto y
alivio.
El tío
tomó un libro y le mostró el cuadro de Bacon sobre Inocencio II. Esa expresión
era un de horror mordaz, donde el grito que daba el papa había sido arrancado
al mismo grito para que en el universo por un segundo se escuchara cómo ese
grito es absorbido por el silencio. Si se escuchara sonaría como una negra
estridencia de un grajo. Si aumentara el volumen, la gente enloquecería, creo
que para bien. Parece que el pintor al principio intentó pintar la sonrisa
oronda del papa inspirado en Velázquez. Bacon probó mil veces y, supongo, no
fue por falta de talento sino de la fe del pintor español. Yo también quise
muchas veces pintar la sonrisa de una mujer que amaba y terminé pintando la
negritud de su alma que era equivalente al grito. Sería la misma sonrisa del
Mal del cual sólo conocemos tibias alegorías. Pero no tengo el talento ni la
fe...
A ella
la imagen le resultó mucho más impactante que todas las que vio del demonio. No
se atrevió a decirlo. El tío le decía que el demonio era un pobre diablo y los
pactos con él irrisorios en un mundo en que era un perfecto extraño. En eso
estaba cuando sonó el timbre. Bajó la escalera y llegó a la cocina. Lidia había
abierto el postigo y retrocedía ante la una voz ronca. No había que abrir la
puerta por la cantidad de asaltos que había en el barrio. Habían matado a
personas por unos pocos pesos. Verdaderas ejecuciones. Los violadores salían y
volvían a violar, los asesinos salían y mataban otra vez y el que no pertenecía
a la industria de la víctima y sus organizaciones de derechos humanos tenía que
aullar para que lo escucharan. El miedo se almacenaba en las casas y los tipos
por nada podían golpear brutalmente a
viejos indefensos, partirles el cráneo sin que a nadie se le moviera un pelo.
Desde el gobierno se juraba que estábamos en una ciudad segura: se gastaba el
presupuesto en esa publicidad. La policía estaba agazapada para multar a los
infractores de tránsito: al policía actual le convenía mucho más hacer boletas
que meterse con patotas asesinas, si no estaba en jauría con ellas. Lidia
explicaba todo por el uso de las drogas, que por otra parte, se vendían en los
quioscos con total libertad. Ahora somos un país productor, comentaba Roberto.
Ella
apretaba sus manos en las rejas como si quisiera doblarlas. Estuvo a punto de
correr hacia arriba: era, al parecer, un asalto. Sus ojos buscaron un revólver
de cañón corto, como en las películas. Vio que Lidia mantenía la calma y
discutía con ese hombre, al que conocía. Era su marido, un hombre mucho mayor
que ella y parecía estar borracho, por el rojo hinchado que mostraba su
tez de color trigo, en algunas zonas
tiznada. Quería que ella abra la puerta y salga. Ella se negaba, la discusión
subía.
Lidia
contraatacaba a cada reproche del hombre que le decía puta y que la iba a
matar. Ella le replicaba con un sólo epíteto, el de vago, al que sumaba, a
veces, el de borracho. Florencia en ese
momento sacó el metal a ver qué reflejaba. Al principio, todo estaba como
nublado, pero desde un espesor lechoso, empezó a soltar astillas de luz hasta
mostrar a Lida, caminado por la calle y al hombre, sacando un revólver de caño
corto y culata negra. En el barrio habían violado chicas de su edad y la
farmacia tuvo que cerrar al ser asaltada todas las semanas, a dos cuadras de la
seccional de policía. Ella no tenía miedo; quería tenerlo y se quedaba con al
boca abierta. Las imágenes quedaron suspendidas y luego se disiparon. Florencia
dio un pequeño grito, pensando que habían disparado sobre Lidia. Se oyó nítida
la voz ronca del hombre que repetía en otro tono, con mayor carga de odio la
palabra puta, bien fuerte, para que todo el barrio lo escuchara. Hubo un
silencio y Lidia cerró la puerta. La
miraba como viniendo de un velorio, con algo de sudor en la frente y la cara de
un rojo entumecido. Florencia guardó el metal en la bolsa. Dudó si lo visto no fue producto de un
espasmo. Lidia vio el metal y dijo: ¿le ibas a tirar con eso? Yo con ese
sinvergüenza me arreglo sola.
Cuando
ella le recordó la amenaza, Lidia soltó una risa, casi como para que la viera
Roberto, que en ese momento bajaba por la escalera
Ella,
por suerte, ya tenía oculto el metal. El tipo era el marido de Lidia, el metal,
al parecer, no daba un testimonio exacto de los sucesos. Con ese brillo intenso
y sombrío había reflejado algo que pasaba en su imaginación. Lidia dijo algo en
clave y agregó: nunca pensé que iba a venir hasta aquí. Es capaz de eso y de
cualquier cosa - dijo Roberto - y agregó: esta noche mejor no te vas.
-No,
sería peor - dijo ella. Aunque me quedaría porque aquí me siento mejor, eso sí,
pero no porque le tenga miedo a ese - dijo Lidia, fortalecida por un tono que
brotaba de un fuero interno que le desconocía.
Florencia
se dio cuenta de que sobraba. Nunca Lidia se había quedado a dormir en la casa
del tío, porque tenía marido e hijos que atender y para no despertar las
suspicacias del barrio. Pero esta noche, al parecer, iba a quedarse, por la
insistencia de Roberto que ahora endulzaba la voz para convencerla. Florencia
en ese momento se sentía como una intrusa. Estaba interrumpiendo una especie de
corta luna de miel. Fue al jardín, buscando un costado de sombra, palpando el
metal oculto en el bolso, como una pepita dorada mezclada con los útiles del ingreso al
secundario.
El
metal era su objeto secreto, como esa ostra marina descrita por Roberto y
deformaba la realidad, la volvía más complicada. Ella le pasó las manos por la
cara y le besó esos ojos que nunca veían nada claro, puro, inocente y parecían
cansados por haber asistido a una bacanal interminable. El no estaba preparado
para ese arrebato de cariño. Puta: el hombre la había llamado así a Lidia. El
tío le había hablado bien de ellas. Ellas probaban la existencia del amor: no
se dejaban besar en la boca, algo que sólo reservaban para su hombre. Podían
besar a veces por plata pero no lo hacían de veras. Roberto pensaba que en un beso uno ponía todo el ser y que un beso
en serio era una prueba de amor. Ella no entendía bien: Lidia besaba
intensamente a Roberto, entonces no era una puta, pero engañaba al marido que
la llamaba así y sin embargo era una buena mujer.
Recordaba
otras tardes, cuando todavía sus pechos no habían crecido, ni se había hecho
los primeros análisis de la menstruación, en que las líneas trazadas le
resultaban un garabato y su tío la alentaba:
“así, así, vas bien”.
Entonces
no sabía por qué la parálisis le ganaba la mano. Es que - advertía ahora,
viendo pender los cables en los postes de madera de teléfono - siempre se
negaba a hacer el papel que se le pedía. Por eso apartaba el papel sobre el
escritorio y hablaba con capricho, no quiero dibujar, decía, musitando para sí
el nombre del abuelo, hinchándole a veces los ojos en dos círculos rojos.
Pálidas
luces entraban en la penumbra de la habitación. Roberto miraba hacia la
persiana, como si fuera a descubrir a
alguien, afuera y una ola de luz de pronto anegaba la pieza.
Para
pintar ese lugar donde está el abuelo, tendrías que ir más allá de esta luz.
Y
ella, con una inocencia que ahora era un preludio de rubor, le preguntaba si él
conocía ese lugar, el paraíso, algo cuya forma no alcanzaba a configurar pero
que irradiaba benevolencia. No olvidaba la escena, ocurrida hace unos años, ni
bien murió el abuelo: Roberto advirtió, abriendo la persiana, que con la
entrada de la luz la habitación había ganado en levedad y tomó el gran cenicero
de hierro, que tenía sobre el escritorio
y que nunca usaba para fumar. Lo hizo girar sobre su cabeza y se sentó con la
familiaridad de quien va a contarle un cuento.
-Mirá... ¿vos querés dibujar el lugar
donde está el abuelo? No puedo asegurarte si existe. Tendrías que comprobarlo
vos misma.
Sonrió
con los labios que ella conocía cuando
iba a tenderle una trampa.
-¿Y cómo?- ella conservaba una
secreta esperanza.
-Con esto es suficiente - siguió el
tío - mostrándole el cenicero de hierro. Basta y sobra. Te doy en la cabeza con
el cenicero y listo. ¿Te das cuenta? Pensemos que el abuelo está en el paraíso:
allí no hay cuerpo, no hay dolor, no tenés que hacer pipí. Con esto te doy un
golpe en la cabeza, te mato, y vos seguramente vas a conocer todo eso. Es un
viaje rápido. Te salvás de las cosas feas que hay en este mundo. Se dice que
cuando un niño muere se transforma en ángel. ¿Estás de acuerdo?
El tío
parecía hablar muy en serio, pero ella, gracias a esa sonrisa inicial con la
que prefiguraba los equívocos mismos de la vida, sospechó una trampa. Esta vez
le planteaba un desafío más sutil que anteriores veces. La muerte era invitada
y parte del juego.
El tío
alzaba el cenicero, casi lo frotaba entre sus manos cruzadas por un destello.
Estaba ávido, palpitante de una respuesta, enderezando su cuerpo para que el
golpe fuera seco y no la hiciera sufrir: sé que tenés miedo al dolor. Pero no
voy a hacerte sufrir. Te voy a golpear como a una pequeña perdiz que no sabe
siquiera que ha sido cazada. Y después todo va a ser lindo, todo lo que te
gusta lo vas a tener sin pedirlo y vas a estar con el abuelo. Me vas a dar las
gracias por sacarte de este mundo tan pronto.
Estuvo
a punto de pedirle que repitiera las palabras para ver si cometía un error o
estallaba en una sonora carcajada. Lo miró fijo en los ojos para comprobar como
si hablaba en serio. A él no se le movió un músculo de la cara. Ella se mantuvo
firme, sin vacilar. Después de todo no le importaba mucho irse de este mundo.
Ella pensaba que esperar un regalo era un buen motivo para quedarse. Tal vez el
tío, si es que hablaba en serio, tuviera razón. Atisbó su risa contenida y
respondió:
-No, porque yo tengo revólver y te
mato a vos.
Entonces
tenía seis años. Ahora, esa palabra, revólver, la hacía pensar en su padre y en
el metal.
El se
había conmovido, nunca lo vio así: contemplaba la forma de una inteligencia no
ultrajada, la misma que el artista trata de captar a través de una angustia a
veces infernal. Ella expresó sus ganas de dibujar.
El tío
se resistió a darle un beso o acariciarle la cabeza para expresar admiración y
ella entendía a medias algo que lo exaltaba
Lo increíble - de dijo en tono de
confesión - es que también la muerte es irreal. Por eso aparece siempre con una
máscara. Es mucho más fácil morir que convencernos de que algo haya muerto.
Ahora
descubría que era que ella podía seguir su juego hasta el fin, captar su
pensamiento en un girar de hélice donde se intercambian conceptos y
sortilegios. Aquella vez, el tomó un libro de Conrad de una pila desordenada y
leyó un párrafo: “Cuando de una calabaza brota una carroza de gala
perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla,
sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su magnífico destino.”
Entonces
pensó que eso del paraíso era un cuento bello pero abrumador. Ella quería vivir
porque el mundo presentaba una multitud de coloreados reflejos y quiso pintar
casas de bambú, hechas de ramas y de hierbas como nidos de una especie
acuática. Pisar el suelo pampeano, matas espinosas, la paja brava y el cardo
que hacían pedazos los pies. Los cuentos eran recursos precarios o suntuosos
que querían conquistarnos para algo que emergía en una masa de hechos tupidos,
bajo la luz vertical del sol, mientras se desmoronaban unos, o perdían como
tropilla tantos otros. Los más reiterados se volvían tontos al no tener una
nota de azar. El paraíso había sobrevivido a miles de sueños colectivos,
especialmente a soluciones integrales para arreglar el mundo, que prometían un
camino seguro, y según el tío no habían hecho sino empeorar las cosas.
La
clave del paraíso estaba en una ventana del infierno: los malos artistas,
decía, son los que en lo horrendo no pueden encontrar la belleza. Era
artificial. Puede ser pintado y no dibujado, repetía. ¿Hay que ser un San
Francisco para encontrarlo en un rostro?, preguntaba sin esperar respuesta.
Florencia imaginaba líneas abstractas como estrellas y como en una canción que
le gustaba alguna de ellas podía ser la vía a ese lugar donde podían estar
todos los seres humanos, incluso los más malvados, pero no ella. Se lo dijo al
tío que respondió: no menos vos sino menos todos. Ella le daba letra a la
imaginación del tío. No creía en el paraíso. A menudo citaba a Voltaire,
diciendo que lo único que podemos hacer es tratar de hacer más habitable a la
tierra. Voltaire no había entendido qué
clase de tipo era Pedro el Grande. A veces firmaba así comentarios
extravagantes sobre pintura. Le había regalado el Cándido, que no había leído todavía y a veces firmaba algunos de
sus cuadros con el nombre de ese escritor. Vos - le decía - sos como la sobrina
de Voltaire, una chica muy inteligente, aunque yo no soy como su tío, para mí
la razón es un pretexto que se dan los hombres para cometer las mayores
estupideces. Aunque, siguiendo la analogía tendrías que ser la sobrina de
Bacon, aunque ignoraba si el pintor la tenía. Ella insistía con lo del paraíso:
aunque no exista, no puede ser pintado. Insistía sobre qué tipo de criaturas lo
poblaría. Caracoles depredadores, deslizó el tío, con la mente alerta siempre
en lo que estaba pintando, y le habló de esos caracoles de trompa blanda, con
dientes puntiagudos que atacan a los balanos y a los mejillones comunes.
Ella
preguntó si el paraíso podría tolerar criaturas depredadoras. Creo que no dijo
el tío, nosotros en la tierra somos los peores depredadores, la única especie
que mata a sus miembros. Pero si Dios existe, no tiene la culpa, él nos dio
libre albedrío. No creo en Dios pero me gusta la idea de que haya Alguien.
Voltarie decía: todo se resume en Dios y la libertad pero no todas sus
serigrafías fueron felices. Dios puede también ser un pasajero eventual. No se
ocupa de nosotros y está bien. Mirá a los locos que todavía pelean por él. Acá
podés pintar o putear contra Jesús, la Iglesia y María Santísima. Algunos se olvidan
que hay tipos que te cortan la cabeza si no pensás como ellos. Voltaire luchó
toda su vida contra el fanatismo y después la razón se volvió diosa y hubo
fanáticos razonadores capaces de justificar cualquier cosa. Hoy, hay tipos que creen la muerte más allá
de la vida aunque la confunden con un paraíso que es un infierno enloquecido y
se convierten en bombas para alcanzarlo. El
paraíso es algo demasiado importante para dejárselo a Dios, dirían
algunos pintores. Yo a esos caracoles - aclaró - los pinto entre pájaros sin
cabeza, entre bronces de campanas y porcelanas, para acentuar la ironía. No sé
si viste la imagen de un caracol ampliada: es bastante impresionante - acotó.
Ella
dijo que así menos que menos quería entrar al paraíso. No entra ninguno, contestó
Roberto, porque no existe salvo en la música o el color. El resto es un cuento
para que creamos que algunos que se portaron bien están allí. No me preguntes
qué es portarse bien, sería aburrido contestarlo. Uno siempre se considera peor
los que otros, a veces lo es, y se vuelve malo al esforzarse demostrarle al
otro que no es así. En los planes más perversos siempre hay una grave metida de
pata en el camino. Los malvados a la larga se enceguecen y disuelven. La bondad
a largo plazo se muestra invencible. El tema del paraíso dio muchos réditos, ha
sido abandonado por el mundo y se lo apropiaron los fanáticos. ¿Te das cuenta?
Las palabras traicionan, los colores no, tal vez porque serpentean. Las
palabras parecen dóciles, frágiles, etéreas y, sin embargo, están ceñidas por
invisibles correas que de pronto te hacen decir lo contrario. A veces te dejan
como una hernia estrangulada. Tal vez para eso existen los poetas, los
verdaderos: son los que devuelven las palabras al vértigo, quitándoles el peso
culpable que llevan consigo. Lástima que hoy sea un arte extinción por
sobreabundancia de mediocridad.
Roberto
olvidaba muchas veces que la tenía delante a ella, que se esforzaba por captar
el dispararse de los sentidos que se iban por una autopista que de pronto se
oscurecía y las cosas chocaban, pero todo eso no le disgustaba. Veía el sudor
de las axilas que abrumaba al tío y tomaba eso como un desafío a su capacidad.
Cuando
Roberto hablaba así, ella sabía que no esperaba respuestas y se colocaba como
espectadora privilegiada de cuentos extraños, dichos sólo para ella. El
movimiento de sus facciones no era menos decisivo que lo narrado.
Qué
loco el tío, en la familia nadie lo entendía. Ella comenzaba a entrever esa
especie rara: los artistas. Roberto le decía: está lleno de chantas en este
ramo, y tal vez yo sea uno de ellos. Sé siempre incrédula en esta zona de
mitómanos. Nadie entendía a Roberto, pero en la familia lo consultaban como a
una autoridad cuando necesitaban algo que él, irónico, llamaba ayuda espiritual.
Ella tranquilamente podría hablarle del metal. Pero lo sucedido con Lidia, la
visión insólita que tuvo, la hicieron desistir. Decidió ponerse a estudiar. El
metal sobresalía, podía notarse en la bolsa. Por un momento pensó en ocultarlo
entre los juguetes amontonados en la pieza del fondo, donde Lidia se cambiaba y
donde había visto la escena con Roberto.
Ahora
caía en cuenta que la habitación, pese a tener muchos objetos suyos, era de
ella. Tal vez esa noche dormiría ahí y el tío iría a acompañarla. Ahora Lidia
apareció en el jardín. Estaba con el rostro acalorado y empezaba a juntar las
pocas hojas caídas. Cuando se acercó a ella le preguntó por ese pedazo de
fierro, no supo si con sorna. Ella le dijo que lo necesitaba para un trabajo
práctico en la escuela.
Florencia
era muy hábil para las cosas manuales.
Al
parecer, Lidia quería tirarlo a la basura. Para ella era el destino final de
toda cosa que no pudiera justificar su permanencia en la casa. Volvió a su
tarea. En realidad, no tenía nada qué hacer. Aunque sin darse cuenta, Lidia iba
a encargarse de ese objeto como si fuera un mechón de pelo que no tenía sentido
en la cabeza casi calva del tío, una flor agreste que ha dejado de dar aroma.
Una nada que permitía ver cierta nada que había en las cosas más firmes. Había
visto en sus ojos que a Florencia eso le interesaba y algo le silbaba en los
oídos. Florencia le preguntó, con tono distraído, si iba a quedarse esa noche.
Lidia sacudió la cabeza sin darle una respuesta que ella entendiera. Ni bien se
fue, Florencia tomó el metal. Lo escondió tras unas macetas, próximas al
tacho del jardín, donde se tiraban las
hojas secas caídas del gomero. Había un depósito lleno de maderas. Un sitio
ideal, pero cerrado con candado, visitado por gatos en busca de alimentos.
Decidió que allí Lidia no tardaría en encontrarlo. Volvió a mirarlo y no
mostraba ningún reflejo. Entonces fue a buscar una pala que nunca había
utilizado entre las cosas del jardín y comenzó a cavar en la parte posterior.
Cavaba unos cinco minutos y volvía a sus cuadernos para que no la vieran. Hizo
eso unas cinco veces hasta que luego enterró el metal. Arreglar el pasto para
que nadie lo viera le dio el placer de quien oculta un secreto.
El sol
caía en la tarde y recordó las palabras de Roberto cuando afirmaba que el
paraíso había sido pintado muchas veces y le mostraba una serie de láminas con
cuadros famosos que le quitaban las ganas de hacerlo.
Ahora
le parecía que nunca había visto reflejos como los del metal. Como si nada
permitiera horadar la luz material que arrojaba. Para llegar al paraíso debía
haber atajos, cortadas, se dijo, mientras un aire tibio pero frío, con la
sequedad de un viento de cementerio, jugaba con su pelo y pensaba que entre las
margaritas crecían los crucifijos.
Era
ese viento primaveral que luego de la caída del sol propiciaba la gripe.
Ella
se resfriaba por cualquier cosa y pensó en que tenía que volver a la cocina. No
sabía cómo ubicarse en la casa. No quería sorprender ni molestar a Lidia y
Roberto. Probablemente estaban tratando
el tema de la inesperada presencia del marido.
El tío
siempre tenía historias con mujeres; muchas eran casadas, pero no debió meterse
con Lidia, que pertenecía a otro mundo,
además de trabajar en su casa. Eso pensaba Florencia, quien a su vez lamentaba
meterse en la vida del tío.
¿Dónde
estaba la bondad de la que hablaba? ¿No le hacía daño a un pobre diablo?. Ella
no podía aconsejarle nada. Pero algo, y no precisamente la visión del metal, le
decía que esta vez había elegido mal su objeto de seducción.
Antes
de la noche, Lidia había aceptado quedarse. Ella quería irse. Llamó a su amiga
y le preguntó a Roberto si podía ir a su casa. La negativa fue terminante: la
madre le había recomendado que no la autorizara. La madre quería estar presente
cuando ella salía porque estaban sucediendo cosas raras en el barrio.
Florencia
estuvo a punto de intentar una defensa: ya era grande y Roberto lo sabía. No lo
hizo. Se daba cuenta de que Roberto quería ahorrarse eran los reproches de su
madre. Encargaron una pizza grande y vieron una película entre los tres. Lidia
nunca dejó de actuar como mucama. Exageraba esto hasta el ridículo,
preguntándole si quería una manzana, un jugo de naranja, dispuesta a servirla
especialmente a ella, tratando de probar que no hacía horas extras pero sin
atreverse a ser dueña de casa. Fue un momento lamentable. Florencia pensó que a
veces la pérdida de las jerarquías desemboca en la nada. Finalmente, Roberto le
dijo que se siente en la mesa y le condensó el argumento de la película que
estaban pasando. Era una historia de amor entre personajes de edades y clases
diferentes, más creíble que la de Lidia y su tío. La mujer trabajaba de mesera,
tenía más de cuarenta años y conocía a un joven de clase alta por casualidad.
Todo conspiraba para que la cosa no pasara más de una noche. El temía
presentarla en el medio que frecuentaba. Un día la invita y una de las amigas
le pregunta, insidiosa, cómo ha enamorado a un tipo tan codiciado. Ella le
responde que acaso porque es muy buena en la cama. Lidia que había llamado
idiota a la yanqui de clase alta festejó la frase que sonó a cachetazo con una
sonrisa y estuvo a punto de recostarse sobre el tío. La mano de Roberto se
acercó a ella, pero miró de reojo a Florencia y se detuvo. La mujer que provocó
la mesera, la norteamericana media, incolora, casi inexpresiva, no resultó nada
tonta: le contestó que no tenía por qué sentirse agredida ni juzgar
apresuradamente el comportamiento de los demás en la cama.
El
rostro de Lidia se oscureció más que el de la mesera: las dos habían sufrido un
fuerte desmentido a su imagen de mujeres fuertes y sensuales. Lidia quedó
inmóvil. Roberto intentó un chiste, pero al final de la película, que termina
como los mejores amores de Hollywood, deslizó tenues críticas: no, en la vida
las cosas no terminan así, pero nos gusta engañarnos un poco”, vernos
“esculpidos en arenisca roja”, dijo, simulando golpear la mesa y citando a
alguien desconocido y haciendo contrastar lo dicho por la cita con el énfasis
que ponía en sus enigmas verbales : no está mal que las historias terminen
bien en un mundo de seres culpables del bien que no hicieron. Somos débiles y
tratamos de simular que lo único que queremos es que todo sea de color rosa.
Por eso pintamos, para poner ante los ojos esa
verdad de varios filos.
Lidia
se limitó a comentar las diferencias de clases sociales. Son demasiado
diferentes- dijo. No hay diferencia que salve el aquí y ahora de las
sensaciones – acotó Roberto.
Lidia
no captó ese sentido que como los dientes puntiagudos del caracol de la tela,
brotaba de sus frases. Florencia tuvo una alegría secreta al darse cuenta de
que Roberto se estaba dirigiendo a ella, pasando por alto la ingenuidad de
Lidia que creía que las cosas podían terminar de forma tan rosa como sucedió en
el film. ¿Si el mundo fuera de ese
color, existiría la pintura? No, según el tío, ese color lo querían todos, daba
vergüenza y en la pintura demostraba que nunca nada lo tendría definitivamente.
Después
tuvo un halo de sospecha sobre su tío: que fuera un seductor estaba bien, pero que
se aprovecharse de las mujeres débiles le causaba repugnancia. Por primera vez
Florencia lo vio así y le preguntó si los hombres que son malos en la vida
pueden ser buenos artistas. El había dicho que en la vida hay encuentros
únicos: suceden cuando un ángel es derribado de una torre por un disparo
azaroso y cae a nuestros pies transformado en otra cosa, que no sabemos que es,
pero que nos despierta o inspira. Tal vez el metal era eso: algo que había
caído para despertarla en una turbulencia que no necesita de un bosque y ella
no quería ser expulsada del sueño. La clave de todo debía estar cifrada en una
página donde aparecían dibujados tres arces viejos y protectores, una sola
frase entre la espesura de miles de borradores. Roberto tenía los ojos cargados
y ladinos, informado de que lo tenía en la mira. Ella no entendía demasiado de
historias de amor prefirió no sacar una conclusión que tal vez no existía.
Oyó
una música para ella desconocida. Después el tío le explicaría que era una
ópera de Alban Berg donde - en el
momento del crimen tras el adulterio – resuena, dijo, un Sí único en la historia de al música y que
ese Sí probaba que ella tenía muchas cosas para descubrir en sí misma. Ella lo
escuchó, le resultó muy bello pero no llegó a sacudir su cuerpo. Los de su edad
escuchaban otra clase de música.
Pensó
en su próximo baile, en el muchacho dos años mayor que ella, que le gustaba por
sus ojos negros y profundos.
Se fue
a la habitación y se puso a dibujar líneas sin destino, hasta que se le
ocurriera algo. Hubiera querido dibujar las miles de pequeñas notas que
percibió entre los dos y compararlos con lo que vio en el metal para tener. vio
entre los dos versiones de un hecho que parecía obra de su imaginación. Pero
estaba sin inspiración o fuerzas para eso. Leyó al azar una novela de
aventuras, empezando por el penúltimo capítulo. Cuando el sueño la ganó apagó
la luz, sin poder dormirse. Todo estaba en silencio. Tuvo ganas de bajar, pero
temía molestarlos. Quería desenterrar el metal y examinarlo nuevamente. Lo
haría al otro día, porque era posible que ellos pasaran la noche en cuarto de
Lidia. Los vio en el jardín y le pareció curioso ver a Lidia recostándose en
los asientos de mármol de la mesa. Roberto le pasaba la mano por el cuello,
consolándola de algo.
Al
otro día no tuvo oportunidad ni ganas de desenterrarlo. El temprano llamado de
la madre, que le molestaba otras veces, le hizo pensar cuánto quería irse de la
casa. Fue una vez más al jardín y suspiró con calma, ante el encaje azul del
cielo: la tierra estaba pareja y el objeto enterrado como un tesoro. Le
gustaban las emanaciones de esa escena, los rayos de sol que traspasaban sus
cabellos, esa luminosidad posándose sobre un color lobuno del metal, que le
hizo pensar que del ocio brotaban todas sus fuerzas. No comentó una palabra a
su madre de lo sucedido entre Lidia y Roberto, en la visita del marido, ni su
encuentro con el metal.
Esos
sucesos estaban sutilmente encadenados, aunque no hallaba un sentido preciso.
Al otro día, al volver al colegio, su madre no estaba en la casa. Leyó una nota
que la paralizó por un momento: “El marido casi mata a Lidia. Le pegó en la
cabeza con un fierro. Estamos en el hospital con Roberto”.
Ella
no podía creerlo. Pensaba en el arma usada por el hombre. La idea del metal
como un instrumento de violencia la hizo palidecer. Tranquila, le dijo la
madre. Ella no podía quedarse quieta. Quiso ir a buscar el metal para ver
cuánto pesaba. Pero el tío no estaba. Sabía que en la casa había un juego de
llaves de Roberto. Las encontró su cajón del escritorio, junto a un paquete de
preservativos. La madre estaba separada, le anunciaba que Jorge sería con el
tiempo su nuevo padre. Pero al ver los forros se dio cuenta de que su madre y
Jorge habían pasado el fin de semana juntos en la casa.
A su
madre no le gustaba viajar afuera los fines de semana: lo consideraba un
trabajo más que un descanso. Necesitaba estar con su nuevo novio y la dejaba de
Roberto, que a su vez tenía una novia nueva a quien el marido le había partido
la cabeza.
Pensó
en un tema juvenil: el del engaño adulto. Antes, le decían la madre y Roberto,
se engañaba a los chicos, empezando por el sexo. Ahora se les contaba todo,
pero se seguía engañándolos, se dijo Florencia, tal vez mintieran sin quererlo,
porque nunca nadie se decía la verdad que acaso estuviera en dos versiones
opuestas de una misma historia. La verdad tal como la conocía hasta ahora
estaba hecha de dos historias mentirosas. Le preguntaría al tío si había un
libro que contara eso. Tomó el llavero y apuró el paso hacia la casa de su tío,
vaciando la bolsa que llevaba al colegio. Tenía necesidad de desenterrarlo y de
verlo. El metal ya no reflejaba nada, pero las visiones se multiplicaban, culminaban en ese hecho siniestro, de tono
policial: el malo era el pobre diablo del marido, pero su tío no era inocente.
Y tampoco Lidia ni ella eran inocentes. Si Lidia moría ella no podría
perdonárselo, por no haberle advertido del peligro. Su madre y Roberto de tener el metal, con el cual se
podían anticipar algunas cosas que iban a ocurrir, mentirían mucho más. Abrió
la puerta de Roberto con la cautela de un ladrón profesional. La puerta que
daba el jardín estaba cerrada, pero la llave estaba junto a una repisa. Cavó
con la pequeña pala y lo tuvo entre sus manos: lo único que vio fue un reflejo
rojo rubí que podía significar una gota de sangre. No estaba segura. Podía
haber sido el sol.
Se
preguntó si había estado loca, porque nada de lo que vio podía haber sido reflejado
en esa materia opaca que parecía haber perdido las propiedades que lo hacen
conductor de la luz y la electricidad.
No
pesaba mucho. Lo metió en la bolsa y se apresuró a salir de su casa. Quería
deshacerse de él, no quería interrumpir el curso del futuro. Eso le quitaba
sabor, sería una invención de ella. Pero no iba a ponerlo en el lugar de la
basura, así como estaba. Al salir de la casa vio que venían en coche Roberto y
su madre. Le gritaron que se detuviese y no tuvo alternativa. Trató de disimular
el objeto en la bolsa. El tío tenía la cara sudada y un temblor desesperado que
no le conocía.
Todavía
con el volante entre sus manos, lo miró con una expresión con algo de fatal y
le dijo: le pegó con un fierro en la cabeza. La policía lo anda buscando,
parece que anda por el barrio, porque en la casa lo tienen marcado.
Lidia
tiene conmoción cerebral – el rostro de Roberto estaba atónito. Mientras su
madre bajaba por la otra puerta, en silencio y con tono de súplica - le pidió:
vos de lo que viste no digas nada, por favor. Asintió y le dijo que se iba.
Roberto bajó la cabeza, como avergonzado por algo y cuando la madre la llamó,
le dijo que dejara a Florencia, que estaba muy asustada y no tenía por qué
enterarse de cosas terribles. La madre acotó: dicen que andaba por su barrio
siempre borracho y con un fierro en la mano. Lidia lo mantenía y a pesar de
eso, el tipo no se cansaba de acusarla de meterse con otros hombres.
La esperó en la avenida, donde ella
bajaba todos los días del colectivo para venir a la casa de tu tío. Medio
colectivo lo vio pegarle, hay testigos, ese tipo está listo, ya avisé a la
comisaría. Andá para casa - un temblor
recorría la cara de su madre de oreja a oreja.
Así
que el mundo de los adultos era esto. ¿Que diría la chispeante sobrina de Bacon
que ni el tío sabía si existía? Sería por eso que el tío había escrito que la
vida hoy era un ligero acceso de dispepsia post - cena, donde se espera que
alguien haga de mentor moral para chiflarlo. Florencia no podía decirse
traicionada, porque que ella participaba, era casi protagonista, llevando un
objeto que podía explicar el inminente crimen, también mintiendo para salvar su
lugar en la historia. ¿Por qué el metal no anticipó esa acción tan violenta? ¿O
lo había hecho y ella no quiso darse por enterada? Tal vez todo había sido una
alucinación o dejó de funcionar. Ella mintió para obrar bien en un universo
donde, comentaba Roberto, sólo los muertos se perfeccionan. Y aparecían hombres
apenas vivos, sombríos como el marido de Lidia, que probablemente andaba por el
barrio, borracho, hablando solo en la noche. Era curioso: ella tenía el metal
con el cual era posible destejer el tiempo. Se preguntó dónde podía estar el
marido enloquecido. Pensó en la estación. Rimaba con la palabra compasión, que
sonaba a catecismo deshonrado, a debilidad, a lo que piden para sí asesinos
después de hacer sus fechorías. Pero éste
le parecía de veras un pobre tipo. Seguramente fue a mezclarse entre la
gente que baja de los trenes, la que come en los bares y los mendigos que andan
por la plaza. Confió en su olfato y empezó a dar vueltas, sin recurrir al
metal. Lo encontró durmiendo en los bancos amplios de la estación, junto a un
paquete de vino tinto barato, como un holograma difuso. Cualquiera lo hubiera
tomado por un pordiosero. Sus ojos estaban derechos como husos,
desmesuradamente abiertos. No tenía el objeto entre las manos. Dejó el metal a
un costado de su cuerpo maloliente y se fue sin volver a mirarlo hacia su casa.
Sintió un alivio inmenso, desconocido, el alivio posterior al cruce de un
océano. Dos días después lo encontraron con el metal en la mano y diciendo
cosas extravagantes sobre Dios. La madre y Roberto decían que trataba de
hacerse pasar por loco. Lidia estaba mucho mejor. Ese hombre no estaba bien,
dijo Florencia, pero ahora mejorará. ¿Cómo?, preguntó su madre. Ante la mirada
desconcertada de Roberto, Florencia no vaciló: por lo que escuché decir y
porque ya no tiene el fierro. Roberto no entendió. Lo cierto, dijo la madre, es
que ya está en Devoto.
-
Espero - agregó - que sea por mucho tiempo.
Florencia
fue caminando al hospital a visitar a Lidia. Había unos familiares de ella
antes, algunos la dejaron pasar y le pusieron una especie de delantal verde,
como si ella fuera a operarla. Apenas podía hablar, con la cabeza toda vendada.
Tendría que estar ahí un mes por lo menos y no sabía cuándo volvería a
trabajar. El metal ya no reflejaba nada, era un material inútil que había
sobrevivido a una guerra secreta. Ojalá funcionara con el pobre infeliz.
Florencia a la otra semana vio que el tío tomaba a una nueva chica. Hay un momento - le dijo, enigmático - en que ya no
puedo verme en los ojos de otro. Ella pensó: tendrías que decir de otra. Ahora
estaba más próxima a su edad, era morocha, de muslos firmes, con una blusa que
mostraba las puntas de sus pechos. El la estudiaba con la mirada. Por la forma
que le sonreía al tío, se daba cuenta de que no necesitaba el metal para
adivinar que iba a pasar algo entre ellos dentro de poco tiempo.
Florencia
estaba preocupada por Lidia y como no se atrevía a hablar con Roberto, acudió a
su madre. Quería saber si volvería al trabajo.
- No
creo - dijo cortante su madre -: a Roberto le faltaron cosas, le daba confianza
y cuando uno les da la mano, ellas se toman el brazo. Por otra parte, por ahora
no puede volver a trabajar. Roberto le ha dado plata hasta que encuentre otro
trabajo, está muy contento con la chica nueva. No es como Lidia que metía el
polvo debajo de las alfombras cuando limpiaba las pieza - las palabras de su
madre le sonaron vulgares, toscas. No sabía definir el rechazo que le
producían.
Meses
después Lidia vino de visita. Roberto la recibió fríamente. Por suerte ella
estaba en la casa y pudo estudiar cada uno de los gestos de modo que su
historia cerrara. Lidia vio cómo Roberto y la nueva chica se miraban, tuvo una
sensación de claustrofobia, tomó nerviosa su gran cartera, agitó sus trenzas y
sus pasos inconfundibles sonaron como soportando un cuerpo convulso. Habló de
su ex – marido: había salido de Devoto y era otra persona. Lo decía sin
rencor, casi con alegría. Parece que se dedica a ayudar a la gente. Y agregó:
me pidió perdón y me regaló cinco mil pesos, es casi un milagro. Florencia no
se mostró asombrada y ella agregó que no quiso volver con él porque la escena
del golpe era imborrable y siempre le tendría miedo.
Lidia
se despidió de pronto y Florencia se ofreció para acompañarla en la puerta.
Ella se asombró: después de tantas cosas nadie tenía nada que decirse. Ni las
caras se miraban. Le tomó la mano y le dijo que ella la quería mucho. Ya lo sé,
dijo Lidia, pero la vida es así. Tengo en vista un nuevo trabajo, mejor que
éste, pero yo quería a este sinvergüenza - dijo aludiendo al tío. Pero los
hombres son así. ¿Todos?, preguntó Florencia. Y Lidia, acariciando, casi
tomándola por el pelo, repitió: todos, espero que lo que viste te haya servido
para eso.
Lo
ocurrido le había hecho saber, tal vez, que no necesitaba metal, espejo, o
cualquier clase de acertijo porque nada eso aseguraba de los actos
imprevisibles de los adultos. Ella estaba aliviada de no tenerlo: era como una
corona de hierro caliente sobre la cabeza que maniataba sus manos.
Pájaros
nocturnos, silencio, nidos de avispas o de víboras: cada alimaña está en su
madriguera y lo peor siempre ha comenzado en la cabeza de los hombres. El metal
no había mostrado ni reflejado nada: vio a través de eso. Lo mismo debía
haberle ocurrido al marido de Lidia. El arte, el grito del cuadro de Bacon y el
metal informaban que los hombres eran predadores de la propia especie y ella a
pesar suyo la sobrina de uno de ellos, aunque no llegaba al extremo de un
Caravaggio. En el grado cero del crepúsculo, afinó sus pupilas. Ante sus ojos
algunos velos espesos habían caído y el mundo ya no se mostraba con una
enjoyada dureza granítica, impenetrable e intacta. Era algo mucho más duro e
informe, como ese mismo metal que valía lo que una joya engastada. Pero ahí
estaba el desafío, en los peligros que se anuncian cuando cae un velo con toda
su verdad y mentira mezcladas. No estaría mal disponer de un aparato para
descifrar hasta en el ritmo en que
caminan. Pero eso sería como decretar un análisis científico para la música
según Roberto.
Por
primera vez vio arrugas en la cara de Lidia que cambió de tono, hablando con
atildada ironía. Ella se detuvo en la puerta y ante su pregunta sobre el hombre
le contó que se había hecho religioso y predecía el futuro como ninguno a la
gente. Andaba con un metal en la mano,
el que le encontraron cuando lo detuvieron. No pesaba mucho, no era el fierro
con que me partió la cabeza. Pidió que se lo guardaran y devolvieran. Ahora
parece que mira y toca el metal y adivina lo que va a pasarle a los demás. Y
les da un consejo. Unos evangelistas lo vieron, lo adoctrinaron y ahora se está
llenado de plata. Algunos sospechan que reparten droga, pero mi no él ya no me
interesa.
Florencia
pronunció un no escueto y Lidia le dio un sonoro beso de despedida y otra vez
repitió que se cuidara de los hombres. Ella estuvo a punto de responderle: y
también de las mujeres, aunque no pensó en ella ni en su madre sino en el
muchacho que todavía no la sacaba a bailar en las fiestas de las compañeras
porque ella tenía dos años menos de edad, aunque todavía no había visto sus
piernas que crecían, bien torneadas por el sol. Una abeja dorada y encantadora
se movía extraviada entre las flores. A través de sus reflejos pudo captar algo
que no pudo ver a través del metal: la intención escurridiza del creador que
por un instante resplandece en cada una de sus criaturas y que recorre el
jardín con una ráfaga de viento que se transforma en soplo helado.
Se
miró entonces sus piernas y reconoció que los elogios callejeros de los hombres
respondían a una evidencia.
Roberto
también las elogió. Ella sonrió un poco obligada y quiso que su rostro no
tuviera esos iris negros, esos ojos de párpados aterciopelados y pupilas con
reflejos, diezmados por el desengaño dulzón que mostraban las muñecas que con
expresión boba parecían decirle que nada hubiera sucedido de haberlas enterrado
a ellas..
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