viernes, 20 de abril de 2012

En Abstinencia. Por Sofía González Bonorino.


Orígenes parece saber. Cuando yo le digo que el cuerpo semeja un resto al que se manipula, él sonríe, con desdén. Hace de espejo frente al espejo, ofrendando sus formas, creíbles, a los ojos hambrientos de sus discípulas, esas que parecen tenerlo todo (cuerpo) pero a las que en verdad eso (cuerpo), que añoran, les falta. Orígenes no necesita de las palabras. Repite, sin decirlo, que hay un saber que está más allá, mucho más allá de mí, hecho de signos que aún no encuentran forma ni realidad, signos perdidos en la carne. En su carne. Él encarna un saber, dice, del alma. Porque el alma es el cuerpo. Y de ese universo, el cuerpo, Orígenes parece conocerlo todo. Lo observo moverse delante del espejo. Clava los ojos en su reflejo, como si no se cansara nunca de mirarse. Nosotras, las alumnas, debemos seguir cada uno de sus movimientos como si fuéramos sombras, sombras enamoradas. Me dejo arrastrar por la certeza que él tiene de su cuerpo y que, por su misma fuerza, confiere al mío. Me veo en el espejo, y aunque no me gusto así, carnal- como si al partir, el cigarrillo hubiera arrasado con mi espíritu dejándome sin nombre: un puro cuerpo desnicotinizado, me desintoxico, transpiro veneno, elimino, me elimino, me purifico en las formas ciertas del espejo- hago el esfuerzo, lo asumo como una disciplina, cada mañana subo las escaleras del instituto.
Orígenes, con su presencia, hace que sea posible lo imposible: la heterogeneidad de nuestros cuerpos converge en él que, por un proceso secreto de transmutación (mezcla y creación) nos homogeiniza, a nosotras, a nuestros cuerpos, y funcionamos, mientras dura la clase-ritual como un solo cuerpo, un gran Cuerpo en éxtasis. Sagrada nada que rechaza el nombre. Al fin Uno. Las diferencias se borran. Participo de una totalidad de lycra, zapatillas, músculos, axilas. Los cuerpos giran, pierden su oquedad y se fusionan al cuerpo del Maestro, ese principio de amor que promete un paraíso de cuerpos transparentes. El gimnasio, la fe, el templo en donde la nueva espiritualidad se trabaja al ritmo del calendario, del reloj, contra reloj, contra calendario.
Orígenes me interroga. ¿Por qué no me visto igual a las demás? ¿No tengo ropa adecuada: un par de calzas, una musculosa de algodón ceñida al cuerpo? No, no tengo. Es la primera vez que…
Me siento agobiada por estos largos y penosos meses sin cigarrillo. Me pregunto cómo hablarle de mi padecimiento. Creo que no comprende. Me adoctrina sobre los músculos. Los hombres tenemos la ventaja de que el tono muscular esté presente, exista. Ustedes, las mujeres, no. Ustedes tienen que trabajar para que el tono aparezca, se afirme. Ustedes son más blandas, masa blanda, cuerpos blandengues.
Se trata, además, de eliminar la carne, la que sobra. Nos inicia, se vanagloria, en el culto a lo necesario.
Después, el trabajo individual de la mano del maestro: aprender a escuchar las voces inaudibles, confinadas, por culpa del descuido y la indiferencia, a las paredes más recónditas de nuestras arterias. Orígenes, el que sabe, el principio a descifrar, la encarnación de un conocimiento sin preguntas. Mediante él uno se funde a su reflejo y la realidad se ubica dos escalones más abajo que el sueño. Somos dioses, predica. Nada es imposible si lo deseamos. Pero respecto a desear, pienso, no hay tiempo, ni espacio, ni rincón vacío donde nuestro deseo pueda desplegarse. Las palabras se estancan. Las bocas están cerradas. Se jadea. Jadear, eliminar las toxinas de cientos de cigarrillos acumulados, el corazón me late tan rápido que parece que el pecho se me va a romper. Tranquila, dice él, pasándome la mano por la espalda. Prometo volver en una semana. Me voy contenta, como si el silencio que me tiene prisionera, (corporal, hiriente), me doliera menos.
Pienso en Orígenes mientras cruzo la calle. Sé que debería llamarlo, regresar al gimnasio. Pero la necesidad de hacerlo sigue siendo ajena, exterior, como el primer día. Sin embargo, una cascada de palabras se derrama en mi mente, mientras camino: alimentación, dieta, natural, vegetariana, paz, sacrificio, ser mejor, más perfecta, cuerpo sano.
En la estación veo una mujer sentada en el andén. La mitad de su cara está caída, a causa, imagino, de un derrame cerebral. Intenta subirse, con la mano, la mejilla, la comisura de los labios. Si uno se masajeara constantemente con la mano hacia arriba, la cara, ¿se arreglará? ¿Volverán los músculos muertos a revivir? Me siento fascinada por esos movimientos automáticos de reparación, intentos vanos: estoy casi segura de que lo muerto no resucita. Esa cara está condenada. Ella lo sabe. El costado vivo de su cara revela una muda desesperación, una fijeza hacia adentro, hacia los confines más lejanos de su interioridad, como si aún no se hubiera resignado a la ignorancia, a la imposibilidad, y es que hay ciertas roturas, ciertos quiebres, de los que nada sabremos nunca. Ella, sin embargo, se obstina y busca, busca una razón, una clave a descifrar. Quizá, sabiendo, será posible reparar este daño que parece definitivo. Reconcentrada en su dolor, no me ve. Si percibiera de pronto mi mirada clavada en la nada de su mejilla izquierda, ella sabría que yo sé. Entonces, yo no podría ni quedarme ni avanzar, ni escaparme ni permanecer con ella. Por suerte, está demasiado ensimismada. Intento desviar los ojos. Algo, como un fuego, algo parecido al amor me va tomando, una tristeza intensa, una melancolía que me quema. Espero el tren, en la estación, el guarda, un ruido a metales, a chirriar de ruedas suspendidas, pierdo el equilibrio, me aferro a los bordes abruptos de esos rasgos femeninos, caídos.