A Su Majestad Rey de Prusia
Roterdam, 20 de enero de 1742.
Majestad,
En este momento me parezco a los peregrinos de la Meca, quienes vuelven sus ojos hacia esa ciudad después
de haberla dejado: yo vuelvo los míos hacia vuestra corte. Mi corazón, atravesado
por las bondades de Su Majestad, sólo conoce el dolor de no poder vivir a su
lado. Me tomo la libertad de enviarle una nueva copia de esta tragedia de Mahoma, que usted se mostró muy
favorable, hace ya bastante tiempo, en ver los primeros apuntes. Es el tributo
que le pago al aficionado de las artes, al juez ilustrado, sobre todo al
filósofo, mucho más que al soberano.
Su Majestad sabe cual fue el espíritu que me animó
al componer esta obra. El amor al género humano y el horror al fanatismo, dos
virtudes que están hechas para permanecer junto a vuestro trono, condujeron mi
pluma. Siempre pensé que la tragedia no debe ser un simple espectáculo, que
toque el corazón sin corregirlo. ¿Qué le importan al género humano las pasiones
y las desgracias de un héroe de la antigüedad, si no sirven para instruirnos? Se
reconoce que la comedia del Tartufo,
esa obra maestra que ninguna nación igualó, fue muy buena para los hombres al
mostrarles al hipócrita en toda su fealdad. ¿No se puede intentar atacar en una
tragedia esta especie de impostura, que a la vez pone en evidencia la
hipocresía de unos y el furor de otros? ¿No podemos acaso remontarnos hasta
esos antiguos villanos, fundadores ilustres de la superstición y del fanatismo,
que fueron los primeros en tomar el cuchillo sobre el altar, para hacer de
todos aquellos que se negaban a ser sus discípulos sus víctimas?
Aquellos que digan que los tiempos de esos
crímenes han pasado, que ya no volveremos a ver a los Barcochebas, a los Mahoma,
a los Jean de Layde, etc., que las llamas de las guerras de religión están
extintas, le otorgan, me parece, mucha honra a la naturaleza humana. El mismo
veneno sigue subsistiendo aunque menos desarrollado: esta peste que parece
asfixiada, reproduce de tanto en tanto los gérmenes capaces de infectar la
tierra. ¿Acaso no hemos visto en nuestros días a los profetas de las Cevenas
matar en nombre de Dios a todos los de su secta que no estaban lo
suficientemente sumisos?
La acción que represento es atroz; y no sé si el
horror ha llegado tan lejos en algún otro teatro. Es un joven que nació con
virtud, el que, seducido por su fanatismo, asesina a un anciano que lo ama, y
que, con la idea de servir a Dios, se convierte en culpable, sin saberlo, de un
parricidio; es un impostor el que ordena ese asesinato, y que promete al
asesino un incesto en recompensa. Confieso que es introducir el horror en el
teatro; y Su Majestad sabe con convicción que la tragedia no puede consistir
únicamente en una declaración de amor, en celos o en un casamiento.
Incluso nuestros historiadores nos enseñan
acciones más atroces que las que yo inventé. Seide al menos no sabe que aquél a
quien asesina es su padre; y cuando da el golpe, siente un arrepentimiento tan
grande como su crimen. Pero Mézaray cuenta que en Melun un padre mató a su hijo
con sus propias manos por su religión, y no tuvo por ello ningún
arrepentimiento. Se conoce la aventura de los dos hermanos Díaz, en la que uno
estaba en Roma, y el otro en Alemania, en el comienzo de los disturbios que
excitó Lutero. Bartolomeo Díaz, al enterarse en Roma que su hermano se
entregaba a las opiniones de Lutero en Francfort, parte de Roma con la
intención de asesinarlo, llega y lo asesina. Leí en Herrera, autor español, que
este “Bartolomeo Díaz arriesgaba mucho con esa acción; pero nada estremece a un
hombre de honor cuando la probidad lo conduce.” Herrera, en una religión
completamente santa y enemiga de la crueldad, en una religión que enseña a
sufrir y no a vengarse, estaba persuadido que la probidad puede conducir al
asesinato y al parricidio: ¡y no nos alzaremos de todos lados en contra de esas
máximas infernales!
Son esas máximas las que le pusieron el puñal en
la mano al monstruo que privó a Francia de Enrique el Grande: he aquí lo que situó
el retrato de Jacques Clément sobre el altar y no entre los bienaventurados: es
lo que le costó la vida a Guillermo príncipe de Orange, fundador de la libertad
y de la grandeza de los holandeses. En primer lugar Salcedo lo hirió en la
frente con un golpe de su pistola: y Estrada cuenta que Salcedo (son sus
propias palabras) sólo se atrevió a emprender esta acción luego de haber
purificado su alma mediante la confesión a los pies de un dominicano, y de
haberla fortalecido gracias al pan celeste. Herrera dice algo más insensato y más
atroz: “Estando firme con el exemplo
de nuestro Salvador Jesu-Cristo y de sus
Santos”, Balthasar Gérard, quien le quitó la vida a ese gran hombre,
procedió de la misma forma que Salcedo.
Señalo que todos los que cometieron de buena fe
semejantes crímenes eran gente joven como Seide. Balthasar Gérard tenía alrededor
de veinte años. Cuatro españoles que junto a él habían jurado matar al
príncipe, tenían la misma edad. El monstruo que mató a Enrique III tenía sólo
veinticuatro años. Poltrot, quién asesinó al gran duque de Guise, tenía
veinticinco; es el tiempo de la seducción y del furor. En Inglaterra fui casi
testigo de lo que puede sobre un imaginación joven y débil la fuerza del
fanatismo. Un niño de dieciséis años, llamado Shepherd, se encarga de asesinar
al rey Jorge I, vuestro ancestro materno. ¿Cuál fue la causa que lo llevó a ese
frenesí? Únicamente que Shepherd no era de la misma religión que el rey. Se
tuvo piedad de su juventud, se le ofreció la gracia, se le solicitó por mucho
tiempo el arrepentimiento; persistió siempre en decir que era mejor obedecer a
Dios que a los hombres; y que si quedaba en libertad el primer uso que haría de
la misma sería matar a su príncipe. De este modo se vieron obligados a mandarlo
al suplicio como a un monstruo al que se intenta desesperadamente domesticar.
Me atrevo a decir que quienquiera haya vivido con
los hombres pudo ver algunas veces con qué facilidad estamos listos a
sacrificar la naturaleza por la superstición. ¡Cuántos padres han detestado y
desheredado a sus hijos! ¡Cuántos hermanos han perseguido a sus hermanos por ese
principio funesto! He visto ejemplos en más de una familia.
Si a la superstición no se la señala siempre a
través de esos excesos que se cuentan en la historia de los crímenes, la misma provoca
en la sociedad todos los pequeños males innombrables y diarios que es capaz de
hacer. Desune a los amigos, divide a los parientes, persigue al sabio que no es
sino hombre de bien a través de la mano del loco que es entusiasta. No siempre
le da la cicuta a Sócrates, pero destierra a Descartes de una ciudad que
debería ser el asilo de la libertad; le da a Jurieu, que pasaba por profeta,
bastante crédito como para reducir a la pobreza al sabio y filósofo Bayle.
Destierra, le arranca a una juventud floreciente, que corre a sus lecciones, a los
sucesores del gran Leibniz; y para reestablecerlo el cielo debe hacer nacer un
rey filósofo; verdadero milagro que hace muy raramente. En vano se perfecciona
la razón humana mediante la filosofía que progresa tanto en Europa; en vano,
sobre todo usted, Gran Príncipe, se esfuerza en practicar y en inspirar esta
filosofía tan humana; vemos en este mismo siglo, en el que la razón eleva su
trono por un lado, el más absurdo fanatismo seguir levantando los suyos del
otro.
Podrán reprocharme que, muy tomado por mi celo, le
hago cometer en esta obra un crimen a Mahoma, del cual en efecto no fue en
absoluto culpable.
El señor conde de Boulainvillier escribió, hace
algunos años, la vida de este profeta. Intentó hacerlo pasar por un gran hombre
que la Providencia
había elegido para castigar a los cristianos, y para cambiarle el rostro a una
parte del mundo. El señor Sale, quien nos otorgó una excelente versión del
Alcorán en inglés, quiere hacer ver a Mahoma como un Numa o como un Teseo.
Confieso que habría que respetarlo si, al ser príncipe legítimo de nacimiento,
o al ser llamado al gobierno por el sufragio de los suyos, hubiese establecido
leyes apacibles como Numa, o defendido a sus compatriotas como se dice de
Teseo. Pero que un comerciante de camellos excite una sedición en su aldea, que
en asociación con algunos desgraciados corácitos, los persuada de que conversa
con el ángel Gabriel; que se jacte de haber sido arrebatado al cielo, y allí
haber recibido una parte de ese libro ininteligible que hace estremecer el
sentido común a cada página; que para hacer respetar ese libro lleve a su
patria el hierro y la llama, que degüelle a los padres, que arrebate a las
hijas, que le dé a los vencidos la opción de su religión o de la muerte, es
seguramente lo que ningún hombre puede excusar, al menos que sea turco de
nacimiento, y que la superstición asfixie en él toda luz natural.
Sé que Mahoma no tramó precisamente la suerte de
traición que hace al tema de esta tragedia. La historia sólo dice que raptó a la
mujer de Seide, uno de sus discípulos, y que persiguió a Abusofián, al que
llamo Zopire; pero quienquiera le haga la guerra al propio país, y se atreva a
hacerla en nombre de Dios, ¿no es capaz de todo? No sólo pretendí poner una verdadera
acción en escena, sino costumbres verdaderas; hacer pensar a los hombres como
piensan en las circunstancias en las que se encuentran, y representar
finalmente lo que el engaño puede inventar con la mayor de las atrocidades, y
lo que el fanatismo puede ejecutar con el mayor de los horrores. Mahoma no es
aquí otra cosa que Tartufo con las armas en mano.
Me creería muy recompensado de mi trabajo, si
alguna de esas almas débiles, siempre listas para recibir las impresiones de un
furor ajeno que no está en el fondo de sus corazones, pueda consolidarse contra
esas funestas seducciones mediante la lectura de esta obra; si, luego de
haberse horrorizado frente a la desgraciada obediencia de Seide se dijera a sí
misma: ¿por qué obedecería ciegamente a ciegos que me gritan: odie, persiga,
haga perecer a quien es bastante temerario para no estar de acuerdo con
nosotros sobre cosas que son incluso indiferentes y que no entendemos? ¡Ojalá
pudiera servir para desenraizar sentimientos semejantes en los hombres! El
espíritu de indulgencia produciría hermanos, el de intolerancia puede formar
monstruos.
Así piensa Su Majestad. Sería para mí la mayor de
las consolaciones vivir cerca de ese rey filósofo. Mi apego es igual a mis
penas, y si otros deberes me acarrean, nunca se borraran de mi corazón los
sentimientos que le debo a ese príncipe, que piensa y habla como un hombre, que
huye de esa falsa gravedad bajo la cual se esconden siempre la mediocridad y la
ignorancia, que se comunica con libertad, porque no teme en absoluto la
convicción, que siempre quiere instruirse, y que puede instruir a los más
ilustrados.
Le estaré toda mi vida con el más profundo respeto
y el reconocimiento más vivo, etc.
Voltaire.
Traducción Rodrigo Grimaldi.
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