viernes, 8 de marzo de 2013

Carta al rey de Prusia. Voltaire sobre Mahoma



A Su Majestad Rey de Prusia

Roterdam, 20 de enero de 1742.


Majestad,

En este momento me parezco a los peregrinos de la Meca, quienes vuelven sus ojos hacia esa ciudad después de haberla dejado: yo vuelvo los míos hacia vuestra corte. Mi corazón, atravesado por las bondades de Su Majestad, sólo conoce el dolor de no poder vivir a su lado. Me tomo la libertad de enviarle una nueva copia de esta tragedia de Mahoma, que usted se mostró muy favorable, hace ya bastante tiempo, en ver los primeros apuntes. Es el tributo que le pago al aficionado de las artes, al juez ilustrado, sobre todo al filósofo, mucho más que al soberano.
Su Majestad sabe cual fue el espíritu que me animó al componer esta obra. El amor al género humano y el horror al fanatismo, dos virtudes que están hechas para permanecer junto a vuestro trono, condujeron mi pluma. Siempre pensé que la tragedia no debe ser un simple espectáculo, que toque el corazón sin corregirlo. ¿Qué le importan al género humano las pasiones y las desgracias de un héroe de la antigüedad, si no sirven para instruirnos? Se reconoce que la comedia del Tartufo, esa obra maestra que ninguna nación igualó, fue muy buena para los hombres al mostrarles al hipócrita en toda su fealdad. ¿No se puede intentar atacar en una tragedia esta especie de impostura, que a la vez pone en evidencia la hipocresía de unos y el furor de otros? ¿No podemos acaso remontarnos hasta esos antiguos villanos, fundadores ilustres de la superstición y del fanatismo, que fueron los primeros en tomar el cuchillo sobre el altar, para hacer de todos aquellos que se negaban a ser sus discípulos sus víctimas?
Aquellos que digan que los tiempos de esos crímenes han pasado, que ya no volveremos a ver a los Barcochebas, a los Mahoma, a los Jean de Layde, etc., que las llamas de las guerras de religión están extintas, le otorgan, me parece, mucha honra a la naturaleza humana. El mismo veneno sigue subsistiendo aunque menos desarrollado: esta peste que parece asfixiada, reproduce de tanto en tanto los gérmenes capaces de infectar la tierra. ¿Acaso no hemos visto en nuestros días a los profetas de las Cevenas matar en nombre de Dios a todos los de su secta que no estaban lo suficientemente sumisos?
La acción que represento es atroz; y no sé si el horror ha llegado tan lejos en algún otro teatro. Es un joven que nació con virtud, el que, seducido por su fanatismo, asesina a un anciano que lo ama, y que, con la idea de servir a Dios, se convierte en culpable, sin saberlo, de un parricidio; es un impostor el que ordena ese asesinato, y que promete al asesino un incesto en recompensa. Confieso que es introducir el horror en el teatro; y Su Majestad sabe con convicción que la tragedia no puede consistir únicamente en una declaración de amor, en celos o en un casamiento.
Incluso nuestros historiadores nos enseñan acciones más atroces que las que yo inventé. Seide al menos no sabe que aquél a quien asesina es su padre; y cuando da el golpe, siente un arrepentimiento tan grande como su crimen. Pero Mézaray cuenta que en Melun un padre mató a su hijo con sus propias manos por su religión, y no tuvo por ello ningún arrepentimiento. Se conoce la aventura de los dos hermanos Díaz, en la que uno estaba en Roma, y el otro en Alemania, en el comienzo de los disturbios que excitó Lutero. Bartolomeo Díaz, al enterarse en Roma que su hermano se entregaba a las opiniones de Lutero en Francfort, parte de Roma con la intención de asesinarlo, llega y lo asesina. Leí en Herrera, autor español, que este “Bartolomeo Díaz arriesgaba mucho con esa acción; pero nada estremece a un hombre de honor cuando la probidad lo conduce.” Herrera, en una religión completamente santa y enemiga de la crueldad, en una religión que enseña a sufrir y no a vengarse, estaba persuadido que la probidad puede conducir al asesinato y al parricidio: ¡y no nos alzaremos de todos lados en contra de esas máximas infernales!
Son esas máximas las que le pusieron el puñal en la mano al monstruo que privó a Francia de Enrique el Grande: he aquí lo que situó el retrato de Jacques Clément sobre el altar y no entre los bienaventurados: es lo que le costó la vida a Guillermo príncipe de Orange, fundador de la libertad y de la grandeza de los holandeses. En primer lugar Salcedo lo hirió en la frente con un golpe de su pistola: y Estrada cuenta que Salcedo (son sus propias palabras) sólo se atrevió a emprender esta acción luego de haber purificado su alma mediante la confesión a los pies de un dominicano, y de haberla fortalecido gracias al pan celeste. Herrera dice algo más insensato y más atroz: “Estando firme con el exemplo de  nuestro Salvador Jesu-Cristo y de sus Santos”, Balthasar Gérard, quien le quitó la vida a ese gran hombre, procedió de la misma forma que Salcedo.
Señalo que todos los que cometieron de buena fe semejantes crímenes eran gente joven como Seide. Balthasar Gérard tenía alrededor de veinte años. Cuatro españoles que junto a él habían jurado matar al príncipe, tenían la misma edad. El monstruo que mató a Enrique III tenía sólo veinticuatro años. Poltrot, quién asesinó al gran duque de Guise, tenía veinticinco; es el tiempo de la seducción y del furor. En Inglaterra fui casi testigo de lo que puede sobre un imaginación joven y débil la fuerza del fanatismo. Un niño de dieciséis años, llamado Shepherd, se encarga de asesinar al rey Jorge I, vuestro ancestro materno. ¿Cuál fue la causa que lo llevó a ese frenesí? Únicamente que Shepherd no era de la misma religión que el rey. Se tuvo piedad de su juventud, se le ofreció la gracia, se le solicitó por mucho tiempo el arrepentimiento; persistió siempre en decir que era mejor obedecer a Dios que a los hombres; y que si quedaba en libertad el primer uso que haría de la misma sería matar a su príncipe. De este modo se vieron obligados a mandarlo al suplicio como a un monstruo al que se intenta desesperadamente domesticar.
Me atrevo a decir que quienquiera haya vivido con los hombres pudo ver algunas veces con qué facilidad estamos listos a sacrificar la naturaleza por la superstición. ¡Cuántos padres han detestado y desheredado a sus hijos! ¡Cuántos hermanos han perseguido a sus hermanos por ese principio funesto! He visto ejemplos en más de una familia.
Si a la superstición no se la señala siempre a través de esos excesos que se cuentan en la historia de los crímenes, la misma provoca en la sociedad todos los pequeños males innombrables y diarios que es capaz de hacer. Desune a los amigos, divide a los parientes, persigue al sabio que no es sino hombre de bien a través de la mano del loco que es entusiasta. No siempre le da la cicuta a Sócrates, pero destierra a Descartes de una ciudad que debería ser el asilo de la libertad; le da a Jurieu, que pasaba por profeta, bastante crédito como para reducir a la pobreza al sabio y filósofo Bayle. Destierra, le arranca a una juventud floreciente, que corre a sus lecciones, a los sucesores del gran Leibniz; y para reestablecerlo el cielo debe hacer nacer un rey filósofo; verdadero milagro que hace muy raramente. En vano se perfecciona la razón humana mediante la filosofía que progresa tanto en Europa; en vano, sobre todo usted, Gran Príncipe, se esfuerza en practicar y en inspirar esta filosofía tan humana; vemos en este mismo siglo, en el que la razón eleva su trono por un lado, el más absurdo fanatismo seguir levantando los suyos del otro.
Podrán reprocharme que, muy tomado por mi celo, le hago cometer en esta obra un crimen a Mahoma, del cual en efecto no fue en absoluto culpable.
El señor conde de Boulainvillier escribió, hace algunos años, la vida de este profeta. Intentó hacerlo pasar por un gran hombre que la Providencia había elegido para castigar a los cristianos, y para cambiarle el rostro a una parte del mundo. El señor Sale, quien nos otorgó una excelente versión del Alcorán en inglés, quiere hacer ver a Mahoma como un Numa o como un Teseo. Confieso que habría que respetarlo si, al ser príncipe legítimo de nacimiento, o al ser llamado al gobierno por el sufragio de los suyos, hubiese establecido leyes apacibles como Numa, o defendido a sus compatriotas como se dice de Teseo. Pero que un comerciante de camellos excite una sedición en su aldea, que en asociación con algunos desgraciados corácitos, los persuada de que conversa con el ángel Gabriel; que se jacte de haber sido arrebatado al cielo, y allí haber recibido una parte de ese libro ininteligible que hace estremecer el sentido común a cada página; que para hacer respetar ese libro lleve a su patria el hierro y la llama, que degüelle a los padres, que arrebate a las hijas, que le dé a los vencidos la opción de su religión o de la muerte, es seguramente lo que ningún hombre puede excusar, al menos que sea turco de nacimiento, y que la superstición asfixie en él toda luz natural.
Sé que Mahoma no tramó precisamente la suerte de traición que hace al tema de esta tragedia. La historia sólo dice que raptó a la mujer de Seide, uno de sus discípulos, y que persiguió a Abusofián, al que llamo Zopire; pero quienquiera le haga la guerra al propio país, y se atreva a hacerla en nombre de Dios, ¿no es capaz de todo? No sólo pretendí poner una verdadera acción en escena, sino costumbres verdaderas; hacer pensar a los hombres como piensan en las circunstancias en las que se encuentran, y representar finalmente lo que el engaño puede inventar con la mayor de las atrocidades, y lo que el fanatismo puede ejecutar con el mayor de los horrores. Mahoma no es aquí otra cosa que Tartufo con las armas en mano.
Me creería muy recompensado de mi trabajo, si alguna de esas almas débiles, siempre listas para recibir las impresiones de un furor ajeno que no está en el fondo de sus corazones, pueda consolidarse contra esas funestas seducciones mediante la lectura de esta obra; si, luego de haberse horrorizado frente a la desgraciada obediencia de Seide se dijera a sí misma: ¿por qué obedecería ciegamente a ciegos que me gritan: odie, persiga, haga perecer a quien es bastante temerario para no estar de acuerdo con nosotros sobre cosas que son incluso indiferentes y que no entendemos? ¡Ojalá pudiera servir para desenraizar sentimientos semejantes en los hombres! El espíritu de indulgencia produciría hermanos, el de intolerancia puede formar monstruos.
Así piensa Su Majestad. Sería para mí la mayor de las consolaciones vivir cerca de ese rey filósofo. Mi apego es igual a mis penas, y si otros deberes me acarrean, nunca se borraran de mi corazón los sentimientos que le debo a ese príncipe, que piensa y habla como un hombre, que huye de esa falsa gravedad bajo la cual se esconden siempre la mediocridad y la ignorancia, que se comunica con libertad, porque no teme en absoluto la convicción, que siempre quiere instruirse, y que puede instruir a los más ilustrados.
Le estaré toda mi vida con el más profundo respeto y el reconocimiento más vivo, etc.

Voltaire.

Traducción Rodrigo Grimaldi.

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