sábado, 2 de marzo de 2013

Orwell y la política. Por Luis Thonis.

George Orwell es un autor muy mal conocido, es decir, absolutamente desconocido. El se definía a sí mismo como un "autor político" pero toda su vida y los testimonios, comenzando por los de su mujer Sonia demuestran que él le tenía horror a la política y que llegó a ella por accidente: fue un encargo que tuvo de un diario para investigar las condiciones de la vida obrera, sumado a su experiencia infantil en un internado que le hizo decir que no hay mayor injusticia para un niño que enviarlo a una escuela donde los otros alumnos son más ricos que él. Quien mejor dio en la tecla fue Bernard Crick que escribió en A Life: "Si Orwell luchaba para que se acorde una prioridad a lo político era para defender a los valores no políticos".
Este punto es decisivo en tanto la mayor parte de los escritores militantes del siglo XX han dado prioridad a la política para anular los valores no políticos, en última instancia las libertades elementales. Se diría que ellos experimentan un goce nauseabundo ahí donde Orwell padece horror. También era un modo de combatir la tentación ascética de volverse un santo. El asunto es cómo Orwell llega a ciertas conclusiones que todavía suenan como escandalodas desde su experiencia del colonialismo inglés en Birmania a su retorno final a Inglaterra donde tiene que protegerse con las leyes tradicionales de las difamaciones. Simon Leys retoma estos argumentos en su libro Orwell o el horror a la política y cita en su libro al Abbé Bremond: " Nada es tan misterioso como un alma simple".
Un alma simple: simplicidad, generosidad, inocencia son características que muchos destacaron en Orwell y que son propias de algunas tribus consideradas salvajes. Fue ella la que lo impulsó a incorporarse a la guerra contra el fascismo en España. Ahí conocería el colmo del horror: la mentira totalitaria. No sólo la del fascismo sino de los estanilistas que comenzaron la matanza de los anarquistas de los que formaba parte. Es lo que narra en Homenaje a Cataluña entre dos fuegos. No era el tipo de ingenuidad de Wells que según él era demasiado bueno para comprender lo que se jugaba en el mundo moderno. Tenía predilección por el cuento de Andersen del niño que señala el rey desnudo ante el escándalo de los cortesanos. La suya era la curiosidad de un escolar que poco a poco se deja invadir por las patologías en curso sin sucumbir a ellas, es ahí donde reside la clave de su arte. A ella se debe lo que él llamaba su "brutalidad intelectual" que le hacía decir las cosas de primera mano sin que sean legitimadas por autoridades políticas o intelectuales y que consideraba más que como un defecto como un deber.

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