domingo, 15 de diciembre de 2013

La última lectura. Por Bettina Bonifatti



   Una lectura dice: ¡acordate de vivir, bestia lenta!

No puedo separar la muerte de la vida. Lo vivo puede contener mil muertes y el no cesar de revivir tiene su encanto. En cuanto al progreso en el ataúd, pienso que pudrirse es desligarse también del ayer.

Siempre que quiero hacer una cosa me sale otra. Escribo. Y escribo monologado. Por eso no investigo. Siento un firme respeto por los investigadores. No he hecho una investigación, sólo escribir. Sin embargo, hay investigaciones que hacen a la literatura. Una vez leí un texto sobre las últimas palabras. Alguien o muchos las han investigado. Me quedé pensando en si existiría alguna investigación sobre las últimas lecturas. Fue en ocasión de escribir: se me había ocurrido una teoría absurda acerca de la muerte. La muerte por lectura. Me pregunté: ¿por qué morimos? y se me dio por pensar que era porque damos con el libro adecuado a nuestra muerte. Los libros inadecuados a nuestra muerte nos dejan seguir vivos. La última lectura es involuntaria. Pero ¿y si la provocara?

El hecho pasó desapercibido por siglos. Fugacidad, el rostro lector. Las traducciones impedían las muertes, debido a que mucha gente no leía porque no comprendía otras lenguas. 
La peligrosidad del acto de leer era rechazada de inicio por la mayoría de las personas, antes del descubrimiento. El hecho pasó desapercibido por siglos. Fugacidad, el rostro lector. Las traducciones impedían las muertes, debido a que mucha gente no leía porque no comprendía otras lenguas. La peligrosidad del acto de leer era rechazada de inicio por la mayoría de las personas, antes del descubrimiento. Almas valientes lo ignoraron.  
Antes también había sido así, pero no se lo notaba. Nunca se encontró la adecuación, pero hubo hipótesis. Incluso científicas. Ritmo. Adecuación parecida al amor. Uno podía leer otras obras del autor que le arriesgaba la vida y no producirse la muerte hasta no dar con la lectura (no necesariamente completa) de ese volumen. De allí el hecho del señalador quedando en una página en particular. El número de la página también fue cotejado en la adecuación y se realizaron pruebas estadísticas de multiplicación y otras operaciones matemáticas con las edades de las muertes, pero nunca se encontró una ley numérica que indicara algo. Tampoco se logró nada con el cálculo de probabilidades. Había números de páginas considerados peligrosos y la gente salteaba la hoja o leía rápido y no se detenía, tenían temor a quedarse dormidos para siempre en esa página de superstición. Luego se prestó atención a la temática, el significado, lo que ocurría en la obra: por ejemplo, cuando una mujer murió leyendo El agente secreto de Conrad se pensó que era por haber presumido apenas un vez o dos de su ascendencia francesa, cosa que apenas se leía al pasar. Cuando un hombre murió con La casa del oruga solitario de James Purdy, ya los literatos se ponían a buscar: esto los obligaba a leer con un entusiasmo que nunca habían tenido pero lamentablemente leían con buscadores  arrojando hipótesis cual juego de ruleta marplatense. Un criterio ideado por la universidad dividió los libros en distintas posibilidades: ofensivos e inofensivos. Nadie entendía por qué los que hacían estas clasificaciones sobrevivían. Las obras completas de Hitchcock  se agotaron. Se buscaban claves entre las muertes y las últimas lecturas. Clarice Lispector y Las aguas del mundo nada tenían que ver con Alfonsina Storni. No había una relación obvia, ninguna correlación entre relatos de accidentes y accidentes reales. ¡No era una cuestión de hechos! Una correlación subjetiva, única (como un invento), era la causante de la muerte por lectura. Y no se podía prevenir si aquella adecuación se producía. En realidad la prevención tampoco había logrado mucho antes, pero con esto era más notorio que no servía para nada. Probaron qué pasaba si uno le leía a otro y la autoría de lectura pasó a formar parte importante. Se investigó si eran más mortales los cuentos que las novelas. La poesía no superaba el ensayo en sus caídos.  Las cartas y todo cambio epistolar fue puesto en estudio. ¿La gente no enfermaba? ¿O sí? Los amantes de la lectura prefirieron seguir arriesgando la vida. Vivir sin leer no tenía sentido para muchos de ellos. Entre los lectores más asiduos estaban algunos escritores. Escribir entonces pasó a ser un dilema ético notable. Hasta que no se comprobara que la adecuación lectura-muerte respondía a una lógica única, los gobiernos no pudieron hacer leyes de prohibición de escritura. Era la libertad de cada uno. Se abrieron nuevos negocios de epitafios que dibujaban y reproducían la tapa del libro provocador en las lápidas. O decían a secas: Murió por La Purga. O más solemne: Aquí yacen los restos de Don Rosendo  Aparicio Brauselario, que nos dejó apenas por Pelajes Criollos de Emilio Solanet (decía apenas, como si no fuera posible que una de aquellas adecuaciones fatales se produjera por la sinonimia del ruano y el hispanismo de los araucanos (pampas) o por la evolución del tuse. ¿O acaso sólo era bueno morir por Homero o Cayo Cornelio Tácito? Acá cada uno muere por lo que ni sabe que quiso, y usted puede ver (decía el cuidador del cementerio) que no los podemos acomodar por países, mire que tiene un sector allá donde hay mucho romano y de este otro lado tenemos muertos bajo títulos de Arturo Cerretani y eso no significa que el hombre haya sido bruto.

Hubo que poner visitas guiadas, carteles aclaratorios, y algunos escribían notas por si quedaban deshonrados por un libro inesperado. Pero lo más difícil fue comprender la sutil conexión entre los decesos de los difuntos y los títulos. No se sabía si eran los títulos, una frase, las letras, el nombre, o si a través de los ojos, en el aire entre las letras y los globos oculares, la transmisión fatal se producía. Fue descartado lo biológico. Así como la muerte súbita ha sido una incógnita similar a la ciencia ficción, se trataba de algo similar. Se acrecentaron los árboles genealógicos buscando si los autores estaban en línea con sus muertos. Había una clave, un secreto no sabido entre el libro y el muerto. Comités de lectura cerraron sus puertas por prevención. Los concursos literarios no pudieron volver a convocar; pero en secreto la gente a la que vivir sin leer no le interesaba, no le importó armar un mercado paralelo de libros peligrosos. Los que sólo decían que leían y no lo hacían nunca, preguntaban si los suplementos dominicales también eran de riesgo, a lo que se les respondió que no había casos de muerte por leer el diario. Los falsos lectores se escondieron, agradecieron no haber leído y se regocijaron con las muertes ajenas que sobrevendrían a toda esa gente olvidada a la que habían querido suplantar. Pero los lectores que nunca esperaron nada a cambio siguieron leyendo y sacaban solicitadas diciéndole al mundo que con ese criterio nadie saldría a la calle por si lo pisaba un colectivo. Además era de gran difusión el autor y libro que daba el tiro de gracia (más allá de Yourcenar), lo cual hacía a la gente conocerlos, pero no leerlos. Algunos decían que el mundo debía leer igual, aunque fuera peligroso (además no era contagiosa la muerte). También había otras causas de muerte. Lo que ahora sucedía es que no se sabía si las otras muertes se producían por causas sumadas a la lectura o no. El mundo se dividió: lectores versus no lectores. Escritores que abandonaron sus plumas para no matar a nadie y escritores que continuaron con nuevas obras y las guardaban para proteger a los otros. Decían que si alguna vez se descubría la curación para la muerte por lectura, sacarían a la luz los manuscritos. Entrar a una biblioteca era un acto de arrojo. Los escritores querían narrar una novela que explicara el fenómeno y se escribieron muchísimas con distintas teorías absurdas y desopilantes. La provocación fue fecunda, pero sus resultados celosamente escondidos. La lectura mortal era de un solo libro por persona. Alguien descubrió qué libro provocó la muerte a un lector.  El hecho se expandió a otros libros como reguero de pólvora. ¿Había empezado por uno como los virus? Un libro que provocaba la muerte a ciertos lectores. La gente tenía miedo de leer (igual que antes pero ahora era notorio). 
Los señaladotes pasaron de ser inofensivos trozos de cartón, a indicar la causa de los fallecimientos. Entonces leer se había tornado una de las más peligrosas actividades y las personas que habían leído miles de libros se sentían inmortales. Los cementerios quedaron casi sin datos al comprobar que nadie se había fijado en saber bajo qué libro yacían los muertos anteriores porque ahora no se concebía una tumba sin cita de autor y título (lo de las editoriales fue muy confuso) porque si figuraban no sabían si eso era bueno o malo. A partir de esa época se empezó a escribir en los epitafios el libro que dio muerte al difunto (no eran libros asesinos), simplemente adecuados a la muerte de esa persona. 
Si la gente había aceptado todo tipo de pestes y enfermedades sin chistar ¿por qué ahora exigían en hordas que se les dijera la causa de cada caso? Los científicos ahondaron en la química de las palabras. Los psicólogos (que ya leían cada vez menos), entraron en pánico y dejaron los libros. Los suicidas leían frenéticamente buscando la muerte que no encontraban. Leían y esperaban. La teoría de la muerte por lectura tuvo estudiosos entre todas las profesiones. Los escritores buscaban el modo de detectar qué adecuación se producía entre la vida de una persona y un libro, para evitar la muerte de sus lectores. En verdad, la mayoría de las personas no daba nunca con su libro mortal (por leer poco o porque acaso no estaba traducido a su lengua). Y rehicieron y reescribieron la historia de la muerte. Antes de las batallas las bibliotecas causaban el destino. Tenía que haber una lógica. Eran pocas personas las que morían, dado el azar de llegar al hallazgo personal e íntimo. Los amantes de la literatura vieron en el morir nuevos atributos; y fingían haber muerto por Dante cuando no habían llegado al Antepurgatorio, mientras escondían el dato de haber muerto con un libro de mala calaña en las manos. La Billiken se llevó a muchos inocentes. Se volvió prestigioso morir por La Ilíada, y paradójico espichar por un volumen de autoayuda. Y en vez de deprimirse surgió el futurismo melancólico. Una cosa que algunos ya conocían: nostalgia pero no para atrás en el tiempo sino para adelante. El no saber qué pasará, el azar, la vía no prevista. ¿Por qué me mataría a mí el libro Herida, de Oskar Kokoschka? Adecuaciones posibles: y esa se me había metido en la cabeza. Era porque cada vez que estaba por conseguir ese libro pasaba algo. No me había ocurrido con Purdy, Murena, Kerouac, Hrabal, Holan, Papini, Marina Tsvetáieva, Katherine Anne Porter ni con Rosa Chacel. Una vez me había desmayado al terminar un libro, pero enseguida había despertado. La gente discutía diciendo: Los libros no son películas de cine. Escribir no es para mí inventar una trama y personajes que atrapen a un lector. Yo no soy un artefacto de atrapar nada. Para mí escribir es como hacer una escultura, con ganas honestas de no fallar con las palabras, como si fueran dardos en un blanco y debo acertar. Tarea de concentración. Y bueno, parece que eso mata, decía otro. Lo parlante había salvado las almas del mundo y ahora lo escrito mataba (siempre había sido así, pero ahora era notorio). Otro grupo decía que era lo escrito lo que salvaba y lo parlante lo que mataba, por lo tanto todo el mundo empezó a quedarse callado, tenían miedo de pronunciar una palabra. Decir era caminar por la cuerda floja, antes era gratis (eso creían antes, pero también el lenguaje los mataba, sucede que ahora era ocurría de veras). Ya habían relacionado firma y muerte. El hombre mató algo al escribir. La escritura como pecado original. Pero también existieron las firmas guachas. Y los libros que ya estaban leídos y marcados. Las marcas. Las dedicatorias. Los libros autografiados. Se comprobó que nunca los libros pertenecientes a la última lectura eran nuevos. O sería que un libro soportaba una cantidad finita de lectores, y que al ser uno el último lector de ese libro (las cantidades no eran idénticas)  la adecuación, en fin, no guardaba relación con la persona del lector, sino simplemente era el libro el que tenía los lectores contados,  así como un ser vivo tiene contados los días. La adecuación buscada había resultado al final una cuestión numérica. Sacando entonces a los lectores y a los misterios del carácter humano, que nunca habían sido muy importantes (pero ahora era más notorio) en nada se relacionaban en la muerte por lectura. Hubo que buscar la adecuación entre cada libro y su cifra de cantidad de lectores. Hipótesis o no. Ello nunca se pudo saber, y si se hubiera sabido no podría uno conocer qué número de lector era; porque había gente que leía y como ahora no dejaba rastro alguno sobre los ejemplares. Se pudieron cotejar fechas y formas de marcar, o el paso de lectores distintos por un libro. Yo suelo tener la impresión de ser la tercera o cuarta lectora de algunos ejemplares marcados. Y la segunda lectora de la Colección Jackson de un hombre cuyo bisabuelo dejó comentarios en cada tomo a lápiz, y avisos como: 1914-1851= 0063 y en otro: “audaz e ingenioso en las concepciones mercantiles”.  O: “¡Gran verdad! ¡Gran verdad!” O: “338: la fe.” Largas dedicatorias daban cuenta ya de algunas lecturas. Sin embargo nunca con precisión se pudo saber cómo fue designado el número que un ejemplar soportaría. Era un error: los fatigados libros no nos liquidaban. Luego de ese número (era una suposición) los siguientes lectores ya no morían, y de allí es dable pensar que estamos aún leyendo libros que mataron a alguien y que vinimos con suerte a leer fuera del número asignado, antes o después. La mayoría de la gente dejó de prestarse libros. Y de aceptar libros leídos, los llamados usados traían esquelas que avisaban haber sido leídos por tantas personas que era casi imposible estar en riesgo. Y furiosos lectores arremetieron regresando a veces con un ejemplar cuyas páginas estaban unidas, señal de que nunca habían sido leídos. Como siempre los lectores que arriesgaban su vida por las hojas amarillas y el aroma a pensamiento (ese olor perfecto de muebles y persianas bajas, mate de lata, papel y oscuridad), siguieron adelante. Nunca se advirtió el peligro escrito. Y hubo que dejar morir a la gente con su señalador en donde estuviese, y hubo que ver los cementerios como bibliotecas y las bibliotecas como enigmas de cifras inciertas. ¿De qué se trataba poder o no poder leer? Se parecía a tener o no tener fe. La lectura era en un sentido religiosa, antes también lo había sido, pero ahora era más notorio. Leer requirió concentración. Enfermarse. Detención obligada. Reposo o ayuno, silencio, voz de otro que entra sin sonido. Apertura, ideas de uno y de otros que se cruzan al leer, despojamiento, orden en el desorden de las nuevas palabras. Entrar en la cabeza de alguien, adentro de alma ajena, ofrecerse de lugar donde caen las letras y llegan. ¿Por qué se ligó la lectura a la muerte? Porque la muerte es pasar al plano espiritual. Es un movimiento del alma que se desentiende de la materia. Leer es como estar muerto un tiempo (el tiempo de la lectura).  Es muerte pasajera. Pero algo lo confundió con el cuerpo, de tanto hablar del cuerpo se hizo carne y ocurrió la catástrofe. Entre su estar de ojos que van y vienen por las líneas, a veces también cada estante era ahora de verdad un cementerio de nombres y epitafios. 
¿Qué es lo que nos mata al leer?, no lo sabía nadie. La gente le tenía ya antes el mismo estilo de miedo a la muerte que a la lectura. Como una evasión. Parecido al temor a aburrirse. Y buscan entretenimientos. Los libros no se habían cansado de eso porque no podían hacer nada. Si al leer se esfumaban las urgencias, uno cedía su integridad y se entregaba,  no había nadie más que la letra; y uno caminaba por la línea de letras como hormigas, un caminar hacia adelante. Desaparecía como siempre el alrededor, y por la letra se caminaba también en la puntuación donde se respiraba igual que antes, donde el escribiente pide y obliga. Leer había sido obedecer. 
Las únicas rebeldías consistieron en saltearse páginas, cosa que consideraban una viveza, otros más honestos se rebelaban al marcar los márgenes, en escribir sobre la letra impresa signos o asteriscos. En cerrar el libro.  Ahora morían al leer, porque si lo que llaman vida lo requiere, debían dejar sus libros los miedosos. Hecho simple, morir y dejar por la mitad una lectura.

Se investigaron para siempre las últimas lecturas.

Mi abuelo croata había muerto décadas antes en mitad de un cuento de Chesterton. Eso lo supe durante años. Pero, como siempre que quiero hacer una cosa me sale otra, y esto comprenderlo es mi vía, soñé. Y tuve un sueño: un hombre leía en un ataúd, con los lentes puestos, recostado.

Decía: ocho años estuve enterrado y no pude leer nada. 
Las muertes por lectura no son reales...pero que las hay las hay.



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