sábado, 24 de mayo de 2014

Desde la primera crónica: acontecimiento y modos de instituir historia. Por Luis Thonis





Un texto que parece ineludible tener en cuenta cada vez que se tratan los modos de escribir la historia en la Argentina, son las Memorias de Mariano Moreno “sobre la invasión de Buenos Aires por las armas inglesas, el día 27 de junio de 1806, al mando del general Berresford (Lord Berresford)”, publicadas en 1812 por su hermano Manuel en Londres.
Comienza Moreno destacando la negligencia del gobierno colonial ante la celeridad de las tropas inglesas. ¿Cómo se les hizo fácil la conquista? Nadie puede explicarse –se dice- “al oír que los invasores no llegaron a los mil seiscientos hombres”, las circunstancias de lo que califica de extraordinario acaecimiento.
El único recurso que encuentra para atenuar su estupor –mezcla de indignación e impotencia-, es escribir una crónica –la memoria- de la conquista a las órdenes del elocuente –hasta lo charlatán- Sir Home Phopam y el discreto William Carr Beresford. Anota: “Desesperado de encontrar quien se dedicase a la formación de esta historia, me resolví componer unas memorias que supliesen su falta para el conocimiento de los principales hechos de la conquista”.
En esos momentos reina la confusión y Moreno se propone –haciendo referencia a Tácito: sine ira et estudio- levantar un proceso, en un sentido jurídico, tomando los datos como pruebas que permitan llegar a un fallo, mediante una “sencilla relación” –la crónica que escribe- que “instruirá bastante sobre las verdaderas circunstancias de este evento; ella descubrirá los culpados de una rendición tan vergonzosa”.
Estas líneas apuntan al objetivo de la crónica, un género menor de la colonia entre tantos otros –disertaciones, arengas, diálogos- que están en los orígenes del periodismo independiente: la crónica se escribe o bien en presente –referencia a hechos inmediatos- o, como en este caso, en conexión anafórica con un pasado próximo. El problema para el joven abogado convertido en cronista reside en que el extraordinario acaecimiento ha roto todas las conexiones casuales y anafóricas: acontece algo totalmente imprevisto en una cultura que no está preparada para semejante hecho. El quehacer del cronista busca una explicación militar y llega a una conclusión política; quiere hacer una crónica, inventariar datos y hace intervenir una versión de la historia en el centro caldeado de la crónica, como si a través de ese acontecimiento exterior –la invasión- todo el pasado colonial de golpe se hubiera convertido en una historia en vías de transmisión.
Acuciado por la necesidad de inventariar un pasado, reconoce una historia, cuando apela a sucesos anteriores para leerlos desde ese nuevo ángulo que denomina extraordinario acaecimiento y que como acontecimiento remonta las crónicas y anales de la colonia a una nueva organización discursiva.
De hábito, la crónica presupone una historia, se sostiene en ella; tiene que hacerlo para no derivar en lo ficcional. Pero el acontecimiento no responde a nada previo. Por eso su crónica interroga a sucesos que retrospectivamente va constituyendo en historia, y actúa como acto de discurso sobre “hechos”, que no son sino relatos anteriores y documentos.
Sin estas referencias, el concepto mismo de historia sería innecesario: podría sustituirse por la ficción que, por ejemplo, contase los hechos antes de que éstos hubieran sucedido.
La crónica de las invasiones de Moreno irrumpe en la zona indecisa de legitimaciones entre la abundancia de la crónica y una historia no escrita de la cual es el primer narrador.
En pasado histórico, la crónica rememora testimonios ya escritos, poniendo el acento en la Colonia de Sacramento, en una trama de invasiones anteriores y despojos, y vuelve sobre el presente, una vez paliado su estupor de inicio: “No describo noticias vagas, ni me detengo en la corteza de las cosas con la que el vulgo se deslumbra. He tenido proporciones de profundizar y cerciorarme de los pasajes más profundos; y tengo la satisfacción de desafiar la comprobación de los hechos al que se demostrase descontento con mi relato”.
Moreno incluye el testimonio indirecto de terceros próximos: “No refiero cosas que no haya visto, o que no están atestiguadas por la uniforme deposición de personas formales y de respeto”.
Acusa en su escrito los procedimientos de prueba que la retórica argumenta para instituir la verosimilitud de un caso y se anticipa a la contraprueba de posibles falsificaciones. El aspecto ético del caso recorre la instancia misma del acto de discurso. Coincide con la decisión de no aceptar ese extraordinario acaecimiento como una irreversible fatalidad.
En su caracterización de la historia, Arthur Danto, propone que el “dar descripciones verdaderas sobre acontecimientos pasados es el objetivo mínimo que define el quehacer del historiador” y ahí se abre un paréntesis entre el acontecimiento –que en sí mismo no tiene significado, que obra como nombre propio- y las descripciones que recurren sobre él.
Las versiones son posibles porque el acontecimiento nunca se reduce a sus descripciones.
En The Mind its Place in Natura, C. D. Broad, escribe: “Me parece que, una vez que ha sucedido un acontecimiento, existe eternamente”.
Es un enunciado metafísico acerca del acontecimiento que trasladado a la historia haría coincidir el acontecimiento y la fecha en que éste se produce, sin necesidad de establecer conexiones con otra clase de sucesos y testimonios –entre ellos las crónicas.
En esta lógica, pienso, la historia redundaría en una interminable crónica de sucesos fechados uno a uno. Algo de esto advierte W. H. Walsh cuando, en su concepción filosófica de la historia, admite que “es posible encontrar elementos de crónica en la historia más sofisticada y de auténtica historia en la crónica más primitiva; el ideal histórico es salir de la etapa de la crónica y entrar en la propia historia.”
Suena a ingenuidad histórica esa “auténtica historia” que anhela transitar pasivamente, sin crisis, de la crónica a la historia, mediante etapas progresivas. El texto de Moreno es formal en su presentación: se parece a un litigio de los que acostumbraba tratar como abogado que era. Pero su acto de lectura convierte a los historiadores anteriores en cronistas; ahora los lee así, desde esa interpretación –la crónica- que organizaría en clases a los sucesos históricos.
La sorpresa y el estupor no residen ahora en la invasión anunciada –no sólo en los partes sino en la política que Pitt lleva adelante-, sino en que los ingleses desembarcan casi sin resistencia, que entrasen como por la puerta de su casa.
La crónica se aferra al acaecimiento, lo va despojando de su valor hiperbólico –lo extraordinario-, y organiza en retrospectiva una trama de antecedentes que sirven para contrastarlo: nada de eso, concluye, habría sucedido si hubiese otro tipo de gobernantes. La crónica de Moreno, en su mismo acto de discurso, abre tres modos de constituir historia que se interpenetran y resuenan en una dramática constitucional que llega a nuestros días.
Lo testimonial, en boca de terceros, abunda en un Vicente Fidel López, para quien cuenta más, en términos de legitimación, la pertenencia social del testigo que cualquier otro tipo de lectura –incluyendo la probidad personal-, y que tendrá un destino oficial.
Afirma que “la tradición oral es la fuente más genuina”, pero los testimonios proceden sólo de personas socialmente prestigiadas que valen como pruebas irrecusables. Así, para refutar a quienes no encuentran fundamentos en su acusación de que Artigas enchalecó a Pérez Planes, replica: “¡El documento!... ¡Bah!... Niéguese a los deudos del coronel de milicias Don Bernardo Pérez Planes la tradición notoria que repite su familia, de que este desgraciado patriota fue enchalecado...”
A propósito de esto, José Luis Busaniche, en su Historia Argentina, infiere a qué conclusiones llevaría este modo de abordar los hechos: “De donde resultaría que todas las generaciones de argentinos amantes de la historia de su patria estarían atados a la tradición oral y familiar de los deudos de coroneles y generales”.
También Vicente Fidel López hará un uso libre de los llamados condicionales contrafácticos que le permiten –según el positivismo de “lo pasado pisado”- excluir lo que fue expulsado, de modo que no retorne polémicamente sobre el texto de una historia unívoca: argumentará que de haber estado en 1810, los jesuitas habrían levantado a los indios contra la Revolución –algo que la crónica de Moreno desmiente en su breve historia de la Colonia de Sacramento y su exaltación de Ceballos, junto al tema de la desprotección a sus colonias por España, que concluye con el extraordinario acaecimiento.
El modo de escribir la historia por parte de López –que todavía hace escuela[1]- permite inferir que desde el presente se puede conjeturar el pasado –si X no hubiera estado, habría obrado de tal manera-, organizar clases de sucesos que se convienen con una historia subvencionada, oficial. Los jesuitas no pueden pensarse fuera de contexto, a favor o en contra de Mayo, sino respecto de la situación de inermidad en que quedó el indio que se consuma en el exterminio de Roca, que es lo que su historia tiende a justificar o exaltar. También sería válido argumentar: si los jesuitas se hubieran quedado, no habría habido exterminio, sino cierta incorporación del indio a la sociedad, incluso a la Revolución de Mayo.
Nos aproximamos a un segundo modo. A la dilatada, argumentada y poco leída Historia de Belgrano de Bartolomé Mitre que pone el acento en la guerra de la independencia, la “revolución concéntrica”, y no deja de abrir polémicas que tocan al personaje –documentos, la interpretación y hasta el mismo entierro de Belgrano.
A las libres inducciones de López, Mitre opone sus deducciones que se sostienen en lo documental; se trata de esos cinco mil manuscritos mencionados por su biógrafo Angel Acuña y que serán objeto de discusión con López y Vélez Sársfield.
Un tercer modo despunta en Paul Groussac, que formula lo histórico desde la perspectiva del ensayo.
En su Liniers, escribe: “Creemos que el ensayo, género más libre que la historia propiamente dicha, admite el paréntesis descriptivo e imaginativo aunque no se funde en documento preciso, siempre que guarde armonía con el conjunto y no contravenga a ningún texto auténtico”.
Compara la historia a la arquitectura en su doble aspecto de “ciencia aplicada” y “arte bella”; quiere, continuando a Sarmiento en este aspecto, vivificar los hechos, sus evocaciones, sus cuadros dramáticos, sus suspensos y lo hace en un momento en que el fragmentarismo romántico ha sido sustituido por “expedientes de escribanía” y monótonos inventarios de peripecias: “Nos hemos creado en el culto del fetiche documental. Ante el hecho aquel famoso de los fósiles reconstituidos con un solo fragmento de mandíbula, lo que nos maravilla no es el genio de Cuvier y su ley eternamente fecunda de la correlación, sino la mandíbula; y nuestro ideal, entonces, ha sido amontonarlas a carretadas.”
En Groussac no cuentan menos las conjeturas que posibilitan datos secundarios y sin lustre aparente como pueden ser los chismes del ayuda de cámara o las historias de alcoba; sin las cuales, por ejemplo, en su versión de Liniers, es imposible dar cuenta de las ambiciones monárquicas de la princesa Carlota para estos pagos, alentadas en cierto momento por el grupo masónico porteño al que pertenecieron todos los integrantes de la Primera Junta –con excepción de los católicos Alberti y Mariano Moreno- y que se denominó el “carlotismo”.
Repárese en cómo Groussac narra el encuentro entre Liniers y el enviado francés Sassenay, que ha sorteado temerariamente el bloqueo inglés y es considerado un encuentro sospechoso y conspirativo por la Audiencia y otros: “Es muy seductora, por cierto, la tentación de reproducir por conjetura el diálogo de los dos amigos que, después de una larga separación, volvían a encontrarse en tan extrañas circunstancias. La hora, el lugar y hasta la tempestad de invierno que estremecía la vetusta fortaleza, acrecentaban lo intensamente dramático de la situación... Pero el historiador no tiene derecho a invadir el campo del novelista, y si se tolera que pruebe a colorir (como acabo de hacerlo), las líneas secas del testimonio, valiéndose de datos analógicos, no le es permitido forjar un documento del todo imaginario, por verosímil y probable que en sus términos generales aparezca”.
Groussac no es ajeno a un modo de historiar propio de Tácito, que escribe: “Los grandes acontecimientos permanecen dudosos: adeo maxima quaeque ambigua sunt; las opiniones opuestas van aumentando con el tiempo (Anales, III, I9)”. Pero ahí donde Tácito vacila ante el carácter unitario del hecho, Groussac, legitimándose en el ensayo, hace un uso novelístico de una historia que nunca deja de serlo en tanto suscribe a no contradecir a ningún documento existente. Lo que se diferencia a interpretarlo, desdoblarlo o interpelarlo; algo que será común en Borges, que lleva los trazos de Groussac a un estatuto de ficción, que se conecta con el nuevo tipo de novela histórica que se escribe hoy –aunque en muchos casos lo programático redunde en un falseamiento voluntario de la historia.[2]
Racine consideró a Tácito, “el pintor más grande de la antigüedad” por el modo de indagar las conciencias de los personajes historiados, presentarlos en sus miserias y grandezas, y por su don de animar al individuo o la muchedumbre. Algo de eso ocurre con Groussac en cuanto al ensayo histórico: sus narraciones pueden leerse como dramas barrocos.
Las arquitecturas narrativas de Groussac condensan varios tipos de relato, pasan de lo lírico a lo sentencioso, pero el hilo de la narración histórica obedece a pautas precisas: el documento no debe ser contradicho; en tal o cual escena el historiador debe detenerse donde comienza a gravitar el trabajo del novelista. Casi con un siglo de anticipación, Groussac se aleja de la escuela de la “historia auténtica” y lo hace con un talento de escritor, por el cual la misma construcción “explica”.
Es obvio que esto afecta a lo conceptual: la elocuencia de Groussac es vindicativa, aunque su estilo no hace notar sus reprobaciones apasionadas y al leerlo se llega a olvidar que tiene por objeto una apología: la exaltación de Liniers como héroe de la Reconquista y como el caballero que –con la Cruz de Malta en su pecho, signo de rectitud- no podía torcer su juramento a la madre patria. Gran parte de su polémica –cordial- con Mitre en torno a las situaciones de lugar y entrada de las tropas inglesas a propósito de la segunda invasión tienden a sostener el argumento de fondo que vale por un axioma: sin Liniers hubiera sido imposible la Reconquista. Su estilo hace esto creíble, sustrayéndolo de lo contrario a los hechos. Es algo que Mitre pone en duda no sólo en el momento de la victoria, sino en el de la rendición, añadiendo además en su crítica a Liniers el acuerdo con Beresford que posibilita la segunda invasión.
Hay un modo que coexiste con estas modalidades o se separa enfrentándose a ellas y que tiene la forma puntual del panfleto o la nota. No constituye una historia, sino una toma de posición o intervención en las narraciones que se presentan como “la historia” y que procede del fragmentarismo de la generación del 37 y que tiene que ver con la desigualdad de fuerzas y recursos respecto a una política dictatorial como la de Rosas, que incide en las concepciones de las obras. Todos estos géneros de índole periodística –legibles en La Moda o en La Gaceta- parecen reavivarse y confluir en la voz de Alberdi y sus intervenciones posteriores a 1862, luego de Pavón. Reaparecen ante nuevas antinomias y se revelan como aptos para la polémica. La historia concreta, piensa, se ha extraviado; la lucha de facciones ha derivado en dos países; la guerra de la independencia se ha cumplido respecto a lo exterior para reaparecer en la república y fraccionar la anhelada conjunción entre constitución y revolución. Como si ya no fuera posible una mirada retrospectiva a lo Echeverría, que todavía propugnaba la unidad nacional como salida entre la unidad y la división, propuestas ora por unitarios, ora por federales. De ahí que gran parte de sus escritos póstumos estén dedicados a la controversia que asume con las dos grandes narraciones del siglo XIX: el Facundo de Sarmiento y la Historia de Belgrano de Mitre. Sus apreciaciones irónicas y sarcasmos sobre esta última obra no versan sobre la verdad o falsedad de los hechos, sino sobre la orientación final del relato que justifica la guerra con el Paraguay.
Toma en cuenta que Mitre es militar y lo compara con defecto a su personaje: “Belgrano da seis batallas, de las cuales gana tres y pierde tres; Mitre da dos batallas que pueden formar cuatro, pues las dos son a la vez dos derrotas y dos victorias: la derrota-victoria de Cepeda y la victoria-derrota de Pavón”. Alude a una serie de cartas y acuerdos –donde dice que “venció” a Urquiza y lo acusa de plagiar al ministro Lamas al escribir su historia, cosa imposible de lograr en tantos volúmenes- o llega a considerar que es incompatible ser presidente y escribir historia, algo que es más bien meritorio en un país donde a los presidentes se les hacen los discursos.
Lo pasional e incisivo no debe extraviar el objeto de la polémica que muestra una tensión entre legitimidades discursivas, que remiten a sistemas de reglas –instituciones- y modos de narración. No es que la “patria” haya sido instituida por esas narraciones, sino que se narra la imposibilidad de su fundación, de su constitución. Hay una crisis, según Alberdi, entre el poder –supuesto o fáctico- del relato y la instancia constitucional que cuando irrumpe en el centro de la polémica habla de la guerra fratricida, de la historia de dos ciudades –o de la ciudad ante una no ciudad- en pugna y hace palpitar la necesidad de la amnistía para que sea posible una polis anterior a la ciudad. Alberdi no afirma que Mitre sea un narrador de batallas, dice que las perdió y las gana retrospectivamente escribiéndolas. Porque hay una batalla que Alberdi ha perdido en cuanto a los añadidos a la constitución del 1853 en el 1862, consecuencias directas de Pavón, sobre las que advirtió reiteradamente en Bases del 52, previendo una emboscada: Buenos Aires era entonces una provincia separatista –Estado de Buenos Aires- y por esas cláusulas retiene el dominio de la Aduana –perpetuación para Alberdi del monopolio colonial que favorecerá una desigualdad estructural en la nación que se irá concentrando en la provincia de Buenos Aires y recién se resolverá en la capitalización del 1880, que tiene el valor de una reconciliación y una amnistía para la historia anterior.
En esa polémica se cierne una disputa en torno de los orígenes que toca a las invasiones inglesas, a las que Alberdi les niega el despertar que le atribuye Mitre.
En su narración, habría un ocultamiento por el relato de una serie de causas implicada al infinito. Escribe: “La revolución argentina es un detalle de la revolución de América; como ésta es un detalle de la de España y ésta, a su vez, es un detalle de la revolución francesa y europea. Ocultar ese origen europeo y general de la revolución de América con el objeto de hacer la corte al vulgo americano, es echar la política americana en el sentido de las prevenciones contra Europa y ver peligros en la independencia americana en lo que ha sido cabalmente el origen de ella y puede ser todavía el origen de su grandeza venidera”.
El acontecimiento tiene en Alberdi un estatuto más complejo que en Moreno : la mutiplicidad de causas no se reducen a sus descripciones, pero las existentes van en sentido opuesto a ese mismo acontecimiento que irá en extravío.
Muchos orígenes situados en un afuera no pueden dar cuenta del doble origen que se juega en todos los relatos –entre la colonia y mayo, entre lo español y lo americano, entre lo europeo y lo colonial- y que, lejos de redundar en un enigma impenetrable, hay que leer en la multiplicidad que sólo las narraciones asumen.
Estas premisas acerca de la revolución americana en cuanto causa única pueden constituirse peligrosamente en máximas. El no lo ignora: necesita de una narración legitimadora y el hombre adecuado, Florencio Varela, ha muerto, asesinado por los esbirros de Rosas. Por eso en la literatura Alberdi recurrirá a géneros donde lo puntual y lo panfletario, por el recurso de la sátira, respondan a algo que al estar ocurriendo en el presente, sumado a la falta de un consenso del que carece, tengan un efecto discordante, para con el gobierno de Rosas –El gigante Amapolas, en teatro- o la novela de composición teatral Luz del día, abunde en cuadros vehementes, que tienen como material las formas de corrupción vigente que recorren el Estado de Buenos Aires a partir de la crisis de 1852, por las cláusulas respecto de la Aduana.
Esto suscita el interrogante de si las dos grandes narraciones del siglo pasado no suponen un contexto cultural previo, sea para salir de sus antinomias –como el Facundo de Sarmiento ante la oposición de unitarios y federales, en el 45, objetivo según Alberdi, no logrado-, sea para capitular la historia anterior como en la Historia de Belgrano de Mitre publicada en 1857 y terminada en 18’77, que supone la imagen consumada de un país y el examen de sus protagonistas.
En una se trata de fundar, en otra de consumar lo ya comenzado. Al parecer, todo Tucídides supone una oración anterior de un Pericles para enunciar en su historia “una verdad para siempre”.
No es el caso de Alberdi, quien, como los hombres de su generación, vivió en el hilo delgado de los hechos que nunca fueron unívocos y desencadenaban predicados contradictorios. La historia concreta siempre se le fue de las manos y, como llegando siempre demasiado tarde, no fue artífice de una obra histórica que sustituyera a esas dos grandes narraciones cuyo peso todavía se discute.
Precisamente, Mitre cita –junto a la breve Historia del Deán Funes- a Crónica dramática de la Revolución de Mayo, la obra teatral de 1839, que Alberdi dejó inconclusa; le faltó escribir el primer acto, titulado Los orígenes, y el último, que habría de llamarse La restauración, que identificaba al rosismo. La obra, donde lo específicamente teatral es abrumado por lo oratorio –a diferencia de El gigante Amapolas-, se escribe en el momento de ruptura con Rosas por parte de los entonces jóvenes del Salón Literario.
Los dos actos de esta obra incompleta tratan de que Saavedra, a las órdenes del gobierno español, acepte torcer su juramento y convencerlo de que nada lo compromete con un poder que no existe – España está bajo el dominio napoleónico, he ahí la “causa” europea mayor-, y se anuncian las salvas que anticipan ese acontecimiento, recordado en cada aniversario, y evocado como referencia ineludible en la historia argentina por las políticas más contradictorias. Para Alberdi la crisis es anterior a Mayo: reside en la colonia, en sus orígenes fundacionales, que retornan en la dictadura de Rosas –el acto último, no escrito de esa obra, que sería La restauración.
Alberdi, entonces, tampoco escribe historia; apela a lo dramático-satírico o, en este caso, a lo épico. Pero para argumentar los orígenes exclusivamente europeos apela a la crónica, que se desprende de las memorias autobiográficas de dos actores decisivos en Mayo: “Belgrano y Saavedra son de opinión contraria; y todos los documentos de la revolución confirman lo que ellos dicen: que la revolución maduró fuera del país y tuvo sus principales causas en Europa, al revés de la revolución de los Estados Unidos”.
Pero las causas, cuantas sean, no pueden dar cuenta del acontecimiento –Mayo-, que se ha extraviado y lo impele a sucesivas descripciones: “Para Buenos Aires, Mayo significa independencia de España y predominio sobre las provincias: la asunción por su cuenta del vasallaje que ejercía sobre el virreinato, en nombre de España. Para las provincias, Mayo significa separación de España, sometimiento a Buenos Aires; reforma del coloniaje, no su absolución”.
Mayo ha generado a pesar de sí a dos países independientes y, como la madre trágica que tiene que amamantar a sus hijos muertos, no halla el camino de una vida común. Buenos Aires es la metrópoli y el país vasallo, la república. Mayo se ha extraviado para Alberdi en lo que Heródoto llama la lucha en el interior de una misma línea, stasis; figura por excelencia de la guerra fratricida.
También el mismo Alberdi se extravía en ella por el modo en que, tardíamente, quiere revocar la historia. Mitre no niega las causas externas de las que habla Alberdi: sucede que él justifica la guerra del Paraguay como conclusión inevitable.
Es que situar las causas no basta para narrar unos orígenes incesantemente desplazados como crónicas; algo propio de los países que no tienen historia institucional y son abrumados por el pasado y la necesidad de héroes. Aunque Mitre no ahorra ditirambos –la independencia no hubiera sido posible sin Belgrano y San Martín-, no deja de hacer historia en el sentido de que su trabajo monumental cumple sobradamente las pautas de mínima objetividad sobre hechos acontecidos. No hace ficción ni ensayo. Su encadenamiento no difiere de esa primera crónica de Moreno, a la cual hace transitar al estatuto de historia que subyace en ésta. Es el conflicto entre el Cabildo y la Audiencia y no la batalla –cualquiera fuese su grado de heroísmo-, la que hace, según Mitre, que Liniers se vea llevado a la cabeza de un movimiento popular –que asume “inconcientemente una actitud revolucionaria, arrastrada por la corriente de sucesos”- y se desnude la acefalía del poder tras el descrédito de Sobremonte, que hará que el soldado Nuñez, en sus Noticias históricas, apunte: “la victoria fue la única autoridad que se encontró en Buenos Aires el día de la conquista”.
La historia –que según Walsh remite a la explicación de los hechos- y la crónica –referencia inmediata a los sucesos acontecidos- se separan, interpenetran, bifurcan, según el estilo del historiador. Las narraciones del siglo pasado consideran los hechos como unívocos; la crisis de esta concepción ha permitido introducir con distinta suerte la ficción. La obra de Borges parece decisiva en cuanto esto, aunque, siguiendo a Groussac, lo suyo no apunta a contradecir documentos explícitos; no transita del fetiche documental al fetiche ficcional que permite decir cualquier cosa de los actores históricos según el imaginario en curso.
La intervención de Alberdi se produce en un momento en que se inicia otra acumulación narrativa, como si la historia ya no pudiera dar cuenta –a diferencia de Moreno ante los textos coloniales- de un pasado que de golpe se vuelve más desconocido que el futuro y un presente que se vuelve inenarrable ante su evidencia en bruto. Por eso su recurso al panfleto: un modo legítimo y combativo de la crónica. Cuando el discurso parece hecho a imagen y semejanza de una crónica dictada de antemano la historia retorna, se vuelve concepto por la vía del acontecimiento. Se quiere modificar el pasado para sostenerlo. La tentación de volver a escribir el pasado ya afecta la historia más reciente.
Mayo es el centro desplazado de esas resonancias que Moreno bautizó de acontecimiento moral. No puede separarse de la conjunción entre revolución y constitución, ni de ese ciclo y los relatos que están abiertos: Mayo, como acontecimiento de origen múltiple, se inscribe, reitera y, retrospectivamente, es causado por sus versiones.
Aparentemente, Mayo hubiera debido ser la homonimia de la unidad nacional, pero es sabido que al otro día de la jura comienza la lucha de las facciones y el 5 y 6 de Abril de 1811 hay una suerte de autogolpe –reconocido a medias tintas en la Memoria de Saavedra, cuando cede a la separación de los miembros del morenismo, reclamada por la fuerza- y el país va a los tumbos hacia la Asamblea de 1813 y la jura definitiva de la independencia en 1816, sin que las internas disgregadoras cesen.
Sobre el 5 y 6 de Abril, Mitre escribe en su Historia: “Esta es la única revolución de la historia argentina, cuya responsabilidad nadie se ha atrevido a asumir completamente; y ésta es la condenación más severa que pesa sobre la cabeza de sus autores”. Este pasaje de Mitre parece hacer eco con una novela, y, sin embargo cualquiera sea la lectura que se haga, no es dicción. Pero tampoco es el inventario crudo y neutro de un hecho.
¿Qué dice al respecto Saavedra en su Memoria? Diluye la responsabilidad de su autoría. Asegura que no sabe bien qué pasó, se autojustifica devolviendo, por decirlo así, golpe por golpe, en referencia al que le dan a él los morenistas el 23 de Septiembre: “¿No fue idénticamente lo mismo el 5 y 6 de Abril? Plebe en la plaza y tropas sosteniéndola causaron aquella novedad. ¿Cómo, pues, se habla tanto del movimiento de abril, y se guarda tanto silencio de los del 23 de septiembre del mismo año y el 8 de octubre del siguiente?”
Saavedra, con motivo, se refiere a la historia del momento, pero hoy puede afirmarse que no fue lo mismo porque esa primera vez, que Groussac llama “pecado original” –el haber cedido a la adulación de sus partidarios, cualquiera fuese su presión o intención-, abrió la senda lúgubre de los “miles de golpes de Estado dados por hombres de principios”, según anota Alberdi. Por otro lado, ese golpe, además de originario e inoportuno, con fines personales, tuvo no poco que ver con la derrota del ejército en el Alto Perú y con el hecho de que la Argentina y Bolivia no sean un solo país. Saavedra fue el responsable de esto.  Mayo comienza con dos golpes de estado reflejos, pero no idénticos.
Ahora bien, el Alberdi de los escritos póstumos, forzado por su polémica con Mitre, llega a contradecir las propias constataciones de Bases, es decir, su versión de la historia constitucional antecedente. El Alberdi de Bases se muestra comprensivo –más que ningún otro autor- de la necesidad del centralismo propuesta por Moreno en su artículo “Sobre la Misión del Congreso”, que debía dictar la constitución, pronunciándose sobre la forma de gobierno. Esto se frustra por la introducción –vía Saavedra y el Deán Funes- de los diputados del interior, bajo el pretexto de un federalismo que entonces no existía, el cual precisamente debía decidirse en el Congreso. Esta es la gran crisis de Mayo, de la cual el acontecimiento –la Revolución- nunca podrá reponerse y que pasan por alto las novelas históricas en torno de Mayo[3].
El lector que examine lo escrito por Moreno con detenimiento, advertirá palabras del vocabulario de Rousseau –pacto social y voluntad general-, pero también todo tipo de referencias a autores del pasado, llegando hasta el Licurgo que “encontró en la división de los poderes el único freno para contener al magistrado en sus deberes”. Nadie por eso diría que Moreno es espartano. Tampoco es el jacobino que se ha inventado, dejando de lado que Rousseau no es sinónimo de Robespierre. En lo estrictamente político, el texto tiene que ver con el pueblo como fuente del poder que pasa al Rey por delegación –pacto- y no por donación, según afirmaba el jesuita Francisco Suárez. Hay que recordar que Moreno publicaba los escritos de Jovellanos, católico y liberal español, en La Gaceta y tenía la misma animadversión por el “favorito Godoy”. Jovellanos, el 9 de agosto de 1910, en La Gaceta, afirma que en España, ante la prisión del rey en manos napoleónicas, se ha roto el pacto y la nación ha recuperado todos sus derechos y que es necesario convocar a los habitantes a un gran Congreso. Moreno parte de ese argumento y lo extrema: los pueblos, “origen único de los poderes de los reyes”, deben reasumirlos a partir del cautiverio del Rey, y como ese poder es delegado, pueden darse libremente la forma de gobierno que elijan en sus representantes. Escribe Alberdi: “Desde ese momento empezó la disolución del poder ejecutivo instalado en mayo, que no alcanzó a durar un año entero”.
En Bases, Alberdi está por completo de acuerdo con Moreno –que no es el “morenismo”- y Saavedra, exageradamente, aparece casi como sucedáneo del virrey. Pero en los escritos póstumos –los de la crisis constitucional previa a 1880- es Cornelio de Saavedra quien aparece como víctima: lo fue, es cierto, de otras persecuciones, como la acusación que le atribuye el envenenamiento de Moreno, o que se lo presente a imagen y semejanza de dictadores del actual siglo.
Pero en el aspecto político, tuvo que ver decisivamente con la disolución de la única forma de centralismo posible entonces, cuando no había facciones en pugna: morenistas y saavedristas que van a derivar en los dos países –unitarios y federales- de la guerra civil. Este es un envenenamiento mayor que el que sueñan los literatos de la moral utopista que proyectan un futuro a su medida sobre la pluralidad del pasado.
El Alberdi póstumo, escribe: “De este modo clasifica Mitre los dos partidos en que se dividió la Revolución de Mayo: llama conservador al de Saavedra y demócrata al de Moreno: ¿Qué quería Saavedra? Que el gobierno argentino fuese obra de todas las provincias de la nación: ¿a esto llama Mitre conservador? Y Moreno: ¿qué quería? Excluir a la nación del gobierno que sólo debía residir en las manos de Buenos Aires: ¿y a eso llama demócrata? ¡Demócrata, al adversario de las mayorías nacionales en que reside la democracia!”
Para el Alberdi posterior a 1853, Saavedra se convierte en revolucionario y Moreno casi en un dictador. Olvida que su texto no habla del poder para Buenos Aires, sino de la necesidad de centralizarlo –para evitar el caudillismo- y a ese Moreno volverá Alberdi en sus textos favorables a la capitalización de 1880, sin la cual no hay diferencia entre un Sarmiento que concentra –y no centraliza- el poder en la capital de Buenos Aires, o un Rosas que lo hace en “su” provincia. Se trata del mismo monopolio aduanero.
En el Alberdi póstumo –posterior a Las Bases y anterior al 80- los términos demócrata/conservador surgen a partir de Pavón: esa batalla ganada por Mitre o el Estado de Buenos Aires le hace a Alberdi modificar su lectura de los orígenes de Mayo, mediante una simplificación que contradice su concepción del centralismo de la carta constitucional, esa otra batalla que, al igual que dice de Mitre, pero a la inversa, al mismo tiempo ha ganado y perdido.
Resulta inverosímil imaginarse a Saavedra como envenenador, pero también como revolucionario. Su Memoria enuncia claramente que hubo antecedentes internos de la revolución: “Que la América marchaba a pasos lentos a su emancipación, era una verdad constante aunque muy oculta a los corazones de todos. Las tentativas de Tupac Amarú, de La Paz y de Charcas, que costaron no poca sangre y fueron inmaturas acreditan la idea”.
Alberdi en sus escritos sobre la revolución del 80 volverá a retomar los argumentos de Mariano Moreno: “Tenía razón el doctor Moreno cuando en 1810, siguiendo a Montesquieu, el Tocqueville de la libertad británica, escribió estas palabras dedicadas al Congreso convocado para constituir el nuevo gobierno de la Patria” y cita sus palabras acerca del primer paso que hay que dar sin otro fin que “reunir los votos de los pueblos”.
La historia es modificada incesantemente por los actores que la escriben en un país sin historia institucional, incluso por el artífice de la constitución. Alberdi introduce a Tocqueville –lectura común en el 80-, reconoce las premoniciones de Moreno; a partir de cuyo olvido Mayo llega a nuestro siglo no sólo falto de un sol que asoma, sino de una constante usurpación de su legado por esos miles de golpes de Estado –según la hipérbole de Alberdi- que lo primero que hacen es invocarlo.
Mayo, en ese aspecto, es sólo un aniversario si no encarna en un cuerpo de instituciones que no sean dictatoriales o corporativas. En vísperas de la revolución de 1955 –golpe de estado ante el gobierno peronista que estaba en agonía- Borges creyó haber oído su voz. Lo único que lograrán las persecuciones de esa revolución con los militantes peronistas será que se “invente”, con los giros del “cinco por uno” en boca de su líder, un peronismo retrospectivo- despojado de censura y actitudes represoras- que nunca existió si tenemos en cuenta la lectura de José Luis Romero que saca las conclusiojes de la “hermandad indestructible” que Perón plantea entre el ejército, los sindicatos y la policía.
Más gravemente, varios “constitucionalistas”, previamente al golpe de Estado de 1976 –que derivó en exterminio- van a sustentarse en narraciones como las de Hugo Wast en Año X, que es una apología de Saavedra según esa historia de los héroes sospechada por Alberdi: Mayo hubiera sido imposible sin su espada, lo que supone que los militares no son parte de las instituciones sino que éstas son hechas por los militares.[4]
Wast coincide con los utopistas de izquierda en caracterizar a Moreno como jacobino –dejando de lado su liberalismo explícito, leyendo el Plan fuera de contexto- y niega que haya sido director de La Gaceta o escrito algún artículo, es decir, que haya estado entre los fundadores del periodismo independiente. Lo sitúa junto a los “anticuados energúmenos que querrían ‘ahorcar al último rey con las tripas del último fraile’. Sin contar con los católicos liberales, tímidos y atolondrados compañeros de ruta de los comunistas”. Todo el libro de Wast gira sobre esta tesis: “La revolución de Mayo fue exclusivamente militar y realizada por señores”.
Saavedra, es reducido a ser el jefe de esos militares que Wast imagina a semejanza de las tropas de Uriburu. Los que siguen las ideas de Wast, consideran endeble a la constitución para mantener por sí sola el orden ante la hipótesis de un enemigo interno, subversivo, y se autorizan de “la espada de Saavedra” –tergiversando su Memoria-, para levantar al ejército como único baluarte de la defensa nacional.
Se llega al siguiente paralogismo: la mejor manera de defender la constitución es suprimirla en nombre de Mayo, algo que parte de Wast y alcanza su cima en Guerra Contrarrevolucionaria de Jordán Bruno Genta –1963-, que argumenta la teoría de la seguridad nacional que encarnará en el Proceso. Parte, curiosamente, de una frase de Mao: no hay actualmente más que dos clases de guerra: la guerra revolucionaria y la guerra contrarrevolucionaria. El opta por esta última en un país que –como el caso de Mao- no lleva a cabo una guerra de liberación nacional.
Su contrarrevolución, invocando a Mayo, ataca a la democracia y a la constitución desde lo que Halperín Donghi ha llamado lo clerical-fascista: “A pesar de que la Constitución Nacional aparece en su letra, como el resultado de una transacción entre la tradición católica y los principios liberales, su espíritu es esencialmente liberal, anticatólico y antihispánico”. Considerando el gobierno de Rivadavia como antecedente de una acción “disociadora, anárquica y subversiva” y basándose en cartas de San Martín contra los políticos, piensa que la guerra contrarrevolucionaria es la respuesta a “la segunda anarquía que padecemos en nuestros días y cuya solución reclama urgentemente un nuevo Restaurador de las Leyes”. Para Genta este nuevo Rosas restauraría el perdido espíritu de Mayo.
Este tipo de nacionalismo extremo responde un pensamiento antidemocrático que se acentúa luego de la violenta Semana Trágica de 1919 y que da origen a una organización paramilitar, La Liga Patriótica Argentina, conformada por gente bien y apoyada por sectores de la clase media, la Iglesia y el ejército, que considera que la huelga general fue organizada por “agentes rusos del soviet”. Federico Ibarguren hablaba de “el derrumbamiento de una civilización y el final de una edad histórica” y atacando a la “ciencia omnipotente”, a la burguesía y la democracia y el poder corrupto del dinero, proponía la independencia económica en política y la restauración de los valores del coraje y de la fe. Se trata de una ideología anticapitalista y antidemocrática que apela constantemente a una fundación mítica de lo republicano.
Leopoldo Lugones caracterizaba a la democracia como “el régimen del soborno” y despachándose con elogios para Mussolini y Lenin como ejemplos de autoridad, quería que los ciudadanos y soldados fueran sinónimos. El diario nacionalista La Nueva República hace furiosas proclamas contra el liberalismo, declarando que la Constitución no es democrática ni argentina : está hecha para servir a los intereses extranjeros. Proponía una reforma constitucional que especificara que los derechos de la Nación precedieran a los del individuo. La xenofobia anglosajona ha alcanzado un punto máximo : Hebert Hoover, presidente electo de Estados Unidos, es calificado como “el heredero del imperio que estamos viendo prepararse para el dominio del mundo” y se reprueba la “hipocrecía” británica en la India, donde los “ingleses son capaces de dar a los indios libertad de prensa y parlamento electivo y matarlos de hambre”.
La democracia corrompe la moral pública y las costumbres: “hasta dónde- pregunta- llegarán a desnudarse las mujeres?” La renovación de las costumbres, que proviene de Estados Unidos, es considerada un atentado a la tradición y hay un retorno al hispanismo. No obstante todas estas prédicas, La Nueva República, como lo refiere David Rock, se opuso a la propuesta de Irigoyen de 1927 de nacionalizar el petróleo. Todos estos discursos se conjugan en el golpe 1930 al que denominan “intervención quirúrgica”. 
A mediados de la década del treinta reaparece el antisemitismo que alcanzó picos de virulencia en la Semana Trágica. Wats publica  las novelas El Kahal y Oro en 1935, que formaron primero un solo volumen y luego libros separados que tuvieron más de veinte ediciones. Conforman una puesta en escena novelística de los Protocolos, que denuncian una oscura conspiración judía, comenzada hace siglos, para dominar el mundo. El Gran Kahal es el sacerdote ominipotente que dirige esta vasta empresa desde Nueva York, el “Vaticano del judaísmo” Los judíos ya poseen la mitad del oro del mundo y se apropiarán de lo que falta, retirando el dinero de circulación para que predomine el pánico y los acreedores judíos se apoderen de los países por unos pocos pesos. El dominio no es a través de las armas ; los banqueros deben por ahora seguir acumulando dinero para arruinar a otros países y conquistar el mundo “sin escuadras y sin ejércitos”.
 A través de unos personajes judíos que tras comienzos humildes hacen grandes fortunas, el novelista muestra cómo son capaces de todo, promueven casamientos con mujeres cristianas de alta sociedad o se meten en negocios para lograr la bancarrota del otro. Para Wats el judaísmo no es una religión sino una raza “indeleble como el color de la piel” Esta reducción del otro a lo biológico no es ajena a las cámaras de gas.
La advertencia de esas obras tiene un destinatario : la Iglesia católica, que es uno de los blancos a que apunta el Gran Kahal : se le demuestra que “propagando ideales liberales” se cava el foso. Este antisemitismo y anticapitalismo de derecha no deja de tener vínculos con lo que Marx postula en La cuestión judía.Es la cultura que se realizará en acto en el golpe fascista del 1943 donde se coarta definitivamente con las instituciones de tipo liberal y se inicia el paradigma revisionista que asimila la historia al mito segun Halperín Donghi. La historia es socavada en sus mismas bases alberdianas y Facundo Quiroga puede aparecer en sus textos como " el primer obrero industrial". El modo predominante estará dado por el cruce con el paradigma sesentista, guevarista que hace una lenta y arbitraria vindicación de los nacionalistas como David Viñas en Literatura argentina y realidad política al extremo que ya no se sabe ya qué es historia, mito o una ficción escrita desde la perspectiva de un final de la historia en el estado totalitario. Viñas se basa en la teoría del imperialismo de Lenin y Stalin, para el cual el emir de Afganistán era más "progresista" que un político laborista inglés. Stalin, en la tradición de Pedro el Grande y Lenin, está en el corazón de la mitología tercermundista- negociar con los países desarrollados es demoníaco- que contamina la vida política y cultural con el objetivo final de un sujeto para la servidumbre voluntaria que luche contra todo asomo de libertad. Eduardo Artesano evidencia que los paradigmas revisionistas pueden integrarse: Rosas es presentado al mismo tiempo como fundador del capitalismo argentino y primer líder del proletariado rioplatense.
En ese texto de juventud, Marx escribe : “El dinero es el dios celoso de Israel, y ante él todos los otros dioses no sobreviven. El dinero hace viles a todos los hombres convirtiéndolos en mercancías. El dinero es el valor general establecido en todas las cosas. Es por eso que se ha quitado el valor intrínseco al mundo entero, tanto a los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia deshumanizada del trabajo y la existencia del hombre. Esta esencia ajena a sí lo domina y le rinde pleitesía. El dios de los judíos se ha secularizado : hoy es el dios universal”.
Esto autoriza y legitima el cruce de paradigmas entre el fascismo y el izquierdismo utopista. El tópico de la cuestión judía fue formulado por primera vez en 1843 por el posthegeliano Bruno Bauer en la obra Der Judefrage que retoma la idea de Hegel-  quien llamaba " judío”a Kant- de que la religión judía mantenía separados a Dios y al hombre sin la mediación de la figura de Cristo, que reconcilia el infinito- Dios, que para Hegel es la Idea Absoluta- y la conciencia del hombre.En José Maria Rosa y Abelardo Ramos la historia se convierte en metapolítica: a la elaboración diferida y retrospectiva de la figura de Rosas primero y luego de Perón y su virtuosismo ambiguo se suma la revolución cubana que por la "frivolidad intelectual intelectual de la clase política argentina" introduce su vocabulario en la vida política nacional. La historia va convirtiendose en poesía, en celebración de algo que nunca existió, en mitopoética y en una "vaga literatura" que ya no responde a la visión de un Grousacc
Esta metapolítica o mitificación de la historia tiene una consecuencia política : supone la desaparición del sujeto en la hipóstasis de la Idea. Una idolatría que es en lo teológico contraria al pensamiento de Maimónides, de Spinoza y de Emmanuel Levinas, quien recuerda que la fusión de Dios y la criatura no es sino la demanda de Caín. Lo religioso no se refiere en este caso a la separación entre Dios y la criatura mediados por la palabra sino a una tendencia que aplasta cualquier tipo de argumentación : esa sacralización del Estado no carece de semejanzas con las teocracias de tipo oriental, cuyo despotismo llega a nuestros días. Bruno Bauer estaba en contra de la empancipación del pueblo judío, denunciandolo como un pueblo ahistórico. Un judío “histórico” se conviertiría en cristiano, aceptando desaparecer como un primer paso para solucionar el problema judío. Aquí otra vez resuena el pensamiento de Hegel : el sujeto importa en tanto pueda negarse a sí mismo hacia una instancia de superación. Bauer era un hegeliano liberal ; en cambio, Karl Marx, comenzaba a ser marxista a pesar de sí mismo a través de la discutible asimilación del capitalismo con el judaísmo. Marx, en este texto, pasa revista a las constituciones francesa y norteamericana y las emprende contra ellas, pasando por alto que la propiedad privada está estrechamente ligada a las garantías individuales. La referencia es nada menos que Rousseau, el téorico de la voluntad general, que torna superflua la separación de poderes de la democracia. Estamos en la génesis del estado totalitario.
Lo que sí me parece seguro es que el judío- que no dista demasiado del de los Protocolos o de Wats, ya que es un judío mítico, que sirve a cualquiera para todo- en el relato de la empancipación, cuyo heredero, deformado o no ha sido, el marxismo, debe ser eliminado para que la historia se realize en sus fines. No puedo dejar de ver un germen de “solución final” que fue la consecuencia de haber instaurado la “ cuestión”. Aunque Bauer no hacía sino formular lo que los hegelianos llamarían el espíritu de la época. El planteo del Estado que hizo Hegel, situándolo en un lugar sagrado, sirvió para legitimar la ideocracia de los estados homicidas, nacionalistas- nazismo- y el de los socialismos concretos.
Quien retoma las ideas de Hugo Wast y Jordán Genta, es Carlos Alberto Schiuma en su libro El Ejército argentino en la Revolución de Mayo, editado en agosto de 1976.
Comienza con una cita de Splenger que habla por sí misma: “A última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización”.
Citando a Wast y a Genta- asesinado por la guerrilla- reiteradamente, Schiuma, en momentos en que reina la teoría de la seguridad nacional y se lleva a cabo la guerra sucia, argumenta en favor de la defensa nacional contra el nativo que se ha tornado extranjero: “Se trata de defender la nación contra el extranjero del interior”. Basándose en textos de Ramiro de Maeztu como Liquidación de la Monarquía Parlamentaria, Schiuma afirma que cuando la existencia del Estado está en peligro no son “el Parlamento, ni el Senado, ni los Jueces, ni la Constitución escrita quien evita el naufragio de los países, sino el Ejército, último reducto de salvación, último núcleo vital imprescindible de la nación”.
O sea que el Ejército está por encima de la constitución como un estado interno al estado: la seguridad nacional reside en eso y poco tiene que ver con la defensa en términos de Clausewitz. Y Schiuma argumenta esto apoyándose en la revolución de Mayo. Para eso acude a Hugo Wast, que reduce el proceso de Mayo a la proclama dirigida “ni al pueblo, ni al Ayuntamiento, ni a los vecinos de distinción, ni al Cabildo abierto, ni a los religiosos, sino a los Cuerpos Militares de Buenos Aires...” En suma: Mayo fue hecho por los militares para los militares que tienen en su texto el lugar de una casta sin conexión con el pueblo del cual procedía el comerciante Saavedra, que se hizo militar durante las invasiones.
Moreno aparece como ideólogo del terror jacobino –rasgo compartido por utopistas y liberales, algo que desmiente  Sobre la Misión del Congreso. Sucede que en cuanto a lo político un jacobino no razona así.
Algunos infundios en los textos citados, azuzan la figura fascista del héroe que –pasando por alto la constitución, sacando partido de la crisis institucional- lleva a cabo una “guerra justa”.
Por eso siempre será pertinente la frase de Alberdi: América no será libre hasta que no esté libre de libertadores, que, traducido a este siglo último, han venido a ser los autotitulados salvadores de la patria, propiciados por los Genta y los Wast, cuyas ideas para florecer necesitan de la impotencia o indiferencia cívica. También eso toca al mito del buen revolucionario que toma como Bien Absoluto el ideal totalitario.
El ciudadano tiende a suprimirse a sí mismo en los momentos de crisis y termina optando por lo peor como lo más seguro. De ahí los miles de golpes de estado vaticinados por Alberdi. La crónica de Moreno es una de las pocas cartas de amor a la patria donde éste –a diferencia de los mentores de la espada de Saavedra y otros fanatismos- no necesita declararse.
Volvamos a ella. El enemigo es un invasor externo y un aguijón le lleva a preguntarse por “los culpables de una rendición tan vergonzosa”, líneas en que despunta el primer cronista de la independencia ante una falta de historia, en contraste con abundancia de materiales, las crónicas, que refieren a una historia pronta a cerrarse, “cumplida”. Las del padre Lozano, por ejemplo, que refiere a idénticas historias retomadas en su inventario de los pillajes, pero leídas en una oscilación entre castigos y providencias, y no de una respuesta política y militar como lo exige el extraordinario acaecimiento.
Al hacer el cuadro de la situación, revela a lo geográfico como lugar político: “El Río de la Plata es el punto más interesante de estas Américas. La situación lo recomienda tanto, como sus relaciones mercantiles; y su pérdida debe ser tan funesta a la Nación como su mismo gobierno. Es la primera puerta al gobierno del Perú, y Buenos Aires es el centro que reúne y mantiene relación como esas vastas comarcas”.
Ni bien trazado el cuadro de situación, el tono del cronista cambia y de apesadumbrado se torna optimista. Las tintas se cargan sobre el virrey Sobremonte: si en algo coinciden los historiadores es a propósito de la laxa actitud de este “vejete de comedia”, como lo remata Groussac, quien, apunta Moreno, al recibir la nueva del desembarco “se dirigió inmediatamente a la Comedia, con la misma serenidad de una paz tranquila –se representaba El sí de las niñas de Moratín- y ni se moscó cuando todavía era posible revertir el curso de las cosas a fuego de batería.
En la crónica, Sobremonte está en las antípodas de alguien que los hombres de mayo admiraron en común: “Nuestros padres obraron prodigios a las órdenes de buenos generales. Quinientos vecinos de esta ciudad tomaron por asalto la fuerte plaza de Colonia, pero fue llevando al frente a un don Pedro de Ceballos. Nuestros jefes militares por su estupidez y desidia, no nos prometen más que desgracias. El pueblo necesitaba sino una dirección para hacer hechos grandes cosas.”
Estas líneas refieren a una historia anterior, a las “memorias” de siglos de avances portugueses, holandeses e ingleses: la fundación de 1602 de la Compañía de las Indias Occidentales en Amsterdam, el cierre de Felipe II del puerto de Lisboa, la caza de galeones españoles por corsarios ingleses y holandeses, la unión de Fernando VI con la casa Braganza –Doña Bárbara-, que facilita a los portugueses por tierra violar la línea de Tordesillas, los ataques de los cazadores de carne humana, los bandeirantes alentados por los lusitanos hacia la zona floreciente de la Guayrá, de 1628 a 1632, en un contexto de política indolente que posibilita la ocupación de Malvinas, 1776, y es correlativa a la expulsión de los jesuitas a partir de la firma del Tratado de la Permuta, Uti Possidetis, 1750, el cómo poseéis que trataba de delimitar al de Tordesillas de una vez y para siempre, tan dadivosamente por parte de España que le regala la Colonia de Sacramento junto a seis reducciones jesuitas, expulsados según la ordenanza real por ser “los únicos autores de la desobediencia de los indios”, defendidos contra viento y marea por Ceballos, quien es considerado un sospechoso cómplice de la Compañía pese a que sin recursos hundió un poderoso barco inglés –aliado de Portugal- y cumplió lo que Moreno llama “prodigios”, tomando la colonia que la corona vuelve nuevamente a rifar.
Nótese el lugar que Ceballos tiene en los cielitos –los primeros, los de la esperanza- de un Bartolomé Hidalgo, que se afinan en la memoria popular: “Cielito, cielito que sí / el oriental va con bolas / mirad portugueses que hay / otro Don Pedro Cebolas”.
Moreno al escribir su crónica no ignoraba que ante el copioso contrabando, la única política de España era mantener cerrado el puerto sin defenderlo. Tras constatar que “éste es el primer pueblo de América que puede ser llamado comerciante”, memora una tradición de resistencia ante siglos de intento de conquista y de saqueos: “Pocos pueblos han sufrido tantos ataques, ni los ha resistido con tanta gloria”, escribe, y evoca las derrotas del corsario inglés Eduardo Fontano, la de Tomás Cavendish, la de los holandeses de 1628, que “acreditaron la seguridad y la confianza de este pueblo recién formado”.
Asoma la conclusión de una crónica que condensa varios siglos de historia: “Si bien Buenos Aires con un estado débil y con un pequeño vecindario obró con tanto heroísmo, ¿qué deberíamos esperar de este mismo pueblo que ha llegado a componerse de más de sesenta mil habitantes?”
Moreno parece estar reclamando que alguien asuma la reconquista.
No tardará en surgir: será Santiago de Liniers, a quien por dos veces tocará reconquistar Buenos Aires, junto a ese “vecindario” que se convierte en el principal protagonista ante la flota más poderosa del mundo, luego de Trafalgar. El cronista ampliado de este proceso será Ignacio Nuñez, que combatió en las invasiones inglesas y que, desempeñando diversos cargos públicos, en 1826 contó los hechos desde una perspectiva histórica : Nuñez era antirosista y eso cuenta en una lectura que va desde la llegada de Beresford hasta los primeros años de la revolución. Nuñez polemiza con las Memorias del ministro español Godoy- que dio una versión hispánica de los hechos- cuando refuta, por ejemplo, que luego de la primera victoria, el virrey Sobremonte delegó espontáneamente en Liniers la autoridad militar, correspondiendo a los deseos del pueblo y del ejército : este hecho es incierto y lo prueba refiriendo que en el Congreso posterior a la retirada inglesa- con noventa y ocho congresales, de los cuales sólo veinte eran criollos- que intentaba devolver el poder militar al virrey asistieron cuatro mil espectadores ninguno de los cuales desconocía la ineptitud que significaba para sus personas y fortunas de quedar en manos de Sobremonte. Con lo cual Nuñez traza un esbozo del nacimiento de los derechos de propiedad por un lado y los espectadores que muchas veces terminan siendo los protagonistas : ahí. En esa “fogosidad democrática” encontramos la génesis de la futura revolución de Mayo y la ruptura de privilegios que Nuñez describe en detalle.
Ese “pueblo en formación” no desmiente la agudeza conjetural de esta primera crónica que atraviesa de un trazo siglos de invasiones para incidir sobre el presente inmediato. El relato de Moreno está en la génesis del estado nacional que tendrá que pasar por guerras civiles, formas oligárquicas que restringen el sufragio popular o dictaduras para alcanzar una autonomía de estado de derecho que todavía no es autodeterminación.
Paradoja de la historia: Moreno será uno de los firmantes de la ejecución del reconquistador Liniers que, a diferencia de Saavedra, no torcerá su juramento y conspira contra la Junta.
Agotadas todas las tentativas, las vacilaciones, Castelli le concederá una hora para reconciliarse con Dios, no sin antes hacer retirarse al prelado porque no “podía serle grata aquella trágica escena”, según Julio César Chaves. Esta ejecución, inevitable en tales circunstancias –plena revolución y rápida reacción por parte del Alto Perú y Montevideo-, abre no obstante un luctuoso antecedente, nunca sospechado en esa crónica inicial.
Por eso Alberdi, al exaltar esa revolución incruenta, haciendo eco y contraste con esa “bella muerte” que Heródoto y Tucídides califican cuando se da la vida por la patria, escribirá: “Los oídos de Buenos Aires están vírgenes de esa música de muerte que conduce a la gloria. Sólo ha oído las balas de la guerra civil”.
Por eso al otro día del juramento –en nombre de Fernando VII, la “máscara” que inaugura la ficciones propiciadas por el estado en la Argentina-, la introducción de los diputados en la Junta, socava el Congreso, que según Moreno, debía expedirse sobre la forma de gobierno, para que “el ciudadano obedezca respetuosamente a los magistrados; que el magistrado obedezca ciegamente las leyes”; Moreno, casi parafraseando a Jovellanos habla de reasunción del poder legado y de la necesidad de un “código de leyes sabias”, sin el cual habrá “una cadena de males que nos afligirá perpetuamente”. Su proyecto es el de centrar en el derecho la pluralidad del poder futuro, para instituir un lenguaje entre Buenos Aires y las administraciones interiores, para hacer de una constitución el objetivo de la revolución. Al primer año de la revolución los cielitos de Hidalgo comienzan a nublarse.
El redactor  de La Gaceta renuncia, y sin su lucidez el año veinte encontrará a las  instituciones al borde de la disgregación que irá tornando inevitable la necesidad de un caudillo omnisciente en una cultura que pide más que a un Liniers, a un Rosas. Así se cumple el primer acto de la revolución de mayo : que no fue un acto instituyente lo explican por un lado las causas externas y por otro la fórmula, cuando menos equívoca, del juramento. Esto coexiste con un enemigo exterior y con el comienzo de las faccciones que darán lugar a la guerra civil. Es evidente que la revolución tiene analogías con la  francesa más que con la norteamericana en la cual la guerra con el enemigo exterior - Inglaterra- y la guerra civil no se interpenetran: en ella no hay un cuestionamiento a Dios- separación de lo teológico de lo político- ni algo que ponga “la patria en peligro” ni el intento- rasgo que tiene en común con la revolución inglesa de 1688- de resolver el problema social por las vías políticas.  Al no poder encontrar sus instituciones y derivar en guerra civil, Mayo, es un acontecimiento que produce una falta de historia que da lugar a sucesivos revisionismos que sustituyen la historia por el mito. Supone según Hannah Arendt una inevitable desviación terrorista y el consecuente fracaso fundador: los historiadores franceses siguen discutiendo si la revolución francesa termina con el terror o con Bonaparte o el regreso de Luis XVIII; los argentinos si todo fue culpa de Saavedra o de Moreno a través de dobles de dobles que se persiguen en la historia a través de los golpes de estado y las balas de la guerra civil. A duras penas, la Argentina consiguió establecer una república posible que tenía su base en Alberdi en los ochenta. Esta generación será objeto de repudio por parte de los intelectuales que adhirieron al fascismo- al todo dentro del Estado, nada fuera del estado de Mussolini- y  al totalitarismo como resistencia contra las dictaduras militares:  ayer y que hoy viven eso como una indisimulada guerra de retardo, con enemigos fantasmales, pero que no es irreal porque tiene objetivos de tipo prebendario y donde la historia a través del cruce de los paradigmas se convierte en mito: la utopía o la revolución no es sino la constitución de un estado donde los intelectuales mitificadores formen parte de la política convertida en una casta de funcionarios y ataquen- primer paso de la mayoría de las revoluciones modernas contra la separación y equilibro de poderes- a la libertad de prensa con los procedimientos más bajos,.especialmente si hay voces del valor y el temple del redactor de La Gaceta.


[1] En El asedio a la modernidad (Ed. Sudamericana, 1991), Juan José Sebreli se hace eco de esta hipótesis para refutar la idea de Eduardo Astesano para quien “los jesuitas instauraron el camino al socialismo moderno en el Tercer Mundo”. Escribe: “Los jesuitas no eran, por supuesto, el socialismo, sino que además encabezaban el ataque contra los sectores burgueses más avanzados de España como el conde de Arana, quien los expulsó de América. Vicente Fidel López pensaba que si los jesuitas hubieran estado en 1810 habrían levantado a los indios fanatizados por derrocar a la Revolución de Mayo. Suele alabarse el trabajo que se tomaron los jesuitas en aprender las lenguas indígenas como prueba de su espíritu igualitario. En realidad, el objetivo era evitar que los indios aprendieran el castellano para impedir, de ese modo, la asimilación a la sociedad criolla y mantenerlos así en el aislamiento”. Sebreli, el único hombre de la generación de los sesenta que no fue presa de la mitología revisionista, tiene toda la razón contra la idea de Astesano, pero practica un racionalismo que le hace descubrir un progresista en el conde de Arana y suponer que los indios eran nada más que buenos salvajes.. Ellos preferían morir en las selvas antes que caer en las manos de los portugueses. Cuando la peste jesuita fue expulsada, los gobiernos de la asediada modernidad no hicieron mucho por los indios. Y eso perdura hoy en día. Suena a patraña que quisieran negarles el castellano. Que aprendieran su lengua responde a los que los tomaban como seres hablantes, a los cuales vedarle el uso de la ésta hubiera sido idéntico a negar su cultura y su misma existencia. ¿Pero qué decía de ellos la lengua, el castellano, incluso el de la Revolución? Eran iguales en términos de derechos, pero inexistentes jurídicamente. Pensemos sólo en lo que ocurrió con los peones y los gauchos, mitificados como patriotas. Tulio Halperín Donghi –Revolución y guerra, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972- escribe que “el entusiasmo de los marginados por el ejército no era universal” y argumenta cómo el bandidismo surge como tema luego de la Revolución, una de cuyas primeras medidas es ordenar una rigurosa leva de vagos que luego encarnará en ley. te acontecimiento está en la génesis del género gauchesco y se consumará en el Martín Fierro. El indio en este contexto postrevolucionario era un no valor y, en consecuencia, no podía ser articulado como fuerza de trabajo o de combate. El Deán Funes, en su Historia, al referirse críticamente a la concesión de las Misiones a Portugal por parte de Carlos III, apunta que los indios tenían un solo derecho: el de ser tratados como “un rebaño de bestias que se pasan de unos pastos a otros”.
[2] Gregorio Marañón afirmaba que Baltazar de Alamos y Barrientos, primer traductor de Los Anales de Tácito, aludió mediante referencias al período de Tiberio a la tiranía de Felipe II. Hasta la historia magistra admite usos puntuales propios de la crónica. Pero cabe diferenciar entre la cita legitimada por la tradición y el falseamiento voluntario que se presenta a sí mismo como ficción, pero tiene como objetivo suprimir la historia que vaya a contramano de ciertas prospectivas.
[3] Hay dos novelas que giran en torno a la Revolución de Mayo. Me refiero a Arrabal del mundo (Bruguera, 1983) de Pedro Orgambide, y La revolución es un sueño eterno (Grupo E. Latinoamericano, 1987) de Andrés Rivera. Esa libertad postulada por Groussac se ha agudizado, no sólo contradiciendo documentos concretos sino programando lo histórico desde lo utópico. En un caso, Orgambide, que explora con audacia giros ninguneados de un lenguaje perdido, encontrará en Mayo a los montoneros en la figura del Tigre. Rivera, en diálogo con el libro de Julio César Chaves sobre Castelli acentuará los trazos jacobinos de éste, que de haber vivido, de seguro que habría hecho su autocrítica, como el caso de Monteagudo en sus memorias, que reconoce que esa moda pudo llevarlo a veces al despotismo. Estas formas de escribir la historia, difieren bastante de novelas como Los dueños de la tierra, de David Viñas, que no es una novela histórica en tanto está ocurriendo en la historia contemporánea a través de sus contrastes. No es ajena a una crónica de largo aliento, en el sentido de que una narración no la antecede: de ahí que la crisis se mantenga, la imagen tranquilizante de un futuro no aplaste la vida de un pasado y sea posible lo polémico. En la novela de Andrés Rivera, en cambio, todo lo polémico está resuelto de antemano según el mito del buen revolucionario, y no es necesarios buscar a los buenos del lado de Moreno y a los malos en el bando de Saavedra. Rivera y Orgambide son dos verdaderos escritores. Pero su dirección programática convertida en receta por otros –curiosamente, en sus antípodas ideológicas-, permite que se haga de la historia una hoja lisa y anodina, por donde retorna la “historia escolar” que había querido conjurarse.
[4] Hugo Wast es el seudónimo de Guillermo Martínez Zuviría, autor de exitosas novelas populares. Tuvo cuando apareció Año X, en 1961, un sonado debate con Enrique de Gandía. Wast llamaba a Moreno “totalitario” por oponerse a la introducción de los diputados en la Junta. Gandía refuta el libro en términos alusivos y generales y el padre Guillermo Furlong por eso presenta su renuncia en la Academia de Historia, a la cual también pertenece Gandía.
Hasta entonces predominaba la vaga imagen de un Moreno populachero y de un Saavedra aristocrático, pero a partir de ese momento, toda discusión acerca de Mayo acentuará la toma de partido entre morenistas y antimorenistas o saavedristas, como si las mismas facciones del siglo pasado renacieran en el seno de la Academia de Historia. El motivo respondía más a lo político en curso que a la búsqueda de la verdad histórica. Gandía escribe en su Mariano Moreno (Ed. Pleamar, 1961) a propósito de este burdo revisionismo: “tocar a Saavedra se consideró tocar al ejército”.

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