“Un libro tiene que ser un hacha para el mar congelado dentro de
nosotros. La literatura sólo es digna cuando descongela la sangre de quien lee." Franz Kafka
Mar
negro de Ana Arzoumanian, Ceibo ediciones, 2012.
Hay una
falta de interés por parte de la sociedad sobre los retornos que no tienen
retorno que habla de su prueba ante la muerte y su negación ante ella. Prueba
de origen si las hay. La muerte es el final que refracta el origen sobre el
sujeto. Recuerdo que en un asado dije que en mi vida le había cerrado los ojos
a varios, mi padre entre ellos. Hubo alguien en que hizo a los demás el signo
de los cuernos como un conjuro que lo impulsaba a alejarse de mí: había
confundido al mensaje con el mensajero, yo no era el Angel de la muerte sino
alguien situado en el mismo entre dos de vida y la muerte que siempre lo está
jugando. Ese tipo pertenecía a la clase muy difundida de lo que llamo el
despotismo pequeño burgués, versión clown posmoderno. Se los reconoce por la
relación que tienen con ese entre dos que quisieran suprimir para siempre por
la manía de perpetuarse.
¿Qué diablos
tiene la gente contra la muerte, ante la muerte, me pregunté muchas veces? Miedo
a la misma vida, me dije. Lo relacionaba con el valor: tienen miedo a la vida,
luego la muerte se vuelve una obsesión, se eternizan en una posición fetiche
que afecta al amor, al sexo y a todo el ser. Estamos de paso, suele decirse.
Pero lo que importan son los que pasan, los paseantes que ponen el pie en la
quemadura entre la vida y la muerte y pueden llegar a gritar con alegría “¡vida
la crisis cardíaca” como lo cuenta Daniel Sibony. O ese sobreviviente de
Auschwitz cuyas últimas palabras fueron: la vida es bella.
Tal vez la
extramaunción sea el modo más apropiado de convertir ese pasaje fatídico en un
antidestino aun si la vida haya sido marcada por la fatalidad. Un soplo de
antidestino en el momento mismo de morir y una atenuación de la fantasía o
anhelo que comprobé en los moribundos que quería ver cuando visitaba a un amigo
médico en el hospital: todos quieren partir con su cuerpo al hipotético otro
mundo por inservible que esté.
La unción in
extremis nos dice que la muerte es un trance. Pero a partir de la muerte de
Dios, la muerte se convirtió en dios el trance en trauma que alcanzó a la vida
misma: la impotencia total del sujeto que quiere cambiar de vida cuando se
trata de cambiar de muerte abre la dimensión del nihilismo y sus metamorfosis
actuales.
Una sociedad
que se respete no tiene que huir hacia adelante del duelo y el dolor porque
entonces nunca conocerá la dicha ni el placer. Es lo primero que suele hacerse.
Esta negación no está sólo en el fascismo, sino al centro, en la izquierda,
dondequiera que vayas lo encontrarás.
La huida
ante la muerte y el duelo impide escuchar las voces de los que pasan entre la
vida y la muerte y la voz insistente de los que no han sido bien enterrados.
La huida
ante la guerra y el genocidio cuando la vida y la libertad están amenazadas
forma parte de este cuadro habitual: el llamado “bando de la paz” que se negó a
ver quién era Hitler tiene sucesores.
Hay una
indiferencia de los médicos, tan habituados a la muerte que la toman como un
simple hecho y una inhibición por parte de las personas comunes, un rechazo
espontáneo a todo lo que parece sin retorno. Lo que no tiene retorno nunca se
va del todo y hay una voluntad de ignorar la cosa que puede surgir del mismo
sin retorno. Aquí se abre un pasaje entre lo individual y lo colectivo hoy
gestionado por burocracias que quieren "inconscientemente" abolir la
dimensión inconsciente. Cuando ya nadie se escucha hablar se puede decir que lo
han logrado. Ahí reina el despotismo de los clowns y clones posmodernos y su
guerra sistemática contra el infinito que nadie siquiera sospecha y advierte y
que se expande en todos los registros, desde la economía a la guerra y a la
literatura. Hablan de nada a la misma nada todo el tiempo a millones de
personas que simulan escuchar o no lo hacen porque no son distintos de ellos.
Es por eso
que ni bien leí unas páginas de Mar Negro de Ana Arzoumanian le dije a la
autora que era un libro excepcional, pero, con todo el temor de ser un arúspice
que anuncia una profecía autocumplida, le aclaré que no tenía que ver con las
ventas o los elogios sino que no: a poder leerlo y no me atreví a decir a
rechazarlo. Ya lo sé- me contestó. Unos dijeron que no era un libro argentino,
otros que este modo de escribir no era contemporáneo, etc. Cuántos mares de de
duelos fallidos y de resentimiento había en esas expresiones. Aquí la muerte,
la guerra y el genocidio no pueden ser negados y simplificados. De entrada
capté el efecto de infinito que lo juega que se opone desde ya a lo ilimitado
con el que obsesivamente se lo confunde. La escritura aquí equivale a una mujer
que ante la muerte inminente que ya
sufrieron millones de seres da luz a un hijo y al mismo tiempo hace el amor
desenfrenadamente en el más crudo erotismo.
Su método no
es el de Elisabeth Kubler Ross, esa increíble suiza americana cuya obra trata
del acto de morir y va describiendo las diferentes fases por las cuales el
enfermo va llegando, encontrando su muerte, intentando que lo haga con alegría-
modelo
Kübler Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.
Aquí estamos
ante el despojo de la misma muerte y no hay otro tratamiento que la poesía en
la tradición de Homero y de Dante. Demasiada vida, demasiada muerte en la división
misma de la vida y la muerte y la huida-encuentro fuga de los conjuntos que
nunca van a fusionarse, imposible de leer por parte de los que hablan todo el
tiempo de transgresión y se defienden corporativamente cuando alguien asume en
acto la guerra misma en el lenguaje. El libro fue elogiado pero esto no
significa que haya sido leído en cuanto al inmenso entre dos que abre un
genocidio, su negación y una narradora que carga sobre sí el duelo de más de un
millón y medio de muertos que no han podido tener la fantasía de querer irse
con sus cuerpos. Es la prueba en acto que en nuestra cultura todas las líneas
de transmisión han sido abortadas, destruidas “por nada” y tanto los grandes
acontecimientos que para Tácito son siempre ignorados como los pequeños detalles
de Kafka demasiado visibles para ser disimulados no forman parte del balance
salvo deformados hasta volverse grotescos, irreconocibles.
Mi lectura
parte de la demolición de estas realidades prefabricadas por los artífices del
vacío sideral que no pueden recibir un don intempestivo y que son su propia,
insulsa finalidad.
La novela se
escribe entre dos lenguas, el castellano y el armenio que se abre a las otras
lenguas, a las costumbres y las leyes, al erotismo y la venganza, siempre con
el exterminio latiendo en el fondo: “Según la ley islámica las tierras tomadas
a los infieles no podían ser devueltas por acuerdo alguno.
Los odiamos
pero su lengua es dulce. Como el vientre de una madre anciana en cuyo vientre
se mece carne joven. Ishallah. Leer en caracteres latinos, árabes, armenios.”
Más adelante: “El armenio que el abuelo escribe en una biblia que el abuelo
llevaba consigo como un arma cargada. Un arma que dice cuando mueres es como si
todo el mundo se muriera contigo. Un arma con la que el abuelo se mata cada vez
que abre la última página, lee, una a una el nombre de sus hijas.”
Entremos a
este Mar negro sabiendo que no es el pointos euxenos de Homero y cuyo destino
no es Itaca según los antiguos ciclos del nostos y el reencuentro sino el
retorno en eco y en música de una novela que tampoco tiene retorno.
La
lectura de Mar Negro de Ana Arzoumanian le quita a uno las ganas de comer y
dormir. Se debe al ritmo, a “el mismo tono para amar y destrozar” de la cita de
Tsvietáieva que lo encabeza. Después de un aleteo de aves migratorias hay un
renacer y la certeza que esta vez Eros ha vencido a Thanatos. Alguien dijo que
este libro no era demasiado argentino. También la estupidez tiene una larga
tradición, busca perpetuarse en esencias. Mar negro es tan argentino como el
mate o el fútbol cuyos orígenes como tantas cosas que hoy parecen nativas no
son nacionales. Hasta quien inició la narrativa argentina, Esteban Echeverría,
fue considerado por algunos académicos como Calixto Oyuela “no haber sido suficientemente
americano” por haberse apartado de lo español y castizo. Echeverría se apartó
de la tradición colonial apoyándose en el francés para escribir El Matadero,
la escena que consideraba inenarrable. En Mar negro hay que pagar cierto
precio, salir de los paradigmas habituales de lectura.
Aquí
se trata de una guerra y un exterminio por causa en tanto la Argentina desde
sus orígenes ha estado luchando contra enemigos imaginarios y los sujetos
matándose entre sí, incluso se fue a la guerra, a un suicidio para encubrir un
exterminio inenarrable.
Al no
poder separarse del Origen mediante instituciones- es el único modo de hacerlo-
nuestra historia retrocede siempre a lo que Murena llamó el Campamento: un
lugar de paso para saquear y enriquecerse que no puede fundar un nombre y
abunda en grandes palabras vacías..
Hay
una siniestra confusión entre el pasado- histórico- y lo arcaico que está
siempre presente: el niño que dice “caca” habla en griego arcaico. Repudiar lo
arcaico es condenarse a la circularidad del tiempo y a un presente que
reproduce fetiches del pasado.
Nuestra
psicología de masas no puede salir del incesto colectivo y la fusión de los
antónimos que supone, por ejemplo, en la siniestra década del setenta entre los
montoneros y las tres A que respondían al mismo liderazgo. Estos pares se
reproducen en otros dobles de dobles, copulan y hablan una lengua común: basta
escuchar los cantos de las hinchadas y las expresiones xenófobas para entrar en
materia.
Todas
las dictaduras han tenido preocupación por la lengua a diferencia de las
democracias que se limitan a cumplir un contrato constitucional cuando no lo
falsean. Aquí no se ha inventado una nov lengua de tipo orwelliano siquiera, la
misma posibilidad de hablar ha sido extirpada: “Si hablaban en armenio les
cortaban la lengua. El uso de siete palabras seguida en hayeren era
causa de blasfemia. Les clavaban las uñas en las frentes de los niños”. La
autora opina en sus apuntes: " Habitantes de Turquía desde hace varios
siglos antes de la llegada de los invasores otomanos, los armenios reclamaban
como su auténtica madre patria el territorio oriental de Turquía, la cuna de la
civilización armenia. Una lucha entre dos naciones por la posesión de una única
tierra natal que finaliza con el genocidio en el que mueren un millón y medio
de armenios." D
La
única referencia que encuentro en la literatura argentina es Onagros y
hombre con renos de Antonio de Benedetto donde en el
principio no está el verbo sino el exterminio. Es un relato de origen, un
génesis que actualiza lo arcaico, siempre impensado, el único modo de que el
futuro no sea una rescritura del pasado. Abundan las crónicas y los materiales
sobre el genocidio contra los armenios aunque el Estado turco se empeñe en no
reconocerlo. Aquí no se trata sólo de eso: la novela es transhistórica en tanto
el exterminio es vivido desde una delgada línea genealógica, la del abuelo,
cuyas cuatro hijas fueron asesinadas y que a veces imagina vivas y prostituidas
a los turcos. Hace eco en la historia actual. El abuelo es el único sobreviviente
en la Argentina del genocidio, su mujer está lejos, sus hijas desaparecidas y
se gana la vida sacando fotografías. Para la nieta sus fotos y la fotografía se
vuelven recursos para hacer el duelo y una tentativa fallida de reconstrucción
de un acontecimiento que aspira fragmentos de imágenes y de historias y miles
de cuerpos desaparecidos. Arzoumanian asume la primera persona de una
descendiente mujer y nieta que pasa del erotismo al misticismo.
Los
armenios que hoy viven en Turquía, luego del giro de la política de Erdogan que
ha visto los réditos de hostilizar a Israel aunque al igual que con Irán no
tenga conflicto alguno y emprenderla contra las minorías de su propio país que
vuelven a estar en la mira del Estado turco actual que no es precisamente un
modelo a imitar por los países que buscan salidas democráticas ante las dictaduras.
En un santiamén se han transformado en
un invierno regimentado. Armenios y judíos son, pese al éxito económico,
experimentados como figuras inquietantes de lo arcaico. (1)
“Mi
cuerpo es un cuerpo de batalla”, dice la narradora que se encuentra
con ecos con la literatura árabe actual más audaz, con Joumana Haddad que
demuele los mitos árabes a lo Edward Said, se enuncia como guerrera, introduce
a Sade y otras “corrupciones” occidentales en el Líbano donde Hezbollah
practica la limpieza étnica.
El
Mar negro no es el pontos euxeinos, el lugar hospitalario de que
hablaban los griegos y abría el juego de los ciclos del nostos- retorno- que le
permitía a Ulises ejercer sus astucias. El abuelo sueña con una Itaca que ya no
existe, tiene una vieja Biblia con fotos sin imágenes donde intenta reconocer a
sus hijas que se van transfigurando en la pesadilla interminable en que vive..
Los
turcos a ese mar lo llamaron Negro, lo convirtieron en un Sheol apilando los
niños en canastos y luego arrojándolos a las aguas. En contraste, las imágenes
de la Virgen y el niño recurren en las historias de armenios, ella es Star
of the Sea (Hopkins), la enemiga de Astarté que quiere maternizar los sujetos
en el Templo. Tampoco la novela se escribe desde la civilización como lo hace
Pushkin en plena campaña de 1828 contra los otomanos en su viaje a Arzrum- ve
el Arca de Noé resplandeciente el monte Ararat-, entre las tribus bárbaras.
La
novela de Arzoumanian pasa por esos lugares, es también un viaje entre hermosos
paisajes que gotean sangre pero no hay los gestos de generosidad que se
observan hacia los vencidos en Puskhin.
Entramos
en el siglo veinte y el genocidio turco es la referencia ineludible que
anticipa de las masacres del siglo XXI: una guerra impune contra los civiles
indefensos que puede leerse desde Bosnia hasta lo que hace Siria hoy con su
población.
Los
talibanes hicieron volar los milenarios Budas de Bamiyán que vigilaban la Ruta
de Seda: demostraron una impotencia ante lo arcaico. Arzoumanian recuerda a
Giacometti, su necesidad de que nos vigilen las estatuas para recordarnos que
estamos vivos mientras ellas nos cuentan de la muerte.
Las
rutas están sembradas de piedras funerarias, los "khatchkar",
caligrafías que hacen con las piedras aerolitos que nunca cayeron del cielo.
Si los talibanes asesinan así las viejas piedras, al arte, lo inmemorial al fin de cuentas- no quieren que los miren, pueden disolverlos- qué les espera a las personas.
Si los talibanes asesinan así las viejas piedras, al arte, lo inmemorial al fin de cuentas- no quieren que los miren, pueden disolverlos- qué les espera a las personas.
El
Sultán durante el imperio otomano practicaba la tolerancia con armenios y
judíos pero carecían de derechos civiles. La Sharia, no reconocía el testimonio
de ciudadanos de segunda- dhimmis- contra un musulmán.
El
mundo no habla pero los dragones se entienden entre sí. El genocidio contra los
armenios se sostuvo en un mito de origen: los Jóvenes turcos evocaban al
legendario Turán que luchaba contra los arios del mismo modo que el mito Ario
justificó el asesinato de seis millones de judíos. Fue Churchill el primero que
nombró como “holocausto” el genocidio cometido por los turcos.
Escribe:
"Los turcos usaban dagas. La daga posee un doble filo, unacabado saturado
paa un cuchillo que usaban a fondo.. Una línea fina, pareja, brillante y
continua, donde se podía ver el reflejo de la luz. Cubrían la piedra con una
capa de ligera de agua o aceite,y afilaban. Ponían los dedos en la mano
izquierda como hacen los niños para simular un revólver, luego colocaban la
piedra sobre el índice asiendo sus costados con los tres dedos restantes y el
monte del pulgar. Un balanceo, un golpe de cuchillo dado de arriba abajo como
un hachazo que hicieran capadores de liebres o vicachas. Pero no eran ni
liebres ni viscachas.
Los
herreros forjaban en secreto y a escondidas temp lando sus hojas en orina o en
sangre. Las liebres o viscachas que no eran ni liebres ni viscachas, sabían
celebrar el ritual eucarístico del comer. Sabían que no es el pan ni el vino,
ni la carne ni la sangre lo que se come, es la gracia. Cuando las liebres o las
vicachas, que no eran ni liebres ni vizcachas, sentían el olor a sangre,
pensaban en su dios, en el vino, en la gracia. En comer. Los Kahramanlar
de Bursa gritaban: no te muevas perra armenia.
Yo no
soy una perra, soy una yegua.
¿Besan
las yeguas?"
Es
imposible ocultar un millón y medio de personas. Es posible olvidar que antes
de fusilarlos les obligaban a cavar sus fosas. Y es más que posible negarlo
hasta con indignación mediante los tejes y manejes de la política
internacional, incluso con insólitas complicidades.
La
narradora no está entre las dos muertes como Antígona, por la del hermano sin
sepultura y muerta en vida por haber violado las leyes de la ciudad. Aquí no
hay un Creonte, un tirano visible que al menos reconoce su acto que a su vez lo
condena. Aquí no hay Estado ni ley que asuma algo, salvo el querer de algunos
que las víctimas resuciten para volver a asesinarlas. La venganza también juega
su papel: "Transpiré toda la noche.
Ese
día tomé una copa de brandy.
Le
tiré a la espalda porque si lo hacía de frente iba a distraerme mirando la
pistola.
Apunté
entre el sombrero y el cuello del sobretodo."
La
juventud- los jóvenes turcos que sacan a reos de las cárceles para que lleven a
cabo las masacres en los convoyes que simulan deportarlos- es hipnótica y está
hechizada por su nuevo estado nación, hay que liquidar a los que allí vivieron
durante veinte siglos.
El
amor es una prueba de origen. Vivir es dar una versión del origen, no tenerla,
querer ahorrarla, supone el refugio en el mito y sus consecuencias aberrantes.
El mito opera para que el origen permanezca intacto, fijo. Las religiones
tratan de darla apartándose del mito, instruyen al creyente pero el origen
resuena fuera de ellas. Cuando se toman los textos a la letra se cae en el discurso
del mito. El fóbico odia lo que dice amar porque su religión privada se lo
prohíbe. No puede desplazarse de su fantasma fijo en el origen, cree en él como
un fetiche que va reconstruyendo a través de cada historia en la que triunfa al
fracasar.
El
amor es un modo de desplazar el origen pero también de reactivarlo de modo que
no pese sobre los hombros. Alguien en medio de un encuentro pasional, de la
luminosidad de los cuerpos que parecen completarse uno en otro, huye en busca
de un origen que teme perder: lo arcaico está presente en el sexo y el arte no
se cansa de recordarlo. La indistinción entre hombres y mujeres es otro legado
de las revoluciones: todos son “compañeros”.
Además
de masacres como las de Kronstad, el gulag y las deportaciones, la revolución
de octubre trae la indistinción entre
hombres y mujeres. Marina Tsvietáieva,
referida por la autora, que tiene que
elegir entre una "cuerda y una soga", escribe: "Casi
no hay hombres, la cotideanidad de la Revolución, como cualquier otra, pesa
sobre las mujeres: en otra época eran las gavillas, ahora son los sacos( la
cotideanidad es un saco: agujereado) Y de todos modos lo cargas...No son
personas con sacos, los sacos están sobre las personas. No son hombres ni
mujeres, son osos: neutro. No son vagones, son montones."
“Vivimos como hermanos, las mujeres no tienen menstruación,” escribió Shklovsky en Viaje sentimental.
“Vivimos como hermanos, las mujeres no tienen menstruación,” escribió Shklovsky en Viaje sentimental.
El
amor es un pathos con el origen, una crisis para la cual no hay solución
final. Cada entre dos es único, intraducible. La narradora no está en la
situación de Antígona ni de Hamlet- que es informado por la voz del padre y
toda una serie de pruebas que se van dando en medio de una locura donde debe
vengar al mismo padre que debe “matar” en lo simbólico- por lo tanto debe no
sólo desplazar sino reinventar el origen desde esa delgada línea enrojecida por
todas las sangres que asume como heredera, argentina y armenia. Crea puentes
entre el dolor y el deseo que tienen en común no responder a causas orgánicas y
posibilitan encuentros inéditos.
No
apunta a drogar el origen como los posmodernos o las feministas que
combaten el “imperialismo heterosexual”- al hombre mismo como signo de lo
arcaico- según Judith Butler, tampoco pensar que hay un origen puro de la
lengua como Heidegger y los nacional populistas que se encuentran con ellas en
asociación nihilista. (2)
La
narradora descubre que lo que se cuenta modifica lo contado y su única
alternativa es demostrar que el origen es múltiple por retroacción, se abre así
la infinitud del sujeto, experiencia que la Sociedad trata de ahorrar, bloquear
a los suyos con ruidosas consignas y no pocas veces suicidándose. Para la
cultura posmo todo ya ha sido dicho en el Circo, pero para esta literatura
todavía no se ha dicho nada.
Por
eso luego de ir hasta el fondo del Sheol como una suerte de sacerdotisa de sus
muertos, renace en el Ararat como esposa de Armenia y describe entre
resplandores de un cielo perforado la transmutación de la tristeza en gozo:
“Los príncipes enfundaban sus penes porque pensaban que los ayudaban a
resucitar. Una montaña oscura que aumenta su tamaño. Yo, el Ararat, o la brasa
de tu sexo”.
Aquí
la narración planta una cabeza de playa, un territorio cero- fuera del incesto
colectivo- donde las imágenes se van atenuando, perdiendo “como un gigantesco
rompecabezas” sobre todas las babilonias del pasado y del porvenir.
La
novela en ningún momento pierde intensidad en todos los niveles enunciativos.
Una mínima concesión la haría perder ese delgado hilo genealógico: “El abuelo
vio fotos de colgados, de decapitados. Elige de su museo interior la imagen de
cuando se quebró la costura del cielo y los astros empezaron a girar. De cuando
la luz se hizo fuego y el fuego dio origen al agua. De cuando todo lo
multiplicable le hacía decir, exaltado sea”. El origen es tomado desde el vamos
por una multiplicidad restrospectiva, operación matemática que hace que su
simultaneidad sea el infinito en acto apelando a recursos pictóricos,
fotográficos y cinematográficos ante los cuerpos ausentes.
Se
trata de que el duelo no configure ese grito hacia adentro, esa hemorragia de
sangre que es su única herencia- del cuadro del Papa Inocencio de Francis Bacon
donde, dijo, quiso pintar no el horror sino ese grito que lo devuelve al
silencio. Es el grito mismo de lo arcaico, un grito doble- dirigido al Otro, al
prójimo o a nadie- que por resonancia nos dice que no es el dolor el que
produce el grito sino éste al dolor que como el sexo no tiene un lugar orgánico
localizable. Es así como el dolor se torna deseo y los muertos piden que la
narradora viva.
La
narradora muere y renace en un grito que es silencio, pasa del yo al vos,
como si inventara a otro- que puede estar o no estar- para desplegar juegos
eróticos y confesiones y casi en simultaneidad transita al pasado, a una suerte
de prehistoria, a ese tiempo arcaico donde sospecha que está la semilla de las
guerras del futuro.
Hay
que ganar la guerra de lo arcaico en vez de repudiarlo mediante mitos, parece
decir la narradora al inscribir en la lengua los nombres armenios.
Freud
se preguntó si el dolor físico puede producir placer sexual en tanto el deseo
funciona fuera de las pautas del cuerpo fisiológico. Las formas de erotismo que
despliega la narradora son un conjuro, la contra cara de los múltiples modos de
matar, de reducir a la esclavitud y al infantilismo al otro que, irrumpe como
fuego en la noche para revivirla con el semen de Moisés.
El
genocidio fue sin chimeneas: los Jóvenes turcos liberaron asesinos de las
cárceles para no mancharse las manos. Este pragmatismo resulta espeluznante
cuando se entra en las escenas descarnadas. Ambos genocidios- de armenios y
judíos- tienen en común haberse realizado en nombre del progreso, sobre un
fondo de mito y repudiando lo arcaico que siempre estará presente…los
exterminios los realizan los que de antemano han perdido la guerra del origen,
esto bien lo sabe el pueblo del Libro.
El
armenio era para el Joven turco una figura arcaica, del mismo modo que el judío
era una presencia que opacaba el futuro milenario que se prometía el Tercer
Reich.
A
través de la línea genealógica del abuelo – un Ulises sin mar, imagina una
Itaca que ya no existe- y sus hijas asesinadas la narradora lleva en sí la
carga de un millón y medio de víctimas por inevitable sinonimia con los suyos.
y escribe desde el Sheol mismo, esa región donde los muertos solicitan
ser escuchados desde las profundidades de lo arcaico.
En
capítulo final, Karabagh pasamos del mar negro al Jardín Negro Montañoso de Nagorno-
Karabagh. Enclave histórico del territorio de Armenia que, con el advenimiento
del Islam pasó a manos árabes, primero; y
turcas y rusas, después. En 1988 se inicia la guerra. Esta vez los
refugiados van a pelear. La novela adquiere una máxima intensidad y una
belleza indescriptible como la del Ararat :
una “insolencia sonriente que se burlaba de la miseria”. En ese lugar de
conflicto permanente entre armenios y azeríes resuenan todos los conflictos
simultáneamente. Ella, la que habla se vuelve la esposa de Armenia, todas sus
voces que retornan, todas sus batallas en las que muere, se disgrega y renace:
“Estallar en mil pedazos y reproducir así la imagen de mi tierra dispersando el
cuerpo en tantas partes hasta unificarlo en el Ararat.” Es un canto de guerra
que continúa hasta en los sueños: “Y en un pujo de éxtasis nacieron mis hijos.
En la pesadilla, los turcos venían a matar a mis niños y yo mataba a los
turcos. Cuando me preguntaron, ¿ querés disparar? Yo dije sí. Y disparé. Hubo
una explosión. Fue un alivio. Mis pesadillas cesaron.” Es también un himno a la
Alegría: La primavera olía a hierbas. En verano las moras agitaban su color
granate entre el verde y el índigo. Quemábamos incienso con resina fresca de
abeto que desprende un humo blanco y mareante.” Y también un canto erótico que
retorna y se vuelve un presente que reaparece en medio de las escenas cruentas:
“Te miro, te pregunto dónde te inundás de semen. Desde Moisés, me decís.”
Extiende
un sudario sobre ellos mientras el erotismo se abre en los orificios del
cuerpo, ante tanta muerte mayor es la vibración del deseo, el te amo final es
el retorno no de lo siniestro sino de lo que nunca ha sido. El vuelo literario
hay que experimentarlo, abre una frontera inédita donde se inscriben los
nombres armenios pero al mismo tiempo contamina a otros tan enraizados y
burocratizados que son muertes viviendo una vida demasiado humana. Este libro
supone una prueba posthumana que se vislumbra en la forma misma del duelo que
se lleva a cabo.
Mar
negro es una prueba de origen que deberán asumir las culturas que se para no
ser indiferentes a la situación de las minorías amenazadas. Para saber de qué
se trata y no ser vapuleadas por la voluntad de ignorar y la servidumbre
voluntaria que supone.
Leerlo
supone atravesar varios infiernos para encontrarse con otro tipo de sujeto,
ajeno a clones y clownes posmodernos. Esta prueba de origen es una prueba de
fuego que sacude los paradigmas estratificados en una circularidad letal, es
una voz exterior donde resuena- to enter heaven, travel hell, decía
Joyce- , la risa del paraíso del trashumanar de Dante. También el mar, por
negro que sea, tiene que alcanzar lo marítimo, decía Marina Tsvietáieva en su
libro sobre la pintora Groncharova, para la cual lo divino puede existir sin
Dios pero no Dios sin lo divino que permite el retorno de lo que no ha sido y
un mar negro de duelos fallidos se descongele en quien se atreva a leerlo.
I)
Luis Thonis, Túnez y el modelo turco, Libros peligrosos, diciembre, 2011..
2)
Basta leer los diálogos entre Zizec, Judith Butler y Ernesto Laclau para notar
el descerebramiento de los sujetos que producen estos ideólogos que sin
ninguna versión del origen salvo la regresión a una etapa anterior a la
mercancía donde lobos y corderos se amarían fuera del lenguaje. Pasan del
posmodernismo light a la vindicación del estanilismo y el fascismo. Butler
ataca el entre dos entre hombre y mujer en nombre del “imperialismo
heterosexual” en función de un neo matriarcado: la performatividad ha llegado a
los cuerpos. En “Iraq: The Borrowed Kettle”, Žižek
afirma: “Better the worst Stalinist terror than the most liberal capitalist
democracy” (“Mejor el peor terror estalinista que la mejor democracia
capitalista liberal”), es decir, hace una apología de Stalin, insultando a más
de veinte millones de víctimas y Laclau es admirador del “todo
dentro del Estado” de Mussolini y de el jurista nazi Carl
Schmitt: propone como “progresista” la concentración de poderes y la
reeleción indefinida. Estos “antiimperialistas” hablan para un público de
consumidores contestatarios, enseñan en universidades extranjeras, proponen la
revo pop en pesos pero cobran en dólares o libras esterlinas. Prefieren a un
Chávez- al que Carlos Fuentes llamó “flatulento y destructor de las instituciones”-
que una modesta pero respirable democracia.
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