martes, 20 de mayo de 2014

La peso neto. Por Marcos Apolo Benítez





Como un ridículo Cristo de monigote mil veces muerto y  jamás resucitado, como un muñeco vudú pinchado para hacer el mal, como un espantajo insensible a los horizontes y siempre cagado por los pájaros,  mi padre, con gesticulación de fantoche inverosímil y prédica de espectro denso,  intentó por todos los medios  preservar la mesa familiar.
Aun hoy, después de todos esos intentos infructuosos de salvar no se qué sentimiento de unidad, todavía se queja de que los suyos lo dejen comiendo solo, hablando desoído en la punta de la mesa;  aunque ya no tiene a quien decírselo. Mi hermano se fue hace mucho tiempo y mi vieja lo terminó dejando hace algunos años para irse a vivir y a cuidar de su madre, luego de que mi abuelo falleciera. A mi padre únicamente  le quedó el consuelo amargo de la televisión, pegado  a las imágenes hecho un ectoplasma maldiciendo al mundo entero y disgustándose por todo. Cada tanto, cuando paso a visitarlo para asegurarme de que se encuentre bien tengo que seguir soportando sus broncos ladridos.
Recuerdo como se enfurecía luego de que yo y mi hermano todavía atragantados por la comida intentábamos salir disparando al patio a jugar. Se enojaba siempre, puteaba a mi madre y casi todas las veces nos retenía para bramar su reto y dar el ejemplo. Ahí comenzaba su insoportable prédica del buen deber, el respeto, el diálogo, la unión familiar y todas esas verduras que no solo en la nuestra sino en casi todas las mesas familiares del mundo se pudrían apenas puestas en la boca. Hablo de La Argentina de principios de los noventa y del mundo de fines del siglo XX. ¿Qué era la familia para entonces sino apenas una sobra venenosa, un desperdicio loco, un bocado intragable?
Su prédica interminable era acompañada de vino tinto termidor en tetrabrik. El rancio murmullo de su voz  irritante y tediosa solo era soportable y digerible gracias a la disuasión que  proveía la voz a su vez irritante y tediosa de los títeres de los noticiosos del mediodía. Pero las más de las veces apagaba el televisor acusándolo también a éste de demonizar a la familia y entonces ya no había forma de evadir sus vomitivos consejos de cómo proceder correctamente en la vida.
A mediados de los noventa, con la entrada de mi hermano a la adolescencia, a la distorsión del Grunge, a los jeans rotos, al pelo largo, al tatuaje y a todo esos excesos de la época que a los ojos de hoy resultan dóciles souvenirs de nostalgia, el discurso sacerdotal de mi padre se fue exacerbando y  volviéndose gritos y ruido y golpizas contra las supuestas infracciones diabólicas a la moral por parte de mi hermano. También yo la ligaba, aunque en menor medida. ¡Pobre mi hermano! Todavía no entiendo cómo es que sigue vivo o más o menos cuerdo. A propósito de él, hace ya más de un año que no lo veo; seguro andará enganchado otra vez  con alguna loca drogadicta reventándose los corazones con cocaína o vaya una a saber qué otras porquerías.
Según mi padre, el mundo se iba a la mierda y el intentaba desde la punta  de la mesa salvarnos del infierno. Sin duda se creía Dios. Para él, los representantes del mal tenían diversas caras  —digamos que todos aquellos que no portaran su rostro impecable. A sus ojos y según sus proclamas, los principales embajadores del demonio  eran sus suegros, es decir, mis abuelos, con el cómplice consentimiento de su hija, es decir, su mujer, o sea, mamá. Todos ellos responsables de la mal crianza y decadencia de los niños del futuro. Pero, ¿qué pudo haber tenido de malo haber sido niño en los ochenta y adolescente en los noventa, con abuelos gordos que al principio viajaban a Mar del Plata y siempre nos traían cajas y cajas de alfajores blancos y negros, para después empezar a  viajar por el mundo y  traernos muchísimos obsequios que nos deslumbraban , pero que nosotros, con menos plata, nos conformábamos con cruzar al Paraguay, Ciudad del Este precisamente, y gastar lo ahorrado y traer un montón de tecnología y chucherías y recuerdo que hasta unas latitas de gaseosas con gafas que bailaban de un lado para el otro gracias a una pila alcalina y que luego de andar desesperados comprando perfumes y ropas por esas calles inmundas nos comíamos  unos  sándwiches tremendos y una vez terminamos toda la familia con colitis? ¿Qué tubo de malo? ¿Acaso pecamos todos, como sostiene mi padre, y ese arrastre pecaminoso es una de las causas por la cual el país se fue a la mierda, el mundo se volvió loco, mi hermano se piró, mi vieja se fue a la concha de su madre y ya después del 2001 los herejes —según él— de mis abuelos terminaron fundidos, obesos y diabéticos?
Mi padre odiaba a Dios y a todo lo que tuviera que ver con la iglesia, los curas y las monjas. Decía que eran todos corruptos  y ladrones y su principal puteo era dar un puñetazo en la mesa al dicho de «la concha de dios». Sin embargo, a mí y a mi hermano desde chicos nos mandaron a la misa de los domingos y nos obligaron a realizar todos los sacramentos. Yo hice la primaria y la secundaria  en un colegio de monjas llamado San José y mi hermano su primaria en uno semi laico llamado Pio XII. Papá se proclamaba ateo y decía que toda esa locura de los curas y las monjas era idea de mi madre. Ella, por su parte, pasó toda su adolescencia como pupila en un colegio de monjas. Apenas salió se casó con el boludo de mi padre que nunca terminó la secundaria. Pero siguió soñando por siempre la pesadilla en la que de repente empezaba a caer en un pozo sin fondo y al momento de estrellarse se despertaba aterrorizada. Por su parte, papá soñaba que lo enterraban vivo y, mientras veía desde su tumba como todos nosotros lo despedíamos durante su entierro en el cementerio, se desesperaba pidiendo socorro, pero nadie lo escuchaba. En esos instantes se despertaba con el corazón en la boca y unos gritos tremendos  retumbaban por toda la casa. Muchas veces lo vi llorando luego de esas pesadillas.   
Mi padre siguió sentado a la punta de la mesa ladrando frente al televisor  y aullando por las barbaridades inaceptables del mundo, de los políticos, de la mafia, del vaticano, de los yanquis, de la farándula, de mis abuelos, de mi vieja y de mi hermano. Decretando a gritos los correctivos y las fórmulas necesarias para encausar al mundo mientras su familia se iba a la reverenda mierda.
¿Y yo, qué hice? Bueno, tardé demasiado tiempo en darme cuenta de la indigesta que me había causado tragarme todo su sermón. Fue a los treinta y pico, y ya para cuando mi metro 55 soportaba unos 98 kilos.

Un fantasma lipídico recorre el mundo

(Fragmento)


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