domingo, 17 de febrero de 2013

La sobrina de Bacon. Por Luis Thonis.




 Sangre cristalina: así Florencia imaginaba cierta clase de tallos que de pronto tomaban ese color floral. Le gustaban los tanteos que se mostraban los gajos, anunciando un estallido de escamas sueltas en partículas de plata. Los tallos le hacían preguntarse si las flores nacieron desde las pupilas de Dios.
Alguna vez el tío Roberto dijo que eran más bellas que los diamantes.
Una prueba podía estar en que surgían en el extremo de una rama, o que los sépalos formen un cáliz para proteger el capullo. Dentro del capullo, le había contado su tío, estaban los ovarios, que reproducían el reino vegetal. También le había explicado que los pétalos tienen por función atraer a los insectos fecundadores, según las variaciones de la luz y confiarles su polen. Florencia entendía a medias todo eso, pero le parecía que el tío le contaba que en el mundo de las flores también hay historias de amor.
El nardo era la predilecta.
Ella necesitaba que el mundo se inmovilizara en un instante, aunque fuera ilusorio: creer eso le permitiría transcurrir en el tiempo, crecer. Ella creyó que se trataba de una materialización de sus pensamientos, surgido desde un borde reflexivo. De pronto, algo cayó al jardín, como surgido desde un trasfondo de la tierra y ascendiendo hacia el cielo, empachándose de fulgores hasta venir a parar ahí como el resto de un meteorito o de un cometa, no sólo para que se olvidara de las flores sino para que viera que el metal resplandecía más que el mismo sol.
Tuvo miedo de acercarse, de sucumbir a una ola de calor. Ese metal caído del cielo brillaba, y tal vez lo tiraron desde el morro de esos aviones que resplandecían como bengalas en la noche. Por suerte, el metal no ardía.
Subió con él a su habitación para examinarlo con detenimiento. Siempre miraba el cielo; ahí también abundaban los estambres de colores, nubes que eran corolas que iban rodeando la luz diurna y que cuando estaban en retirada anunciaban una verdad desnuda. Siempre había esperado un regalo, que una estrella cayese en sus manos y se convirtiese en flor. Pero no: al metal no lo vio caer, fue como si cayera. De pronto  empezó a brillar en el jardín hasta que ella con sus manos tapó sus reflejos. Cuando las abrió, vio unas partículas ingrávidas, reflejos sin otra materia que su propia liviandad empezaron a moverse como en una pequeña pantalla donde el tío le pasaba la mano a Lidia por el cuello, la bajaba y le tocaba los pechos, ella trataba de apartar sus manos, pero sonreía como poniéndole buena cara al calor del día húmedo y después de iban a la pieza del jardín, donde ella dormía los fines de semana cuando los padres se iban de viaje.
Todo lo comprendió a medias. No debía temer por Lidia. Tal vez estaban de novios con el tío, aunque ella estaba casada. Lo que había visto le resultaba apenas creíble, pero mucho más ese metal que tenía propiedades mágicas.
No sabía si lo visto había ocurrido realmente. Tenía que manejarse como siempre. Encendió su computadora y se dedicó al último juego que le trajo su padre. Fue recorriendo y sorteando cada uno de los obstáculos con asombrosa facilidad. Lo fantástico le resultaba irreal, vago, desagradablemente normal porque todos debían sortear los mismos obstáculos. Inútil buscar el metal entre criaturas de edades remotísimas. Era algo extraño como su propio cuerpo, que crecía en torno de una palabra impronunciable. Una hora después, se asomó a la ventana del patio que desde el primer piso daba al jardín y desde arriba vio que Roberto abandonaba la habitación de Lidia, con aire de estar cansado y sin levantar la cabeza.
Decidió ocultar el metal en su habitación y bajó las escaleras, hacia la cocina, donde Roberto se había servido una cerveza, acompañada de trozos de queso.
-¿Cómo la va a la nena? Perdón, a la señorita. Porque según me hizo acordar tu madre, el año que viene hacés el viaje de egresados.
Sí, con las compañeras ya estamos juntando fondos.
Yo me anoto en eso.
Florencia constataba que recientemente hubo cambios de voz en Roberto: ya no acostumbraba a llamarla nena. Le costaba aceptarla como mujer. Ya no la alzaba y la hacía girar en el patio como si fuera a llevarla a un baile. Ella creyó percibir entre sus ropas olor a sexo en Lidia. Pero tal vez era su propio sudor o el olor a cerveza. Todavía desconocía los olores adultos. El metal no los reflejaba. Tenía ganas de contarle a Roberto de su hallazgo. Pero el hecho que se le presentó le hizo cerrar la boca. ¿Reflejaría el metal cosas de ese tipo, prohibidas, secretas? Eso le daba pavor. Pero mucho más algo que sacaba de películas que había visto: tal vez esos reflejos eran obra de su propia imaginación.
El  nardo: le hubiera gustado que en jardín estuviera esa planta. Hubiera querido que el mundo se redujera al jardín y éste a un solo tronco: entonces tal vez no se irían los seres queridos, la muerte no existiría y el jardín no constatase su olvido al llamear en ocasiones como un disco rojo.
Cierta vez Roberto le dijo: las flores podrían enseñarnos a fingir lo que realmente somos y no a sobreactuar todo lo que no somos. La autenticidad no existe pero fingir lo que somos se parece a la sinceridad. Estuvo a punto de agregar: empezando por lo último que quisiéramos decir o hacer. Empezar por lo peor de nosotros, que actuamos siempre lo que no somos, pero bajó la vista y se tomó su cerveza. Pensó que podía haber mil formas de fingir pero no conocía odio que fuera original. Fingir debía ser un modo de jugar. Otras veces, sorprendió una charla ligera entre su tío y Lidia. Ella lo reprendía por algo, por salir al jardín cuando  había echado agua para lavar el camino de piedra que lo cruza. Al tío le gustaba pintar lo fugaz de las sensaciones. Pero la que ella tenía se había desvanecido antes de que supiera cuál era. El tío en ese momento golpeaba sostenidamente el gomero como explorando ruidos secos. Parecía prestarle su alma al puño y en el gomero cimbraba una música extraña.
El tío le contaba cosas de la historia de la pintura. Ella las oía como algo fantástico. Le decía que hasta el siglo XV los pintores hacían su aprendizaje en talleres, mezclaban colores, barnices y esmaltes y daban color a las plantillas de los maestros. Después se descubrió la perspectiva en relación al ojo humano y los pintores abandonaron los talleres, incluso uno de ellos, Ucello, dejó mujer e hijos para estudiarla. Eso hasta que otros como Rafael descubrieron que la perspectiva no era suficiente. A veces le hablaba de otras cosas: intencionadamente lo hacía de forma literaria, para, según él, suspender el sonido (el rugido decía a veces) del mundo. Un mínimo de silencio para el tipo que lee, tal debía ser la función del arte, porque, seguía, cómo romper el silencio si antes no se lo moldea. Algunos leen los libros aturdidos por una voz de radio mal sintonizada. A causa de eso, el arte de escribir se extingue. La pintura no puede eludir el silencio: cada cuadro es una constelación del mismo donde uno puede perderse. Las frases repercutían como guijarros duros en la cabeza de Florencia: el pueblo ama la autoridad y el fuego, era la que recordaba ahora. Los pájaros de la tarde cantaban sostenidamente y al mirar hacia el jardín vio dos grandes formas redondas siseando en el arco del crepúsculo.
Y seguía con sus golpes sostenidos sobre el gomero, luego se colgaba de él y levantaba sus piernas. A Florencia le parecía que el no se ejercitaba, sino que a través de esos golpes dialogaba con el abuelo, su padre. Y eso no le gustaba a Lidia: decía que las plantas tienen sentimientos, que cuando uno no se les acerca y les habla, empiezan a morirse. Un día, continuaba Lidia, las plantas van a cansarse y rebelarse contra los hombres. Hay películas sobre eso. Eran de mentira, pero eso no impide que no vayan a hacerlo.
A través de un golpe - concedía el tío, con ganas de disparatar - no se extrae la savia de una planta. Me gusta tocar la madera dura. La palabra éxito...es un redoble de tambor creciente. Uno encuentra frases a través de las formas...se suele decir que un caballo es un camello diseñado por un grupo de expertos y que un hombre deja menos huellas en una mujer que un pájaro en el cielo. Uno pinta para que eso no siempre sea cierto.
Le agradaba hablarle así, con un aire de extravío y ensueño y como profanando algo, mirando la mancha oblonga que se extraviaba entre las sombras del follaje y que equivalía a un diamante negro. Hacía tres años que el abuelo había muerto. Su cuerpo se debilitó en pocos meses. A ella le parecía que fue ayer. Comenzó a observar las flores desde esa muerte que no llegaba a entender. ¿Sería el metal un mensaje que el abuelo le enviaba, para decirle lo que ocurría entre Roberto y Lidia?  Era una suerte de pantalla en la que podían verse cosas que estaban sucediendo. Lo contrario del cine y la tele. Las cosas estaban ocurriendo y no estaban preparadas. No la asustaban las películas de terror. Tenía una imagen vaga, incolora y seca de la muerte. Imaginaba que los muertos se hundían, con un color blanco que no existía en el mundo, en un yacimiento de cal y los malvados caían en un horno donde asomaban caras chamuscadas, ladeando la cabeza, sin fuerzas o ganas de pedir ayuda, para volver a hundirse en una especie de lava. Ante la muerte del abuelo había sentido miedo y cautela. Esperaba volver a verlo en cada cosa o movimiento. Roberto seguía hablando del mar, mientras proseguía el ritual de ejercicios.
Tener estado físico, te ayuda para olvidarte de un mundo que reclama artistas desesperados, dijo, citando un nombre desconocido. Es más fácil ser artista si uno es ciego o paralítico, aunque no se lo deseo a nadie. Lo difícil es que todo funcione bien y quieras igual inventarte un cuerpo. Porque el arte es eso: la invención de un cuerpo por la palabra, el color o el sonido.
Le gustaba el boxeo. No por el ganador sino por el vencido, que siempre quisiera levantarse y desafiar a las estrellas si fuera necesario, especialmente cuando centellean como pupilas con un brillo que sólo tienen las joyas cuando la luna se desliza en un cielo de zafiro.
La semana que viene hago una exposición, le anunció, y esta vez vas a venir. Ella siempre trataba de eludir esas reuniones porque la aburrían, con toda esa gente que hablaba de cosas que no entendía y la miraban como a un pequeño adorno.
Lidia buscaba acercarse cuando los dos estaban en el jardín. Cuando la veía con Roberto, no podía evitar una expresión hosca que contrastaba con su simpatía. Eran sus palabras las que resonaban, como otras tantas veces:   “Roberto, no le pegue al gomero, sufre.”
También recordaba la réplica del tío: no, al contrario, a él le gusta servir para algo. Está orgulloso de su resistencia. El golpe más fuerte que puedo darle para él es una caricia y de eso último puedo repartir.
Lidia recibía sus frases como tragos de aguardiente. No está para eso, decía Lidia.  para quien toda cosa tenía que servir para algo. Roberto afirmaba que el gomero estaba feliz de que alguien le diera bollilla pero Lidia nunca se daba por vencida. Iba al costado del jardín y señalaba una planta, traída desde Entre Ríos: mire, dijo, a esta planta la crié yo misma. Al principio estaba mal y no crecía. Pero yo le hablé, la traté bien y ella entendió. Mire como está ahora. Las plantas nos escuchan y no hay que maltratarlas’.
El verde del jardín se reflejó en los grandes ojos de Lidia, que a Florencia le resultaron hermosos. Entonces, Roberto miró sus manos como si hubieran cometido una dudosa acción. Salió del jardín como un niño que hubiera cometido alguna travesura. Fue en el lugar donde encontró el metal, que no debía sentir como las plantas. Tenía una vida distinta a la del hierro forjado. Ahora sus reflejos podían mostrarle las cosas vedadas, enseñarle, iluminar sus ojos con un resplandor como el de Lidia, acrecentar los pétalos de las flores que a ella le gustaba imaginar.
La planta cuidada por Lidia crecería desde esos gajos acurrucados, sombreada a veces por el vuelo de los pájaros que se posaban, saltaban en el césped. La regaba con cuidado, repitiendo, acaso, un rito lejano. Roberto no soportaba escuchar a los zorzales. Eran la epidemia nacional desparramada por la ciudad. Hasta que los argentinos no descubran que no cantan, que chillan, seguiremos bancando a políticos delincuentes – sentenciaba achacando a esos pájaros la sordera argentina para descubrir de primera mano a quienes engañaban con las mismas mentiras.
Ella imaginaba un sendero poblado de árboles donde en vez de pájaros brillaban zarzas ardientes y pensaba: si la luz fuera agua e hiciera nacer las cosas tendríamos otro mundo, de colores como éste, pero que no serían visibles a los ojos de todos, como parece serlo el metal. Y ella podría ver los colores invisibles que Roberto trataba o descubría a través de la pintura. Lo incoloro, a veces le decía, es el punto de partida para una nueva gama. Hablaba de integrar con imaginación el mundo físico al cuadro y prometía iniciarla en técnicas de serigrafía. El verde del jardín estaba desparejo, esperando, tal vez, que Lidia se decidiera a cortarlo, regase otra vez su planta, rezongara al tío, o adivinara la próxima travesura que él tenía preparada. Roberto dependía de Lidia. Vivían solos en la gran casa. Ella estaba casada. Venía cada dos días y encontraba todo patas para arriba. La casa era demasiado grande para que una sola persona se ocupara de ella. Eso lo repetía su madre: qué suerte que Roberto tiene a Lidia. Ella iba a la casa cuando quería. El metal, en ese sentido, no era suyo.
Por un momento sintió que cometía un robo y por fortuna recordó una de las frases de su tío: a veces cometemos una mala acción nada más que para darnos cuenta de que existimos.
El metal: ¿no volvería el metal la luz como el agua?  ¿Podía crear colores nunca concebidos por la imaginación de Roberto?
Nunca podría, admitió, igualar el cuadro que más le agradaba a ella, tal vez porque se reconocía con anticipo: el de una muchacha dando un salto en el aire, apenas descubierta su condición de mujer, fresca como una flor de la montaña. A él ese cuadro le interesaba poco. Estaba ocupado en una serie de dibujos sobre las formas de vida dominantes por encima de la línea de pleamar, los crustáceos que luego de una vida larvaria de unos dos meses construyen un anillo calcáreo y quedan unidos a las rocas de por vida. Eran existencias vitalicias. Ella le pedía prestado algunos libros de consulta. Todas las formas de vida terminaban por achatarse como la frente de un dogo, hasta encontrar un equilibrio, manso y permanente. Le interesaba el modo de fecundación de esos animales, que no lanzaban sus espermatozoides libremente en el agua.
Sus óvulos eran fecundados en la cavidad del manto del animal. Imaginó el metal como el lecho ideal para formas de creación hermafrodita.
Varios días lo dejó de lado. Lo  examinó a solas en su casa. Ya no volvió a reflejar nada. Tal vez no fuera un mensaje del abuelo. Tuvo ganas de llorar al pensar que con el tiempo todos se irían. Quiso volver a la casa del tío. Ahora no era posible. Tenía que juntar fondos con sus amigas para el viaje de egresadas, y preparar el ingreso al secundario. Eso sería al fin de semana. Miró una vez más el metal: parecía invadido por una capa glacial. Esa noche tuvo un sueño: una chispa incendiaba unos picos altos. Pronto se convertía en una gran llama amarilla, en un humo blanco que arrojaba esquirlas de piedra y fuego. Y el metal volvía a reflejar la realidad que poco a poco se volvía una gran bola de fuego y ella tenía una imagen de la realidad que estaba en vías de destrucción. Se dijo que en el sueño habían influido cosas leídas sobre el origen del universo. A ella le interesaba como había comenzado todo. No le importaba como terminaría. Había que hacer un aporte diario, no arrojar papeles, aconsejaba la maestra, para proteger la poca naturaleza que nos quedaba. El tío ironizaba: hoy un huevo de águila vale más que una vida humana.
En el fin de semana, su madre y su nuevo amigo se fueron a Mar del Plata y ella volvió a la casa del tío, que quedaba a pocas cuadras. Puso el metal en la bolsa donde llevaba cuadernos para los deberes.
Lidia le abrió la puerta. La casa estaba tranquila.
Ella subió los escalones, espaciosamente, hasta la habitación de Roberto. Su tío tenía varios diarios amontonados, casi todo de días anteriores y hojeados al azar, y estaba leyendo un libro. Tuvo que pisar fuerte para que notase su presencia.
-¿Cómo está la nena?- dijo, casi sin sorprenderse. Le miró los pechos y se dijo que ella era otra. Tenía doce años. Su expresión parecía surgir de una playa desierta. Preguntó si ella tenía novio.
Ella pensó que el tío no era un adulto como los demás y se imaginó el rostro de un  cantante maduro, que vivía de las costras de la gloria más que del impacto actual. Le dijo que todo estaba bien y trató de mirar el libro que el tío leía.
Es sobre el mar, dijo, pero no  quiero hablar de eso. Florencia ya lo captaba: antes de pintar un cuadro, Roberto leía algunos libros, agregando que no era para aprender algo sino para desmentir lo que aprendía: el arte para él era el desmentido del conocimiento, aunque no su enemigo. A veces para encontrar el instante escribía una larga oda sobre un objeto, la pava, por ejemplo, cuanto más altisonante y ridícula mejor porque eso controlaba mejor que la razón a la inspiración y a muchas boberías que vienen con ella.
Ella lamentó interrumpirlo. Había ido a la casa entusiasmada por algo que no sabía y ahora no quería estar ahí, fastidiando al tío, que ahora le iba pareciendo cada vez más distinto a todas las personas conocidas.¿ Y si le contaba del metal? Ellos, a veces, hablaban como amigos. Pidió algo para tomar. Roberto, antes de que saliera, le preguntó si quería quedarse a dibujar algo. En sus palabras había vacilación. Hacía tiempo que no le decía algo así. Eso era cuando tenía menos de diez años y tenía con el un mundo que estaba desapareciendo. En la habitación repleta de libros y de papeles, con algunos instrumentos de música, un balcón que daba a la calle. Ella se sentaba. Entraba en otro mundo. No parecía la habitación de un pintor salvo por la tapa azul oscura de un libro, pocas veces abierto y que introducía a los otros. Todo estaba limpio, por mano de Lidia, salvo, notó, una bombilla de luz, lista para desplegar una intención lunar en ese castillo en miniatura. El tío tenía el taller en una pieza alquilada en el centro. Casi nunca pintaba en la casa. Ella colocaba la silla al lado de su escritorio y podía escuchar su respiración.
El tío le extendía un papel y un lápiz negro y le decía que dibujara lo que quisiera, aunque recomendaba que no hiciera una casa, un árbol o un jardín, porque a uno después le cuesta despegarse de esas imágenes. Tampoco quería algo abstracto. Adquirir hábitos era bueno para otras cosas, no para el arte. Nos volvía malos críticos: terminamos siempre viendo el mismo cuadro. Las telas deberían ser únicas como las huellas de los dedos. Ella lo miraba con sus ojos en blanco y pensaba que el tío tenía mucha imaginación, pero controlado por la razón. Esperaba verlo en esos actos tortuosos que vio en películas sobre la vida de los pintores. Pero no; el modo de estar triste de él era estar callado. A veces antes de pintar escribía una historia, que, aclaraba, los colores debían poner a prueba o desmentir. Un día le propuso que imaginase a las paredes cubiertas de hiedra y ella tenía vergüenza de no saber qué era y no se atrevía a preguntar. Tampoco, seguía Roberto, vayas a ponernos a nosotros. Ni a tu madre ni a tu padre. Hiedra, no es nada más que eso, una palabra adecuada para rimar un tango, hiedra que crece y vuelve más intenso un celeste pálido. Se hacía un silencio, semejante al de ahora y ella dejaba que el tío tuviera siempre la última palabra, para no quedarse con las suyas resonando en la cabeza: deja que tu mano se conduzca a sí misma, hay encuentros cruzados en su camino, era el póstumo consejo. Y cuando no tengas de que agarrarte, habrá un clavo ardiente.
Siempre decía cosas enigmáticas, no las entendía bien, pero sonaban a desafío, a veces a un llamado lejano entre la tormenta y la lluvia. Su mano a veces quedaba paralizada ante tantas alternativas que le producían un vértigo ligero y desconocido que bajaba desde las cortinas. El clavo ardiente se diluía en una pesada niebla.
Por momentos los cuadros se esfumaban en jirones fantásticos y sus manos tocaban una estatua de nácar. Volvía a pensar en el abuelo, al cual según Roberto no era apropiado tomar como tema. El tío volvía a su libro. Por las rendijas de la habitación entraba una mancha de sol que como una copa volante iluminaba una foto de mujer, con pantalones bien apretados, sentada junto a Roberto, con su brazo suspendido, como si estuviera a punto de acariciarla, pero mirando hacia otro lado, tal vez hacia un pájaro invisible y lejano cuyo vuelo podía atravesar los cristales. Ella se sentaba a veces en las rodillas de Roberto, pero no de esa manera. A veces pensaba que él vivía en una suerte de reducto, envuelto en una piel de gato blanco, contradiciendo el adagio que citaba: la luz come el color como el color come la línea. Para él la luz y el color eran formas que pocas veces llegaban a encontrarse. Quería que su habitación tuviera  luces afine a los maestros del claroscuro para pintar sombras penetradas por la luz. Florencia no entendía mucho, pero notaba que el color blanco pintado por Roberto era intenso y acentuado porque no estaba cómodo en la oscuridad. Todos los pintores, se decía, aman los colores en los que pueden abandonarse, viajar, encontrar la ciudad, la calle que refleje la cualidad única de su alma. Algunos recorren el mundo y lo que buscan está en una vecina balaustrada.  A veces, el tío se sentaba mirando a la noche las luces pálidas del jardín, hasta volverse definitivamente insensible, clavando los ojos en cualquier objeto y bastaba una débil brisa para que la belleza - informe y la envenenada - pasara por una argolla. Le contó la historia de un pintor italiano, Caravaggio, que para él representaba la especie humana: había sido un creador genial y un  vulgar asesino. Le daba un sofocón cuando lo llamaban artista, aunque le gustaba hacer el propio panegírico donde se pensaba a sí mismo como el custodio de una catedral vacía, en la que tal vez no había nada, una simple bocanada de humo que se esfuma en los grandes árboles de la explanada, pero que el defendía con los dientes apretados de otros cultos demasiado entusiastas como para ser creídos. Este hombre insolente en ocasiones se presentaba ante Florencia como un adolescente que se promete abandonar las malas costumbres diciendo, si, sí, señor, pero no todavía, como San Agustín.
Ahora, que los padres se habían ido, ella podía explorar toda la casa y pensar qué hacer con el metal. Ocultarle eso a Roberto le daba un poder que antes no conocía.
Más de una vez, se prometió que leería esos libros. A amontonados en pilas dormían una siesta para derrumbarse de pronto en un estruendo seco. La mano del tío recorría las páginas como descartando pájaros que no querían desplegar sus alas hasta dar con un viento que sacudiera las frases aletargadas hacia una luz que antes le faltaban por haber sido maltratadas o mal leídas.
Advirtió que Roberto no podía concentrarse.
Hojeaba el libro, hasta detenerse en un espacio que se abría entre índice y pulgar.
No sabía lo que su mano quería trazar. Ahora se deba cuenta de por qué no quería sentarse en la habitación del tío.
Hacerlo alentaba las ganas de dibujar, del mismo modo que al pasar un heladero quería tomarse un helado, y ese no era el problema, sino que quería dibujar el metal y le angustiaba hacerlo.
No quería que su dibujo se asemejase a un pedazo de materia: un color que podía imaginar desde el tono lavanda del vestido que llevaba puesto. Otra vez pensó enterrar el metal, bajo sus líneas sinuosas, que imaginaba diseminándose en miles de flores diferentes, en camándulas azules y moradas entre doradas espigas, hasta que entre todas asomaba la cabeza en forma de pirámide un trébol blanco, para que el mundo no pudiera ver la flor hasta que una forma convexa lo mantuviera a distancia y ella supiera qué hacer con él. Pero deseaba que sus reflejos ondeasen, como si estuviera en un perpetuo e incesante movimiento, pero suspendido sobre el papel, hasta que respirase o hablase como el gomero, las encinas o las plantas.
Imaginó al metal como una semilla que hacía crecer las cosas, ponía huevos impalpables, más valiosos que los del águila. Con un temblor en el pulso se dijo que podía ponerse a dibujar eso. Roberto le había contado algo sobre estrellas llamadas pulsantes, compuestas de materia comprimida y densidades de masa nuclear, astros que emitían grandes cantidades de energía en forma de señales de radar. Nuestra imaginación era incapaz de concebir tales fenómenos. Ella pensó que no estaría mal pintar esas estrellas de materia comprimida inconcebibles por nuestra imaginación. Pero el océano ilimitado en que existían no era posible de ser representado. Los colores podían dar vuelta a un dibujo, hacer significar lo contrario que prescribían sus líneas, añadir cierta desazón a los contornos firmes, a su luz hacer surgir una oscuridad irremplazable, como un trozo de barba negra entre caras descompuestas. En ese momento, Roberto le decía que nuestro cuerpo era una mensajería donde circulan infinitas formas de información y que el arte captura algunas, para  exponerlas en la flecha del tiempo, haciendo cesar la torpe oposición del alma y el cuerpo, mostrando, por ejemplo, que la velocidad de la luz responde a las edades del universo.
-Hoy - continuó - sabemos que percibimos la mitad del uno por ciento de la energía que sostiene el universo y que los científicos llamaban energía sombría: habitaba el campo cuántico de la antigravitación y situaba el universo en una nueva fase expansiva luego de millones de años posteriores a los pocos segundos del big-bang.
Ella no entendía y sólo se preguntaba si el metal no sería un desprendimiento de masas que en sordo sonido de una arboleda encuentra como único testigo a los ojos de un ciego. El universo, tal vez, volvería luego de alguna catástrofe a las tinieblas que precedieron la creación: entonces, pensó, sería posible volver a caminar sobre el mar, pero ya no habría nadie, la luz de un relámpago se había llevado la última forma de lo humano, en una mezcla de espanto y alivio.
El tío tomó un libro y le mostró el cuadro de Bacon sobre Inocencio II. Esa expresión era un de horror mordaz, donde el grito que daba el papa había sido arrancado al mismo grito para que en el universo por un segundo se escuchara cómo ese grito es absorbido por el silencio. Si se escuchara sonaría como una negra estridencia de un grajo. Si aumentara el volumen, la gente enloquecería, creo que para bien. Parece que el pintor al principio intentó pintar la sonrisa oronda del papa inspirado en Velázquez. Bacon probó mil veces y, supongo, no fue por falta de talento sino de la fe del pintor español. Yo también quise muchas veces pintar la sonrisa de una mujer que amaba y terminé pintando la negritud de su alma que era equivalente al grito. Sería la misma sonrisa del Mal del cual sólo conocemos tibias alegorías. Pero no tengo el talento ni la fe...
A ella la imagen le resultó mucho más impactante que todas las que vio del demonio. No se atrevió a decirlo. El tío le decía que el demonio era un pobre diablo y los pactos con él irrisorios en un mundo en que era un perfecto extraño. En eso estaba cuando sonó el timbre. Bajó la escalera y llegó a la cocina. Lidia había abierto el postigo y retrocedía ante la una voz ronca. No había que abrir la puerta por la cantidad de asaltos que había en el barrio. Habían matado a personas por unos pocos pesos. Verdaderas ejecuciones. Los violadores salían y volvían a violar, los asesinos salían y mataban otra vez y el que no pertenecía a la industria de la víctima y sus organizaciones de derechos humanos tenía que aullar para que lo escucharan. El miedo se almacenaba en las casas y los tipos por  nada podían golpear brutalmente a viejos indefensos, partirles el cráneo sin que a nadie se le moviera un pelo. Desde el gobierno se juraba que estábamos en una ciudad segura: se gastaba el presupuesto en esa publicidad. La policía estaba agazapada para multar a los infractores de tránsito: al policía actual le convenía mucho más hacer boletas que meterse con patotas asesinas, si no estaba en jauría con ellas. Lidia explicaba todo por el uso de las drogas, que por otra parte, se vendían en los quioscos con total libertad. Ahora somos un país productor, comentaba Roberto.
Ella apretaba sus manos en las rejas como si quisiera doblarlas. Estuvo a punto de correr hacia arriba: era, al parecer, un asalto. Sus ojos buscaron un revólver de cañón corto, como en las películas. Vio que Lidia mantenía la calma y discutía con ese hombre, al que conocía. Era su marido, un hombre mucho mayor que ella y parecía estar borracho, por el rojo hinchado que mostraba su tez  de color trigo, en algunas zonas tiznada. Quería que ella abra la puerta y salga. Ella se negaba, la discusión subía.
Lidia contraatacaba a cada reproche del hombre que le decía puta y que la iba a matar. Ella le replicaba con un sólo epíteto, el de vago, al que sumaba, a veces, el de borracho. Florencia  en ese momento sacó el metal a ver qué reflejaba. Al principio, todo estaba como nublado, pero desde un espesor lechoso, empezó a soltar astillas de luz hasta mostrar a Lida, caminado por la calle y al hombre, sacando un revólver de caño corto y culata negra. En el barrio habían violado chicas de su edad y la farmacia tuvo que cerrar al ser asaltada todas las semanas, a dos cuadras de la seccional de policía. Ella no tenía miedo; quería tenerlo y se quedaba con al boca abierta. Las imágenes quedaron suspendidas y luego se disiparon. Florencia dio un pequeño grito, pensando que habían disparado sobre Lidia. Se oyó nítida la voz ronca del hombre que repetía en otro tono, con mayor carga de odio la palabra puta, bien fuerte, para que todo el barrio lo escuchara. Hubo un silencio y  Lidia cerró la puerta. La miraba como viniendo de un velorio, con algo de sudor en la frente y la cara de un rojo entumecido.  Florencia  guardó el metal en la bolsa.  Dudó si lo visto no fue producto de un espasmo. Lidia vio el metal y dijo: ¿le ibas a tirar con eso? Yo con ese sinvergüenza me arreglo sola.
Cuando ella le recordó la amenaza, Lidia soltó una risa, casi como para que la viera Roberto, que en ese momento bajaba por la escalera
Ella, por suerte, ya tenía oculto el metal. El tipo era el marido de Lidia, el metal, al parecer, no daba un testimonio exacto de los sucesos. Con ese brillo intenso y sombrío había reflejado algo que pasaba en su imaginación. Lidia dijo algo en clave y agregó: nunca pensé que iba a venir hasta aquí. Es capaz de eso y de cualquier cosa - dijo Roberto - y agregó: esta noche mejor no te vas.
-No, sería peor - dijo ella. Aunque me quedaría porque aquí me siento mejor, eso sí, pero no porque le tenga miedo a ese - dijo Lidia, fortalecida por un tono que brotaba de un fuero interno que le desconocía.
Florencia se dio cuenta de que sobraba. Nunca Lidia se había quedado a dormir en la casa del tío, porque tenía marido e hijos que atender y para no despertar las suspicacias del barrio. Pero esta noche, al parecer, iba a quedarse, por la insistencia de Roberto que ahora endulzaba la voz para convencerla. Florencia en ese momento se sentía como una intrusa. Estaba interrumpiendo una especie de corta luna de miel. Fue al jardín, buscando un costado de sombra, palpando el metal oculto en el bolso, como una pepita dorada  mezclada con los útiles del ingreso al secundario.
El metal era su objeto secreto, como esa ostra marina descrita por Roberto y deformaba la realidad, la volvía más complicada. Ella le pasó las manos por la cara y le besó esos ojos que nunca veían nada claro, puro, inocente y parecían cansados por haber asistido a una bacanal interminable. El no estaba preparado para ese arrebato de cariño. Puta: el hombre la había llamado así a Lidia. El tío le había hablado bien de ellas. Ellas probaban la existencia del amor: no se dejaban besar en la boca, algo que sólo reservaban para su hombre. Podían besar a veces por plata pero no lo hacían de veras. Roberto pensaba que en  un beso uno ponía todo el ser y que un beso en serio era una prueba de amor. Ella no entendía bien: Lidia besaba intensamente a Roberto, entonces no era una puta, pero engañaba al marido que la llamaba así y sin embargo era una buena mujer.
Recordaba otras tardes, cuando todavía sus pechos no habían crecido, ni se había hecho los primeros análisis de la menstruación, en que las líneas trazadas le resultaban un garabato y su tío la alentaba:   “así, así, vas bien”.
Entonces no sabía por qué la parálisis le ganaba la mano. Es que - advertía ahora, viendo pender los cables en los postes de madera de teléfono - siempre se negaba a hacer el papel que se le pedía. Por eso apartaba el papel sobre el escritorio y hablaba con capricho, no quiero dibujar, decía, musitando para sí el nombre del abuelo, hinchándole a veces los ojos en dos círculos rojos.
Pálidas luces entraban en la penumbra de la habitación. Roberto miraba hacia la persiana,  como si fuera a descubrir a alguien, afuera y una ola de luz de pronto anegaba la pieza.
Para pintar ese lugar donde está el abuelo, tendrías que ir más allá de esta luz.
Y ella, con una inocencia que ahora era un preludio de rubor, le preguntaba si él conocía ese lugar, el paraíso, algo cuya forma no alcanzaba a configurar pero que irradiaba benevolencia. No olvidaba la escena, ocurrida hace unos años, ni bien murió el abuelo: Roberto advirtió, abriendo la persiana, que con la entrada de la luz la habitación había ganado en levedad y tomó el gran cenicero de hierro, que tenía  sobre el escritorio y que nunca usaba para fumar. Lo hizo girar sobre su cabeza y se sentó con la familiaridad de quien va a contarle un cuento.
-Mirá... ¿vos querés dibujar el lugar donde está el abuelo? No puedo asegurarte si existe. Tendrías que comprobarlo vos misma.
Sonrió con los labios que ella  conocía cuando iba a tenderle una trampa.
-¿Y cómo?- ella conservaba una secreta esperanza.
-Con esto es suficiente - siguió el tío - mostrándole el cenicero de hierro. Basta y sobra. Te doy en la cabeza con el cenicero y listo. ¿Te das cuenta? Pensemos que el abuelo está en el paraíso: allí no hay cuerpo, no hay dolor, no tenés que hacer pipí. Con esto te doy un golpe en la cabeza, te mato, y vos seguramente vas a conocer todo eso. Es un viaje rápido. Te salvás de las cosas feas que hay en este mundo. Se dice que cuando un niño muere se transforma en ángel. ¿Estás de acuerdo?
El tío parecía hablar muy en serio, pero ella, gracias a esa sonrisa inicial con la que prefiguraba los equívocos mismos de la vida, sospechó una trampa. Esta vez le planteaba un desafío más sutil que anteriores veces. La muerte era invitada y parte del juego.
El tío alzaba el cenicero, casi lo frotaba entre sus manos cruzadas por un destello. Estaba ávido, palpitante de una respuesta, enderezando su cuerpo para que el golpe fuera seco y no la hiciera sufrir: sé que tenés miedo al dolor. Pero no voy a hacerte sufrir. Te voy a golpear como a una pequeña perdiz que no sabe siquiera que ha sido cazada. Y después todo va a ser lindo, todo lo que te gusta lo vas a tener sin pedirlo y vas a estar con el abuelo. Me vas a dar las gracias por sacarte de este mundo tan pronto.
Estuvo a punto de pedirle que repitiera las palabras para ver si cometía un error o estallaba en una sonora carcajada. Lo miró fijo en los ojos para comprobar como si hablaba en serio. A él no se le movió un músculo de la cara. Ella se mantuvo firme, sin vacilar. Después de todo no le importaba mucho irse de este mundo. Ella pensaba que esperar un regalo era un buen motivo para quedarse. Tal vez el tío, si es que hablaba en serio, tuviera razón. Atisbó su risa contenida y respondió:
-No, porque yo tengo revólver y te mato a vos.
Entonces tenía seis años. Ahora, esa palabra, revólver, la hacía pensar en su padre y en el metal.
El se había conmovido, nunca lo vio así: contemplaba la forma de una inteligencia no ultrajada, la misma que el artista trata de captar a través de una angustia a veces infernal. Ella expresó sus ganas de dibujar.
El tío se resistió a darle un beso o acariciarle la cabeza para expresar admiración y ella entendía a medias algo que lo exaltaba
Lo increíble - de dijo en tono de confesión - es que también la muerte es irreal. Por eso aparece siempre con una máscara. Es mucho más fácil morir que convencernos de que algo haya muerto.
Ahora descubría que era que ella podía seguir su juego hasta el fin, captar su pensamiento en un girar de hélice donde se intercambian conceptos y sortilegios. Aquella vez, el tomó un libro de Conrad de una pila desordenada y leyó un párrafo: “Cuando de una calabaza brota una carroza de gala perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla, sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su magnífico destino.”
Entonces pensó que eso del paraíso era un cuento bello pero abrumador. Ella quería vivir porque el mundo presentaba una multitud de coloreados reflejos y quiso pintar casas de bambú, hechas de ramas y de hierbas como nidos de una especie acuática. Pisar el suelo pampeano, matas espinosas, la paja brava y el cardo que hacían pedazos los pies. Los cuentos eran recursos precarios o suntuosos que querían conquistarnos para algo que emergía en una masa de hechos tupidos, bajo la luz vertical del sol, mientras se desmoronaban unos, o perdían como tropilla tantos otros. Los más reiterados se volvían tontos al no tener una nota de azar. El paraíso había sobrevivido a miles de sueños colectivos, especialmente a soluciones integrales para arreglar el mundo, que prometían un camino seguro, y según el tío no habían hecho sino empeorar las cosas.
La clave del paraíso estaba en una ventana del infierno: los malos artistas, decía, son los que en lo horrendo no pueden encontrar la belleza. Era artificial. Puede ser pintado y no dibujado, repetía. ¿Hay que ser un San Francisco para encontrarlo en un rostro?, preguntaba sin esperar respuesta. Florencia imaginaba líneas abstractas como estrellas y como en una canción que le gustaba alguna de ellas podía ser la vía a ese lugar donde podían estar todos los seres humanos, incluso los más malvados, pero no ella. Se lo dijo al tío que respondió: no menos vos sino menos todos. Ella le daba letra a la imaginación del tío. No creía en el paraíso. A menudo citaba a Voltaire, diciendo que lo único que podemos hacer es tratar de hacer más habitable a la tierra. Voltaire  no había entendido qué clase de tipo era Pedro el Grande. A veces firmaba así comentarios extravagantes sobre pintura. Le había regalado el Cándido, que no había leído todavía y a veces firmaba algunos de sus cuadros con el nombre de ese escritor. Vos - le decía - sos como la sobrina de Voltaire, una chica muy inteligente, aunque yo no soy como su tío, para mí la razón es un pretexto que se dan los hombres para cometer las mayores estupideces. Aunque, siguiendo la analogía tendrías que ser la sobrina de Bacon, aunque ignoraba si el pintor la tenía. Ella insistía con lo del paraíso: aunque no exista, no puede ser pintado. Insistía sobre qué tipo de criaturas lo poblaría. Caracoles depredadores, deslizó el tío, con la mente alerta siempre en lo que estaba pintando, y le habló de esos caracoles de trompa blanda, con dientes puntiagudos que atacan a los balanos y a los mejillones comunes.
Ella preguntó si el paraíso podría tolerar criaturas depredadoras. Creo que no dijo el tío, nosotros en la tierra somos los peores depredadores, la única especie que mata a sus miembros. Pero si Dios existe, no tiene la culpa, él nos dio libre albedrío. No creo en Dios pero me gusta la idea de que haya Alguien. Voltarie decía: todo se resume en Dios y la libertad pero no todas sus serigrafías fueron felices. Dios puede también ser un pasajero eventual. No se ocupa de nosotros y está bien. Mirá a los locos que todavía pelean por él. Acá podés pintar o putear contra Jesús, la Iglesia y María Santísima. Algunos se olvidan que hay tipos que te cortan la cabeza si no pensás como ellos. Voltaire luchó toda su vida contra el fanatismo y después la razón se volvió diosa y hubo fanáticos razonadores capaces de justificar cualquier cosa.  Hoy, hay tipos que creen la muerte más allá de la vida aunque la confunden con un paraíso que es un infierno enloquecido y se convierten en bombas para alcanzarlo. El  paraíso es algo demasiado importante para dejárselo a Dios, dirían algunos pintores. Yo a esos caracoles - aclaró - los pinto entre pájaros sin cabeza, entre bronces de campanas y porcelanas, para acentuar la ironía. No sé si viste la imagen de un caracol ampliada: es bastante impresionante - acotó.
Ella dijo que así menos que menos quería entrar al paraíso. No entra ninguno, contestó Roberto, porque no existe salvo en la música o el color. El resto es un cuento para que creamos que algunos que se portaron bien están allí. No me preguntes qué es portarse bien, sería aburrido contestarlo. Uno siempre se considera peor los que otros, a veces lo es, y se vuelve malo al esforzarse demostrarle al otro que no es así. En los planes más perversos siempre hay una grave metida de pata en el camino. Los malvados a la larga se enceguecen y disuelven. La bondad a largo plazo se muestra invencible. El tema del paraíso dio muchos réditos, ha sido abandonado por el mundo y se lo apropiaron los fanáticos. ¿Te das cuenta? Las palabras traicionan, los colores no, tal vez porque serpentean. Las palabras parecen dóciles, frágiles, etéreas y, sin embargo, están ceñidas por invisibles correas que de pronto te hacen decir lo contrario. A veces te dejan como una hernia estrangulada. Tal vez para eso existen los poetas, los verdaderos: son los que devuelven las palabras al vértigo, quitándoles el peso culpable que llevan consigo. Lástima que hoy sea un arte extinción por sobreabundancia de mediocridad.
Roberto olvidaba muchas veces que la tenía delante a ella, que se esforzaba por captar el dispararse de los sentidos que se iban por una autopista que de pronto se oscurecía y las cosas chocaban, pero todo eso no le disgustaba. Veía el sudor de las axilas que abrumaba al tío y tomaba eso como un desafío a su capacidad.
Cuando Roberto hablaba así, ella sabía que no esperaba respuestas y se colocaba como espectadora privilegiada de cuentos extraños, dichos sólo para ella. El movimiento de sus facciones no era menos decisivo que lo narrado.
Qué loco el tío, en la familia nadie lo entendía. Ella comenzaba a entrever esa especie rara: los artistas. Roberto le decía: está lleno de chantas en este ramo, y tal vez yo sea uno de ellos. Sé siempre incrédula en esta zona de mitómanos. Nadie entendía a Roberto, pero en la familia lo consultaban como a una autoridad cuando necesitaban algo que él, irónico, llamaba ayuda espiritual. Ella tranquilamente podría hablarle del metal. Pero lo sucedido con Lidia, la visión insólita que tuvo, la hicieron desistir. Decidió ponerse a estudiar. El metal sobresalía, podía notarse en la bolsa. Por un momento pensó en ocultarlo entre los juguetes amontonados en la pieza del fondo, donde Lidia se cambiaba y donde había visto la escena con Roberto.
Ahora caía en cuenta que la habitación, pese a tener muchos objetos suyos, era de ella. Tal vez esa noche dormiría ahí y el tío iría a acompañarla. Ahora Lidia apareció en el jardín. Estaba con el rostro acalorado y empezaba a juntar las pocas hojas caídas. Cuando se acercó a ella le preguntó por ese pedazo de fierro, no supo si con sorna. Ella le dijo que lo necesitaba para un trabajo práctico en la escuela.
Florencia era muy hábil para las cosas manuales.
Al parecer, Lidia quería tirarlo a la basura. Para ella era el destino final de toda cosa que no pudiera justificar su permanencia en la casa. Volvió a su tarea. En realidad, no tenía nada qué hacer. Aunque sin darse cuenta, Lidia iba a encargarse de ese objeto como si fuera un mechón de pelo que no tenía sentido en la cabeza casi calva del tío, una flor agreste que ha dejado de dar aroma. Una nada que permitía ver cierta nada que había en las cosas más firmes. Había visto en sus ojos que a Florencia eso le interesaba y algo le silbaba en los oídos. Florencia le preguntó, con tono distraído, si iba a quedarse esa noche. Lidia sacudió la cabeza sin darle una respuesta que ella entendiera. Ni bien se fue, Florencia tomó el metal. Lo escondió tras unas macetas, próximas al tacho  del jardín, donde se tiraban las hojas secas caídas del gomero. Había un depósito lleno de maderas. Un sitio ideal, pero cerrado con candado, visitado por gatos en busca de alimentos. Decidió que allí Lidia no tardaría en encontrarlo. Volvió a mirarlo y no mostraba ningún reflejo. Entonces fue a buscar una pala que nunca había utilizado entre las cosas del jardín y comenzó a cavar en la parte posterior. Cavaba unos cinco minutos y volvía a sus cuadernos para que no la vieran. Hizo eso unas cinco veces hasta que luego enterró el metal. Arreglar el pasto para que nadie lo viera le dio el placer de quien oculta un secreto.
El sol caía en la tarde y recordó las palabras de Roberto cuando afirmaba que el paraíso había sido pintado muchas veces y le mostraba una serie de láminas con cuadros famosos que le quitaban las ganas de hacerlo.
Ahora le parecía que nunca había visto reflejos como los del metal. Como si nada permitiera horadar la luz material que arrojaba. Para llegar al paraíso debía haber atajos, cortadas, se dijo, mientras un aire tibio pero frío, con la sequedad de un viento de cementerio, jugaba con su pelo y pensaba que entre las margaritas crecían los crucifijos.
Era ese viento primaveral que luego de la caída del sol propiciaba la gripe.
Ella se resfriaba por cualquier cosa y pensó en que tenía que volver a la cocina. No sabía cómo ubicarse en la casa. No quería sorprender ni molestar a Lidia y Roberto.  Probablemente estaban tratando el tema de la inesperada presencia del marido.
El tío siempre tenía historias con mujeres; muchas eran casadas, pero no debió meterse con  Lidia, que pertenecía a otro mundo, además de trabajar en su casa. Eso pensaba Florencia, quien a su vez lamentaba meterse en la vida del tío.
¿Dónde estaba la bondad de la que hablaba? ¿No le hacía daño a un pobre diablo?. Ella no podía aconsejarle nada. Pero algo, y no precisamente la visión del metal, le decía que esta vez había elegido mal su objeto de seducción.
Antes de la noche, Lidia había aceptado quedarse. Ella quería irse. Llamó a su amiga y le preguntó a Roberto si podía ir a su casa. La negativa fue terminante: la madre le había recomendado que no la autorizara. La madre quería estar presente cuando ella salía porque estaban sucediendo cosas raras en el barrio.
Florencia estuvo a punto de intentar una defensa: ya era grande y Roberto lo sabía. No lo hizo. Se daba cuenta de que Roberto quería ahorrarse eran los reproches de su madre. Encargaron una pizza grande y vieron una película entre los tres. Lidia nunca dejó de actuar como mucama. Exageraba esto hasta el ridículo, preguntándole si quería una manzana, un jugo de naranja, dispuesta a servirla especialmente a ella, tratando de probar que no hacía horas extras pero sin atreverse a ser dueña de casa. Fue un momento lamentable. Florencia pensó que a veces la pérdida de las jerarquías desemboca en la nada. Finalmente, Roberto le dijo que se siente en la mesa y le condensó el argumento de la película que estaban pasando. Era una historia de amor entre personajes de edades y clases diferentes, más creíble que la de Lidia y su tío. La mujer trabajaba de mesera, tenía más de cuarenta años y conocía a un joven de clase alta por casualidad. Todo conspiraba para que la cosa no pasara más de una noche. El temía presentarla en el medio que frecuentaba. Un día la invita y una de las amigas le pregunta, insidiosa, cómo ha enamorado a un tipo tan codiciado. Ella le responde que acaso porque es muy buena en la cama. Lidia que había llamado idiota a la yanqui de clase alta festejó la frase que sonó a cachetazo con una sonrisa y estuvo a punto de recostarse sobre el tío. La mano de Roberto se acercó a ella, pero miró de reojo a Florencia y se detuvo. La mujer que provocó la mesera, la norteamericana media, incolora, casi inexpresiva, no resultó nada tonta: le contestó que no tenía por qué sentirse agredida ni juzgar apresuradamente el comportamiento de los demás en la cama.
El rostro de Lidia se oscureció más que el de la mesera: las dos habían sufrido un fuerte desmentido a su imagen de mujeres fuertes y sensuales. Lidia quedó inmóvil. Roberto intentó un chiste, pero al final de la película, que termina como los mejores amores de Hollywood, deslizó tenues críticas: no, en la vida las cosas no terminan así, pero nos gusta engañarnos un poco”, vernos “esculpidos en arenisca roja”, dijo, simulando golpear la mesa y citando a alguien desconocido y haciendo contrastar lo dicho por la cita con el énfasis que ponía en sus enigmas verbales : no está mal que las historias terminen bien en un mundo de seres culpables del bien que no hicieron. Somos débiles y tratamos de simular que lo único que queremos es que todo sea de color rosa. Por eso pintamos, para poner ante los ojos esa  verdad de varios filos.
Lidia se limitó a comentar las diferencias de clases sociales. Son demasiado diferentes- dijo. No hay diferencia que salve el aquí y ahora de las sensaciones – acotó Roberto.
Lidia no captó ese sentido que como los dientes puntiagudos del caracol de la tela, brotaba de sus frases. Florencia tuvo una alegría secreta al darse cuenta de que Roberto se estaba dirigiendo a ella, pasando por alto la ingenuidad de Lidia que creía que las cosas podían terminar de forma tan rosa como sucedió en el film.  ¿Si el mundo fuera de ese color, existiría la pintura? No, según el tío, ese color lo querían todos, daba vergüenza y en la pintura demostraba que nunca nada lo tendría definitivamente.
Después tuvo un halo de sospecha sobre su tío: que fuera un seductor estaba bien, pero que se aprovecharse de las mujeres débiles  le causaba repugnancia. Por primera vez Florencia lo vio así y le preguntó si los hombres que son malos en la vida pueden ser buenos artistas. El había dicho que en la vida hay encuentros únicos: suceden cuando un ángel es derribado de una torre por un disparo azaroso y cae a nuestros pies transformado en otra cosa, que no sabemos que es, pero que nos despierta o inspira. Tal vez el metal era eso: algo que había caído para despertarla en una turbulencia que no necesita de un bosque y ella no quería ser expulsada del sueño. La clave de todo debía estar cifrada en una página donde aparecían dibujados tres arces viejos y protectores, una sola frase entre la espesura de miles de borradores. Roberto tenía los ojos cargados y ladinos, informado de que lo tenía en la mira. Ella no entendía demasiado de historias de amor prefirió no sacar una conclusión que tal vez no existía.
Oyó una música para ella desconocida. Después el tío le explicaría que era una ópera  de Alban Berg donde - en el momento del crimen tras el adulterio – resuena, dijo,  un Sí único en la historia de al música y que ese Sí probaba que ella tenía muchas cosas para descubrir en sí misma. Ella lo escuchó, le resultó muy bello pero no llegó a sacudir su cuerpo. Los de su edad escuchaban otra clase de música.       
Pensó en su próximo baile, en el muchacho dos años mayor que ella, que le gustaba por sus ojos negros y profundos.
Se fue a la habitación y se puso a dibujar líneas sin destino, hasta que se le ocurriera algo. Hubiera querido dibujar las miles de pequeñas notas que percibió entre los dos y compararlos con lo que vio en el metal para tener. vio entre los dos versiones de un hecho que parecía obra de su imaginación. Pero estaba sin inspiración o fuerzas para eso. Leyó al azar una novela de aventuras, empezando por el penúltimo capítulo. Cuando el sueño la ganó apagó la luz, sin poder dormirse. Todo estaba en silencio. Tuvo ganas de bajar, pero temía molestarlos. Quería desenterrar el metal y examinarlo nuevamente. Lo haría al otro día, porque era posible que ellos pasaran la noche en cuarto de Lidia. Los vio en el jardín y le pareció curioso ver a Lidia recostándose en los asientos de mármol de la mesa. Roberto le pasaba la mano por el cuello, consolándola de algo. 
Al otro día no tuvo oportunidad ni ganas de desenterrarlo. El temprano llamado de la madre, que le molestaba otras veces, le hizo pensar cuánto quería irse de la casa. Fue una vez más al jardín y suspiró con calma, ante el encaje azul del cielo: la tierra estaba pareja y el objeto enterrado como un tesoro. Le gustaban las emanaciones de esa escena, los rayos de sol que traspasaban sus cabellos, esa luminosidad posándose sobre un color lobuno del metal, que le hizo pensar que del ocio brotaban todas sus fuerzas. No comentó una palabra a su madre de lo sucedido entre Lidia y Roberto, en la visita del marido, ni su encuentro con el metal.
Esos sucesos estaban sutilmente encadenados, aunque no hallaba un sentido preciso. Al otro día, al volver al colegio, su madre no estaba en la casa. Leyó una nota que la paralizó por un momento: “El marido casi mata a Lidia. Le pegó en la cabeza con un fierro. Estamos en el hospital con Roberto”.
Ella no podía creerlo. Pensaba en el arma usada por el hombre. La idea del metal como un instrumento de violencia la hizo palidecer. Tranquila, le dijo la madre. Ella no podía quedarse quieta. Quiso ir a buscar el metal para ver cuánto pesaba. Pero el tío no estaba. Sabía que en la casa había un juego de llaves de Roberto. Las encontró su cajón del escritorio, junto a un paquete de preservativos. La madre estaba separada, le anunciaba que Jorge sería con el tiempo su nuevo padre. Pero al ver los forros se dio cuenta de que su madre y Jorge habían pasado el fin de semana juntos en la casa.
A su madre no le gustaba viajar afuera los fines de semana: lo consideraba un trabajo más que un descanso. Necesitaba estar con su nuevo novio y la dejaba de Roberto, que a su vez tenía una novia nueva a quien el marido le había partido la cabeza.
Pensó en un tema juvenil: el del engaño adulto. Antes, le decían la madre y Roberto, se engañaba a los chicos, empezando por el sexo. Ahora se les contaba todo, pero se seguía engañándolos, se dijo Florencia, tal vez mintieran sin quererlo, porque nunca nadie se decía la verdad que acaso estuviera en dos versiones opuestas de una misma historia. La verdad tal como la conocía hasta ahora estaba hecha de dos historias mentirosas. Le preguntaría al tío si había un libro que contara eso. Tomó el llavero y apuró el paso hacia la casa de su tío, vaciando la bolsa que llevaba al colegio. Tenía necesidad de desenterrarlo y de verlo. El metal ya no reflejaba nada, pero las visiones se multiplicaban,  culminaban en ese hecho siniestro, de tono policial: el malo era el pobre diablo del marido, pero su tío no era inocente. Y tampoco Lidia ni ella eran inocentes. Si Lidia moría ella no podría perdonárselo, por no haberle advertido del peligro. Su madre y  Roberto de tener el metal, con el cual se podían anticipar algunas cosas que iban a ocurrir, mentirían mucho más. Abrió la puerta de Roberto con la cautela de un ladrón profesional. La puerta que daba el jardín estaba cerrada, pero la llave estaba junto a una repisa. Cavó con la pequeña pala y lo tuvo entre sus manos: lo único que vio fue un reflejo rojo rubí que podía significar una gota de sangre. No estaba segura. Podía haber sido el sol.
Se preguntó si había estado loca, porque nada de lo que vio podía haber sido reflejado en esa materia opaca que parecía haber perdido las propiedades que lo hacen conductor de la luz y la electricidad.
No pesaba mucho. Lo metió en la bolsa y se apresuró a salir de su casa. Quería deshacerse de él, no quería interrumpir el curso del futuro. Eso le quitaba sabor, sería una invención de ella. Pero no iba a ponerlo en el lugar de la basura, así como estaba. Al salir de la casa vio que venían en coche Roberto y su madre. Le gritaron que se detuviese y no tuvo alternativa. Trató de disimular el objeto en la bolsa. El tío tenía la cara sudada y un temblor desesperado que no le conocía.
Todavía con el volante entre sus manos, lo miró con una expresión con algo de fatal y le dijo: le pegó con un fierro en la cabeza. La policía lo anda buscando, parece que anda por el barrio, porque en la casa lo tienen marcado.
Lidia tiene conmoción cerebral – el rostro de Roberto estaba atónito. Mientras su madre bajaba por la otra puerta, en silencio y con tono de súplica - le pidió: vos de lo que viste no digas nada, por favor. Asintió y le dijo que se iba. Roberto bajó la cabeza, como avergonzado por algo y cuando la madre la llamó, le dijo que dejara a Florencia, que estaba muy asustada y no tenía por qué enterarse de cosas terribles. La madre acotó: dicen que andaba por su barrio siempre borracho y con un fierro en la mano. Lidia lo mantenía y a pesar de eso, el tipo no se cansaba de acusarla de meterse con otros hombres.
La esperó en la avenida, donde ella bajaba todos los días del colectivo para venir a la casa de tu tío. Medio colectivo lo vio pegarle, hay testigos, ese tipo está listo, ya avisé a la comisaría. Andá para casa - un  temblor recorría la cara de su madre de oreja a oreja.
Así que el mundo de los adultos era esto. ¿Que diría la chispeante sobrina de Bacon que ni el tío sabía si existía? Sería por eso que el tío había escrito que la vida hoy era un ligero acceso de dispepsia post - cena, donde se espera que alguien haga de mentor moral para chiflarlo. Florencia no podía decirse traicionada, porque que ella participaba, era casi protagonista, llevando un objeto que podía explicar el inminente crimen, también mintiendo para salvar su lugar en la historia. ¿Por qué el metal no anticipó esa acción tan violenta? ¿O lo había hecho y ella no quiso darse por enterada? Tal vez todo había sido una alucinación o dejó de funcionar. Ella mintió para obrar bien en un universo donde, comentaba Roberto, sólo los muertos se perfeccionan. Y aparecían hombres apenas vivos, sombríos como el marido de Lidia, que probablemente andaba por el barrio, borracho, hablando solo en la noche. Era curioso: ella tenía el metal con el cual era posible destejer el tiempo. Se preguntó dónde podía estar el marido enloquecido. Pensó en la estación. Rimaba con la palabra compasión, que sonaba a catecismo deshonrado, a debilidad, a lo que piden para sí asesinos después de hacer sus fechorías. Pero éste  le parecía de veras un pobre tipo. Seguramente fue a mezclarse entre la gente que baja de los trenes, la que come en los bares y los mendigos que andan por la plaza. Confió en su olfato y empezó a dar vueltas, sin recurrir al metal. Lo encontró durmiendo en los bancos amplios de la estación, junto a un paquete de vino tinto barato, como un holograma difuso. Cualquiera lo hubiera tomado por un pordiosero. Sus ojos estaban derechos como husos, desmesuradamente abiertos. No tenía el objeto entre las manos. Dejó el metal a un costado de su cuerpo maloliente y se fue sin volver a mirarlo hacia su casa. Sintió un alivio inmenso, desconocido, el alivio posterior al cruce de un océano. Dos días después lo encontraron con el metal en la mano y diciendo cosas extravagantes sobre Dios. La madre y Roberto decían que trataba de hacerse pasar por loco. Lidia estaba mucho mejor. Ese hombre no estaba bien, dijo Florencia, pero ahora mejorará. ¿Cómo?, preguntó su madre. Ante la mirada desconcertada de Roberto, Florencia no vaciló: por lo que escuché decir y porque ya no tiene el fierro. Roberto no entendió. Lo cierto, dijo la madre, es que ya está en Devoto.
- Espero - agregó - que sea por mucho tiempo.                     
Florencia fue caminando al hospital a visitar a Lidia. Había unos familiares de ella antes, algunos la dejaron pasar y le pusieron una especie de delantal verde, como si ella fuera a operarla. Apenas podía hablar, con la cabeza toda vendada. Tendría que estar ahí un mes por lo menos y no sabía cuándo volvería a trabajar. El metal ya no reflejaba nada, era un material inútil que había sobrevivido a una guerra secreta. Ojalá funcionara con el pobre infeliz. Florencia a la otra semana vio que el tío tomaba a una nueva chica. Hay un  momento - le dijo, enigmático - en que ya no puedo verme en los ojos de otro. Ella pensó: tendrías que decir de otra. Ahora estaba más próxima a su edad, era morocha, de muslos firmes, con una blusa que mostraba las puntas de sus pechos. El la estudiaba con la mirada. Por la forma que le sonreía al tío, se daba cuenta de que no necesitaba el metal para adivinar que iba a pasar algo entre ellos dentro de poco tiempo.
Florencia estaba preocupada por Lidia y como no se atrevía a hablar con Roberto, acudió a su madre. Quería saber si volvería al trabajo.
- No creo - dijo cortante su madre -: a Roberto le faltaron cosas, le daba confianza y cuando uno les da la mano, ellas se toman el brazo. Por otra parte, por ahora no puede volver a trabajar. Roberto le ha dado plata hasta que encuentre otro trabajo, está muy contento con la chica nueva. No es como Lidia que metía el polvo debajo de las alfombras cuando limpiaba las pieza - las palabras de su madre le sonaron vulgares, toscas. No sabía definir el rechazo que le producían.
Meses después Lidia vino de visita. Roberto la recibió fríamente. Por suerte ella estaba en la casa y pudo estudiar cada uno de los gestos de modo que su historia cerrara. Lidia vio cómo Roberto y la nueva chica se miraban, tuvo una sensación de claustrofobia, tomó nerviosa su gran cartera, agitó sus trenzas y sus pasos inconfundibles sonaron como soportando un cuerpo convulso. Habló de su ex – marido: había salido de Devoto y era otra persona. Lo decía sin rencor, casi con alegría. Parece que se dedica a ayudar a la gente. Y agregó: me pidió perdón y me regaló cinco mil pesos, es casi un milagro. Florencia no se mostró asombrada y ella agregó que no quiso volver con él porque la escena del golpe era imborrable y siempre le tendría miedo.
Lidia se despidió de pronto y Florencia se ofreció para acompañarla en la puerta. Ella se asombró: después de tantas cosas nadie tenía nada que decirse. Ni las caras se miraban. Le tomó la mano y le dijo que ella la quería mucho. Ya lo sé, dijo Lidia, pero la vida es así. Tengo en vista un nuevo trabajo, mejor que éste, pero yo quería a este sinvergüenza - dijo aludiendo al tío. Pero los hombres son así. ¿Todos?, preguntó Florencia. Y Lidia, acariciando, casi tomándola por el pelo, repitió: todos, espero que lo que viste te haya servido para eso.
Lo ocurrido le había hecho saber, tal vez, que no necesitaba metal, espejo, o cualquier clase de acertijo porque nada eso aseguraba de los actos imprevisibles de los adultos. Ella estaba aliviada de no tenerlo: era como una corona de hierro caliente sobre la cabeza que maniataba sus manos.
Pájaros nocturnos, silencio, nidos de avispas o de víboras: cada alimaña está en su madriguera y lo peor siempre ha comenzado en la cabeza de los hombres. El metal no había mostrado ni reflejado nada: vio a través de eso. Lo mismo debía haberle ocurrido al marido de Lidia. El arte, el grito del cuadro de Bacon y el metal informaban que los hombres eran predadores de la propia especie y ella a pesar suyo la sobrina de uno de ellos, aunque no llegaba al extremo de un Caravaggio. En el grado cero del crepúsculo, afinó sus pupilas. Ante sus ojos algunos velos espesos habían caído y el mundo ya no se mostraba con una enjoyada dureza granítica, impenetrable e intacta. Era algo mucho más duro e informe, como ese mismo metal que valía lo que una joya engastada. Pero ahí estaba el desafío, en los peligros que se anuncian cuando cae un velo con toda su verdad y mentira mezcladas. No estaría mal disponer de un aparato para descifrar  hasta en el ritmo en que caminan. Pero eso sería como decretar un análisis científico para la música según Roberto.
Por primera vez vio arrugas en la cara de Lidia que cambió de tono, hablando con atildada ironía. Ella se detuvo en la puerta y ante su pregunta sobre el hombre le contó que se había hecho religioso y predecía el futuro como ninguno a la gente. Andaba  con un metal en la mano, el que le encontraron cuando lo detuvieron. No pesaba mucho, no era el fierro con que me partió la cabeza. Pidió que se lo guardaran y devolvieran. Ahora parece que mira y toca el metal y adivina lo que va a pasarle a los demás. Y les da un consejo. Unos evangelistas lo vieron, lo adoctrinaron y ahora se está llenado de plata. Algunos sospechan que reparten droga, pero mi no él ya no me interesa.                          
Florencia pronunció un no escueto y Lidia le dio un sonoro beso de despedida y otra vez repitió que se cuidara de los hombres. Ella estuvo a punto de responderle: y también de las mujeres, aunque no pensó en ella ni en su madre sino en el muchacho que todavía no la sacaba a bailar en las fiestas de las compañeras porque ella tenía dos años menos de edad, aunque todavía no había visto sus piernas que crecían, bien torneadas por el sol. Una abeja dorada y encantadora se movía extraviada entre las flores. A través de sus reflejos pudo captar algo que no pudo ver a través del metal: la intención escurridiza del creador que por un instante resplandece en cada una de sus criaturas y que recorre el jardín con una ráfaga de viento que se transforma en soplo helado.
Se miró entonces sus piernas y reconoció que los elogios callejeros de los hombres respondían a una evidencia.
Roberto también las elogió. Ella sonrió un poco obligada y quiso que su rostro no tuviera esos iris negros, esos ojos de párpados aterciopelados y pupilas con reflejos, diezmados por el desengaño dulzón que mostraban las muñecas que con expresión boba parecían decirle que nada hubiera sucedido de haberlas enterrado a ellas..


                                      

 

 

 

 





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