miércoles, 7 de agosto de 2013

Caín. Por Luis Thonis



                                 

Abel no llega y se está haciendo de noche. Habrá, creo, dos o tres luces más, las suficientes para que desde un instante que comienzo a percibir como tardanza vuelva a preguntarme si ha de llegar y si mi paciencia es la misma que el del cuidador de enfrente. Si él aprecia como yo esas tonalidades glaucas, esa especie de cristales manchados por tegumento de equino, esos colores que caen como de lejanos nidos apurará su paso. Veo todavía en ausencia su imagen somnolienta y pienso en si alguien lo verá idéntico a mi mismo. Todo guardián quiere ser idéntico a otro, pero para que esto suceda así alguien tiene que venir y en ese sentido somos custodios de un paraíso que lo será a medida de nuestro desconocimiento. Si nadie viene es que todos somos guardianes y tampoco hay otro lugar para nosotros que el que ocupa nuestro cuerpo. ¿Por qué siempre alguien tiene que venir y otro tiene que esperarlo, suponiendo que el que espera es el mismo que viene? No son preguntas que se hace un guardián. Las hace porque otro no viene y le falta su media moneda y deja de serlo. Si nadie viene mi visión se puebla de unas saetas arremolinadas, pienso en un moblaje y en una lámpara veneciana, en las muselinas y la noche y la luz van entrando en una nebulosa.
Mejor que alguien venga incluso si es para peor. Pienso en una secuencia infinita de términos en donde cada punto se desvía en una ínfima cantidad de otros y en ese límite, me digo, surgen la tardanza y la espera. Admito que el guardián no debería estar esperando que alguien venga salvo si se trata de otro guardián. Sin embargo, estamos esperando a todo el mundo, no todos vienen con buenas intenciones, al contrario.
Tampoco Abel tendría que pensar como yo. Pero si no lo hace y el que viene es un enemigo la vigilancia sería inútil. Tiene que estar dispuesto para quien sea, incluso si pertenece a otro planeta. Y quien tenga que venir de un supuesto más allá no puede tener caprichos fantasmales,  no puede hacer esperar a un guardián, sea yo u otro.
Dos guardianes, en realidad, hacen pensar en una función social necesaria, somos como números o letras inscriptos por el alfabeto de los hombres. Esta tardanza, si es tal, ha abierto un principio de futuro que no se refleja en las flores blancas que rodean las piedras. Todo lo que nos rodea es escueto, parejo, como para que no haya la menor posibilidad de impaciencia en los que llegan o los que vigilan, no importa qué, tal vez estamos aquí, erguidos para que no cundan las analogías y con ellas las historias de la tardanza y la espera, que en su misma disyunción presagian las mayores catástrofes. 
Mi función podría cumplirla cualquier otro hombre, pero precisamente por eso, creo, me han dado a mí esta ocupación. Los hombres verdaderamente importantes son totalmente sustituibles, me han dicho, y he tomado eso como una verdad a secas, pensando que deberían haber dicho prescindibles aunque no he creído en una sola palabra de todo eso. Resulta que conozco a un solo hombre, nadie vino todavía por estos paisajes, es el que estoy esperando. Apenas entiendo lo que significa la palabra “hombre”. Para mí están los guardianes y los otros que supuestamente vendrán un día.  Lo que asombra es que este puesto de vigilancia en cada palmo del terreno no sea visitado ni por una mosca.
La vida vive pero no todo lo que vive es vida. ¿Qué vida es ésta? Una vida perfecta, parece, pero demasiado monótona por esa perfección. Me preocupa más esa secuencia indeterminada que abre la espera, que acaso puede volverse extensible, interminable, multiplicar aleaciones y sinuosidades,
Lo único que se les pide es que si vienen pongan su firma en la entrada y pasen después de ser identificados. Espero que no piensen que somos nosotros, los guardianes, los responsables de su llegada y hasta de su misma existencia. Me parece que la queja de los hombres respecto de la Muerte no se dirige a ella sino a lo que los hombres no han podido arrancarla de sí para luego ofrecerla como don. A la muerte sólo se le pueden arrancar vidas, eso lo sé bien. Es algo que me sugiere este ámbito tectónico, me informa que cuanto estoy pensando no puede afectar en nada a los espíritus y las almas que nunca pasarán por estas puertas.
Ignoro qué hay más allá de ella. No creo que haya existido un guardián que sepa bien lo que vigilia. De lo contrario no podría tenerse en pie un solo instante. Pero si hay un oficio o tarea en la que los hombres creen es ésta. No es que por ser los custodios del mismo infierno se crean ya en el cielo.
El puesto y la actitud del guardián tiene conexión con el cielo. Esto es lo que importa, los hombres no lo entienden ni lo respetan pero están atentos, se vuelven nuestros guardianes, viven vigilando que los vigilemos, nunca vendrán o tardarían en llegar aquí, como sucede con Abel.
Sé demasiado por ignorarlo casi todo y voy volviéndome igual a mi mismo, a lo que creo ser o soy, y en esa identidad olvido a mi compañero, tal vez para notar que está ahí, presente, tan igual a mí y tan diferente.
Igual en su función y desemejante en su pensamiento: admiro su empeño en jugar su papel con una perfección y una calma tan total que apenas si se le mueve un pelo. Yo, en cambio, soy un guardián inquieto que sería capaz de derribar la fortaleza que cuida, para luego volver a ocupar su puesto como si nada hubiera ocurrido.
Los hombres me considerarían un ser revoltoso y sería lo contrario: el que destruye a menudo lo hace con un anhelo de perfección, que a veces me tienta. Mi par, en cambio, acepta todo tal cual se da.
Incluso la tardanza de Abel, que, por otra parte, no está prevista por las reglas.
Cuántas imágenes ha habido en el universo para que en este instante pueda suspender mi pensamiento para lo cual basta suprimir su conclusión.
No pocos han intentado distraernos de nuestra tarea.
Varios circos se detuvieron ante nuestras puertas y ensayaron toda clase de acrobacia para entretenernos. Obtuvieron de mi parte una sonrisa. Pero nada ha perturbado la mirada de mi par, ni las más hermosas mujeres, que se presentaron con tal semejanza en sus gestos y provocaciones que pensamos que era la misma disfrazada. Yo era menos indiferente, pero ninguna que apareció tenía cejas anchas y negras, los párpados sombreados, la melena retinta, las uñas barnizadas.

Una mujer que sólo admitiría un retoque ante el espejo, ella nunca apareció. A veces Abel se volvía hacia mí, pero sin detenerse en ningún rasgo o expresión, sin apartarse de su laborioso silencio. Yo lo vigilaba sobre todo a él a la espera de que se decidiera a hablar conmigo pero siempre estaba en lo suyo, en un impenetrable silencio. He estado por años tratando de hallarle una expresión de impaciencia. Este es el único aspecto que nubla mi tarea al punto de volverla insoportable. No es posible, este hombre no es humano, me dije más de una vez, hasta yo he tenido impaciencia, no por algo, sino una impaciencia vaga, referida a un punto lejano del horizonte, cuando veo las capas del cielo oscurecidas, incólumes, ni transversales ni horizontales y me veo ante un horizonte que absorbe su misma verticalidad, curvándose apenas pero de manera continua, que hace que el que llega eche una mirada nostálgica hacia atrás, más por la forma del espacio que por todo lo que deja tras de sí, porque el hombre sabe que al entrar aquí podrá imaginar cuanto quiera, sabrá que la memoria es una forma finita de unas pocas etiquetas ante el inmenso olvido que lo invita a hacer y realizar todo lo contrario de lo hecho en tierra.
Mi curiosidad no es tanto que alguien se convierta en otro, vuelva a vivir, por ejemplo, la vida de alguien muerto hace dos siglos, sino qué síntomas corporales supone eso, cómo se da en el cuerpo concreto. Todo lo demás pertenece a la fantasía. Con ella los hombres pueden hacer cualquier cosa, volverse otros, pero no cualquiera.
Pienso en mi penúltima existencia y percibo una nebulosa de caras y de rostros, de acendrados objetos y mujeres bellas con las cuales pasaré largas tardes, entre la cadencia de unas flores, amándolas o tomando el té, pasando de lo erótico a lo más mundano siempre con armonía y discreción, como quien pasó de guardián a un seductor que sabe cuidar sus presas.
Acaso Abel tenga esa respuesta y es por eso que demora. No sabe, imagino, cómo notificarme en un ámbito donde hasta la sombra de un árbol conmovería esta dócil atmósfera donde las cosas se refractan levemente, pierden los contornos agudos, punzantes, que me hacen pensar que no he sufrido una sola reencarnación sino tres, muchas más, he dado la vuelta por una rueda de siglos y pasado por múltiples identidades. Pero ya dije que no es eso lo que importa. No tengo nada de un santo y sin embargo mi ascetismo actual bien podría confundir al profano.
El único testimonio que tengo de esa una o múltiple reencarnación, son retazos de lenguas, por ejemplo: le précieux gain du temps. Aquí es fácil sentirse universal, pero cada quien tiene su lengua y sus hipérboles, las lleva como una carga, lo que me hace acordar a esa expresión religiosa de los sepulcros blanqueados. Y el lenguaje dice la mentira a otros ésta deja de ser total porque ya es compartida y no es ella sino, pienso, el hecho de que sea común lo que vuelve a los hombres sepulcros vivientes. No sé si existe algo como la universal mentira pero si tuviera que dar un ejemplo sería el de un Dios que no exista: sería una mentira universal compartida, o sea, una verdad total. La verdad está, creo, entre las imágenes que perduran en los hombres, la soledad, la noche, la prisión, el guardián. Soy modestamente una de esas figuras. O lo he sido, porque si no viene Abel todo de pronto se derrumbará, sería el primer hombre que ha faltado a la cita.
Acaso Abel sea un filósofo y enterado de que soy el primer hombre que se  atreve al pensamiento y está buscando argumentos para refutarme. Eso mismo hablaría de la ingenuidad que nunca ha faltado en los grandes filósofos. Abel no tiene que convencerme de nada. No tengo otra certeza de la de ser guardián de un espacio que no podría definir. Definir este lugar no sería menos riesgoso que esta espera que abre una serie interminable. Seguro que Abel piensa todo esto en términos de poder. El es el librepensador, el filósofo, y uno tiene que volverse el poder que limita la libertad para que no se produzca el caos. El apestado que salva de la peste es doblemente apestoso.
Se equivoca: toda libertad es relativa y en este lugar no tiene sentido cometer un acto o no cometerlo. Vedada la idea de acto, lo único que tiene que hacer es dejarse llevar por su imaginación: he aquí esa libertad que en el mundo antiguo encarnaba en las fábulas y los relatos. Los filósofos siempre han estado ajenos a la acción, pero fascinados excesivamente por ella: la hipérbole del filósofo es precisamente la acción. He visto pasar a filósofos, que eran parecidos a  deportistas, o a vedettes, si se trataba de mujeres. La fascinación por la acción los volvió semejantes a esas figuras, aunque en su forma grotesca. Casi todos los sistemas filosóficos apuntan a un bien general, incluso a través de males necesarios como las revoluciones y sus garantizados fusilamientos. A menudo, lo único que logra hacerse bien es hacer añicos los cristales y el hombre que se dice puro y ético no tarda en morder el anzuelo de una nueva opresión. Para mí, si algo ha de salvar el mundo, no es con una teoría del bien, sino con el buen humor de los buenos. Vuelvo a decir con modestia que ese humor creo tenerlo a veces. Abel también tiene el suyo, pero ha gozado de todos los privilegios que me fueron vedados. La mayor de las injusticias fue que él apenas si vigilaba, echaba una mirada en el horizonte para ver a veces libélulas de color azul oscuro posándose sobre flores acuáticas.
Siempre, aseguraría, si quien tiene que venir no pone a prueba a mis alarmados nervios. Creo que a cada filósofo no le vendría mal pasar una temporada de guardián: le cedería mi lugar sin protestar, aunque a mi edad no podría ocupar otro oficio, porque tengo hábitos difíciles de cambiar. Verme en otra actividad sería para mí algo exótico.
Tal vez mi oficio adecuado sea el mismo de quien vendría quien sufre un ataque de epilepsia o estarse una hora cuidando el sueño de hombres que empiezan a ser imaginarios desde el momento que cruzan la puerta. A mi no me molesta que cualquiera que venga y pase me mire como queriendo saber quién soy y con total arbitrariedad procure asimilarme a las figuras que hicieron su destino: si el hombre fue perseguido ve en mi un perseguidor, si el hombre le gustan sexualmente los hombres, me ve como un posible semental, si es una mujer abandonada., me mira como quien acecha en el otro la posibilidad de un fraude, si alguien ha robado al fisco, cree que tiene que ofrecerme un regalo y así sucesivamente.
Yo no pido ni doy nada. Me molesta que el tipo quiera encontrar respuestas en mí. Lo único que quiero es que se cumplan las normas: que el tal Abel venga de una vez por todas. Me prometo por un tiempo vedarme de todos los recursos groseros de la familiaridad con los que llegan y adoptar una actitud más impersonal, como lo hace el guardián de enfrente. Es una forma de autoculparme por la tardanza del guardián de enfrente. Seguro que no se debe a alguien que ni conoce ni imagina remotamente.
Me vuelve la tentación de comentar esa demora. Enfrente ya no habrá un guardián. Abel ha renunciado a su puesto. ¿Por qué no había de hacerlo yo? ¿También en eso quería privilegios? Cada vez que pienso en él lo descubro más rudimentario, con un collar que le muerde la garganta. El hubiera permitido que se asesinara a mucha gente al abdicar de su lugar, mi tarea de guardián fue evitarlo. Fue mi último acto, un ramalazo de enajenación al que se buscarán razones y motivos por los siglos de los siglos, ya mi función no tiene sentido, me voy yendo antes de ser despedido abruptamente. Ahora estoy seguro de que está bien muerto. Algunos dirán: no hay mejor remedio para la tristeza que el crimen, lo cometerán y seguirán maldiciéndome, pero nunca sabrán de lo que es ver correr el néctar de la sangre, cálida y roja, por primera vez. Harán correr mares de sangre tumefacta, semejante  las que corren por sus venas, cometerán sus actos como despanzurrando una lagartija, sin saber que son asesinos.
Ya no tendré ante mi rostro esas ínfulas de severo orgullo. Si alguien, el jefe de esta prisión que para algunos era el paraíso me pregunta por él le responderé que he sido el guardián todos los hombres, de toda la especie, el primero que ha saboreado el néctar de la sangre del prójimo. Me volveré jiboso, encorvado, ahora aquí entrarán por miles, por mucho tiempo van a maldecirme pero con el tiempo aprenderán que sólo fui un refrigerio ante los sucesores que disputarán mi puesto. Al repetirme esto una y mil veces en la punta de mis labios vibran reminiscencias del futuro que ya soy.

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