Deberíamos dejar de hablar y leer a Ezequiel Martínez Estrada. Como hace Christian Ferrer, que lo deja hablar, lo hace leer, lo cita justamente.
Deberíamos callarnos y leer a Martínez Estrada, Héctor Murena, y no
voy más atrás porque rápidamente llego a Mansilla y Sarmiento.
Elegir Martínez Estrada ya es todo. Leer autores. Por eso digo que la
historia literaria argentina contemporánea avanza mal, chuequea. Porque
no lee. Estos autores vieron y escribieron. No hay otros
contemporáneos. Si el desierto crece es por miedo y negación. Luis
Thonis y Hugo Savino han leído. Por allá andan también, con distintas
gracias, Juan Carlos Gómez y Osvaldo Baigorria. Autores que admiran
irracionalmente, como Ferrer dice de Martínez Estrada. Reinos y no
repúblicas. Lo cito. Autores singulares. ¿Los restablecerán más allá de
epigonías rápidas y aleladas? ¿O serán siempre marginales en la noche, como el feliz giro de Jorge Panesi?
Entre ensayos-pastiches de afuera y de adentro, Ferrer elige Martínez
Estrada. Todo dicho. Lo sigue, lo entiende. Y ahí están el genial
Horacio Quiroga, del que puede decirse, como le escribió ME: Qué bueno tener un amigo así: áspero, sincero, descreído, demente y bello, y el destartalado Borges, desde el principio perorando adjetivos que se pegotean demasiado.
Ferrer recorre los denuestos que acompañaron el acierto de Estrada.
Alguien que supo dejar la poesía en paz porque no le salía bien. Estrada
sabía, palpaba, intuía, sufría lo real. Nunca se ilusionó salvo en
Cuba, un poco, al final... Un remolino es siempre tentador y arrastra.
Igual volvió al país de los artistas del hambre, el nuestro.
Sin miedo, Ferrer sigue a Estrada que sigue a Guillermo Hudson pero
también a Victoria Ocampo. La historia siempre tiene miedo de leer. Por
eso la literatura le gana. Le ganan las biografías a la crítica, le gana
el amor al odio. ¿Somos pesimistas?
Las biografías son siempre buenas, aunque sean ricas de maledicencia como el Borges de Bioy, aunque acumulen hermenéuticas como el Lamborghini de Ricardo Strafacce o aunque se pierdan a sí mismas como el Arlt de Carlos Correas. No cualquiera hace una biografía de autor. Analfabetos alfabetizados, llama
Estrada a los que escriben sobre cualquier cosa, a los que no se
concentran, como decía Nicolás Rosa. Esto lo marca Ferrer en Camafeos: En el mejor de los casos, la obra es avidez amedrentada,
pues el diálogo con la muerte es ineludible; en el peor, cualquier cosa
puede ser consagrada por curadores o comentaristas que llaman arte a lo que, en propiedad, debería ser llamado cualquier cosa. Después de todo, la muerte del arte
está certificada hace décadas, lo que no es nada malo, no todo dura
para siempre, por más que los deudos insistan ahora en transformar el
funeral en baile de disfraces. Así nos ganamos, nosotros al creerlo, también, un infierno cercano.
A Martínez Estrada –cuenta Ferrer– le parecían artificiales las personas gentiles carentes de gentileza. Escribió que seguía una ética gobernada por su propio gusto. Fue claro el hombre.
Las biografías son siempre buenas. La relación de amor por la
obra-autor que se elige hace de esos libros literatura. En su envés, en
dosis continuas y filosas-justas, Ferrer desde el comienzo ataca y
puntúa la malquerencia universitaria que estos movimientos atraen: tesis
que no pueden tener más de una idea, pretensión cientificista inocua,
frígida y desacertada, límites que horadan y que son conocidos por
muchos de los que allí trabajamos: Martínez Estrada insertaba no
menos de veinte ideas por página y no una sola por libro, como se exige
aún en las tesis de posgrado”, y con flechas a quemarropa. Martínez
Estrada supo que tenía que deseducarse pese a que anduvo en algunas
aulas: un malentendido de unos pocos años que sus alumnos supieron
apreciar. Si los críticos serios de la época lo trataron de impreciso,
contradictorio, cuando él se sintió simultáneamente desterrado y
cautivo, sus alumnos lo aceptaron como lunático y desmedido.
Ferrer se atreve a leer todo-junto. Ferrer recorre todas las críticas
que recibió Estrada. Del cantarín nombre Frida Shultz de Mantovani al
pseudónimo de Beatriz Sarlo en Punto de Vista. A todos les molestó Martínez Estrada. ¿Qué molesta tanto del que lee y escribe con pasión? Con mucha pasión...
Todos le marcaron a Estrada: impresionismo, subjetividad. Ferrer así lee lo poco que cambia todo: La crítica literaria de nuestros días, demasiadas veces dedicada la caza de pulgas, esa crítica que escupe contra lo que brilla.
Una carta de Martínez Estrada, luego de años, sigue siendo la misma
suma de desolación y belleza. Un verso allá y un ensayo acá pueden
clamar en el desierto: qué hacer con la muerte en la llanura...: La Pampa sigue hoy siendo desdicha, vacío, tiniebla o genocidio.
Martínez Estrada anduvo por los lugares que hace mucho la crítica
recomienda no ir: la fe, la verdad. Dijo que de Cuba volvió descreído
pero religioso. Y encima tiñó de pesadumbre, de pesimismo, de detalle
impresionista, todo. No se perdona no tener recetas, no tener utopías,
no tener salidas… Leer a Kafka cuando hay que comprometerse, como le pasó a Correas.
Martínez Estrada no participó de ninguno de los dos bandos opuestos –tal como alguna vez se dijo de Dostoievski– y como podría decirse de todos los autores. Estrada quiso hacer entender que tenemos una psicología de humillados y ofendidos
y siempre comparó el asunto argentino con algo de la sabiduría dispar
de Tolstoi. Y con las apariencias que como máscara gusta usar, que son
tan parecidas a las del San Petersburgo de Gogol, que enseñó para él qué
era un cuento. Apariencias que ya había tejido Potiomkin para Catalina
II –como Ferrer también recuerda–: Debe ser porque los anarquistas saben ruso… Ferrer dice que Martínez Estrada trabajaba como un zapatero anarquista de otros tiempos.
Es genial lo que dice Ferrer de los libros horizontales y de los
verticales, los que no tienen retorno, los que piden y pudren todo, un ojo de la cara, libros escritos por un dios muy enojado. Ferrer tiene una lengua como la de Correas: libre, suelta, totalmente contemporánea, sin alambicarse puede decir amén o prosa torrencial: leyó a Eduardo Wilde. Ferrer eligió peligrosamente un autor que pensaba a partir de estímulos y obsesiones.
Un pensamiento de saltos mortales, una obra lírica y deseducadora como
la Hudson para Estrada que se entregaba al vértigo de lo que leía como
Correas en su Arlt, como Gómez con Gombrowicz. Excepciones. Locos razonantes. Estrada en La Cabeza de Goliat se acerca al genial capítulo 9 del Arlt de Correas: El divagar por las calles de un hombre solitario que ni siquiera se ha propuesto un paseo agradable.
Martínez Estrada –escribe Ferrer–
escribía a impulsos de personalidad, no tenía un programa de
pensamiento. Estilo de vida y reflexión son para los autores una sola
cosa. El saber, la verdad, no es cuestión de datos, sino un drama del cuerpo, una transfiguración: restauración de una mente mítica. Martínez Estrada, cercano a Nietzsche, fue uno de esos visionarios que hizo de la aflicción arte. ¡Y los llaman pensadores negativos!
Ferrer no tarda en afirmar: La crítica como acto de fe, eso en que se
pierde la vida, el tiempo, la salud. Martínez Estrada entendía que los
problemas podían seguir siendo problemas, que la paradoja no era
justificación, Martínez Estrada era un desdichado sin salida. Lo suyo
era clarividencia y no profecía.
Ferrer ilustra la obra con la obra. Amabilidad de citar, de usar
subtítulos y capítulos breves seguro que porque al igual que Martínez
Estrada se aburría y cambiaba de tema: el tiempo es cosa fundamental,
escribir no es un pasatiempo sino un movimiento estratégico, como el del
ajedrez para Estrada.
Ferrer parece que anda con autores insoportables, con sus pensamientos intolerables –como es seguir el microscópico retrato que hace ME en El mundo maravilloso, de G. E. Hudson, sentido por sentido, hombre por hombre, brizna por brizna lo es–. ¿Quién puede, quién sabe, quién quiere escuchar? Un arte sentimental, de valoración transracional, caprichosa: Caín jamás dio explicaciones a nadie -–dice su libro–.
Tiene una lengua rápida, inteligente, ocurrente como pocas. Como la de
Martínez Estrada, al que elige. Su libro junta historias perdidas, datos
olvidados, malditos, lo que no se quiere saber.
Tendríamos que dejar de hablar o empezar a aguantar a los que verdaderamente leen.
Escribir hoy una biografía es empezar a leer en un siglo y medio de
teoría miedosa. Soportar la onomatopeya, feliz adjetivación precisa y el
grito, que en este sistema tilingo –como dice Panesi–
puede ser una delicadeza de lectura. A Martínez Estrada le fastidiaba
eso intelectual que lo rodeaba y escribió en su libro sobre Martí: Qué
martífero el que han acicalado en la funeraria, maquillado en la
barbería y vestido en la sastrerilia, tan guapito que anda por las
escaparaterías y las academiofernalias, insensato e hisopado por los
prebostoferarios y los pelutudidactos. No siempre fue tan barroco.
Laura Estrin, revista digital Frontera D.
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