El presente texto da por sentado que el orden capitular de la novela Tadeys
–el capitulo I es el capítulo II, y viceversa-, publicada por Editorial
Sudamericana, fue alterado por el cuidador de la edición, César Aira. Y
además, que el nombre original de la obra era Vomir.(1)
Sentado esto, podemos ocuparnos de lo que ella dispara. Lecturas
diversas, no únicas, me han sugerido algunos pliegues de la memoria, tal
vez nada tranquilizadores. Me permito, para ello, recurrir a ciertos
aspectos de la Historia del Arte, de una época o período de la cultura
convenida como occidental.)
Hay algo irremediable en América, nuestra América: el pasado
se fundó en otro lugar para que se trasplante y difumine a través una
masacre y olvido de la misma. Ambos resultados fueron terribles, y en
nada allanan nuestro camino desde la tradición, ya como lectores o
escritores que se ocupan de aquello que nos fue dado a leer. Herencia
material, peso muerto. Tratándose de Osvaldo Lamborghini parece irónico ir en busca de Jorge Luis Borges, pero a raíz de Vomir
la invocación se hace ineludible. Borges decía: “no podemos modificar
el pasado, sólo podemos modificar nuestra memoria del pasado”. Con Vomir,
el novelista construyó un pasado para restituir la memoria de aquella
lengua agotada, que profana el sentido. Una lengua foránea a sí misma,
donde la tradición quedó en otro olvido, el de un pueblo sumido en el
silencio, tal vez por siempre.
Pero hay otra falta en América, y es un pasado con densidad artística
centrífuga, y no centrípeta, dependiente de un habla trasplantada.
Quien escribe, entonces, tiene prestada esa lengua madre, con un pasado
de una geografía desconocida, extraña. América no tuvo Edad Media y, por
tanto, tampoco Renacimiento. Las ideas no tomaron impulso para explotar
en todas las artes. Lo que llegó de Europa fue un reflejo deformado,
sin gotear la riqueza de los cruces entre escuelas de pintura, la
mixtura de arquitectura, ingeniería, filosofía y todo pensamiento
objetivado en el hombre. Y, si contemplamos la materia lingüística que
nos permite la expresión, tal vez exista una conclusión exagerada:
América, aún hoy, no ha hecho “civilización”, sino que fue civilizada
por la fría fórmula de la abolición de los otros. Así, Argentina –aún
con su europeísmo sin exilio posible-, intentó ser faro cultural, hasta
menguarse en desazón y abandono. Lamborghini no era ajeno a tal
fenómeno, y sabía que el pasado era una muestra del salvajismo
erradicador de otras lenguas. Por ello pienso en Vomir como
pasaporte secreto (hasta su muerte, la novela estuvo oculta de cualquier
mirada ajena al escritor), o salvoconducto para escapar del peronismo
atolondrado, ya decadente. En Barcelona, lejos de ese todo atorrante,
lunfardo, aberración del rumor carcelario, que tomó forma en un
movimiento inasible invadiéndolo todo, Osvaldo Lamborghini escribió una
saga en tres capítulos para inaugurar otra historia, otro verosímil,
desde una lengua madre prestada, a cuya densidad sobrevive con el
estilo, motor inagotable. Y también construyó un pasado para otra
memoria, casi única, en un espacio y un tiempo en el que lo peronista no
había nacido, ni estaba previsto, y donde las palabras y acciones
doctrinales emanadas por él ya no podían ahogar. Lo importante era
fundar otra tradición oral, en el retruécano de una geometría también
abierta a todo tipo de posibles, menos hacia lo que ya fue conocido, de
manera oficial.
En el juego de palabras hay también un juego de fechas, y el espacio
de la Edad Media en La Comarca puede variar entre 1124, 1428 ó 1738, año
en que Taxio Vomir muere en la hoguera, según entiende Aira. Entonces,
La Comarca (o Lac Omar) tiene su período desplazado como cuando se trata
de pensar en una Edad Media China: los cambios, las circunstancias, son
siempre otras, más aún en ese condensado de pasado en el que la
frontera es la dificultad misma de transitar un paisaje, la distancia
material. En Vomir existen tres fuertes lazos con ese pasado
que ha quedado fuera de la nueva Historia: la lengua madre, Roma y La
Biblia. Palabra y divinidad serán alusivas de lo que ocurra en el
relato, pero no su justificación. Los personajes (a veces hombres, otras
pequeños monstruos de utilidad diversa: los tadeys) se someterán a lo
arbitrario del acto, a las consecuencias catastróficas. Pero también,
estarán sometidos a un recuerdo del habla de baldío, cruel, chabacana,
delictiva, que tanto marcó el estilo de Lamborghini hasta centrarlo en
ello, como un combustible que se consume con lo que se relata. Puede
pensarse en los tadeys como vacas de domesticada elegancia erótica, casi
humana, y que tal presencia es del orden del esclavo sometido al
pragmatismo cultural del invasor: primero bestias para utilizar sus
fuerzas, luego carne y piel exquisita, placer al plato. La operación
carnívora argentina viajó hacia el pasado para refundar el desenfreno
sodomita por una especie salvaje, y así también desmembrar el humanismo
cristiano: nada, con clarividencia, se distingue, ni la bondad o maldad
de los actos del hombre.
El pintor
Cuando pensamos en el lugar en que Osvaldo Lamborghini se erige como
narrador para llevar adelante (hacia atrás, en verdad) la historia de Vomir,
puede surgir la figura del filósofo grecorromano, cuya sabiduría
incluía letras, artes, alquimia, religión, política y el pensamiento
mismo, como retórica o comienzo de filosofía o ejercicio de una escuela.
Para escribir “de nuevo”, el novelista viajó en un antes intangible y
se estableció como centro del conocimiento humano desconocido, hasta que llegó el relato.
Y en eso fue sutil y preciso hasta el exceso, por ello pueden
encontrarse elementos que remiten a una de las funciones que más
utiliza: la descripción. En ellas pinta, evocando una escuela, ya
veremos cuál:
“Piedra violenta de esas que se usan para sacar los sesos del cráneo de un “Buenas noches, culo”, dorarlos al asador, comer los sesos.” (pág. 222)
Que remite a La Operación de la Piedra (o La Extracción de la Piedra de la Locura)
de Hieronymus Bosch (Museo del Prado). En efecto, el escritor toma la
faz del pintor como suya, y plantea una estructura de tríptico para la
novela (de izquierda a derecha, en el sentido de nuestra lectura): el panel izquierdo
será el capítulo I (que, vuelvo a insistir, es el II de la reciente
edición), donde Cristo es apasionado por sus fantasmas -y los
sacrificios no saben de deidades-, profanando las creencias; el panel central
será el capítulo II (el I de la edición observada), con un Jardín del
Edén que se desmembra en la impúdica violencia humana; y el panel derecho,
como Purgatorio e Infierno a la vez, en el que el paroxismo de la letra
reclama el pago de todos los pecados y donde también finaliza su fuga
hacia el pasado, estableciendo un ancla nueva, que puede hablar de otro
fracaso. En el envés de ese tríptico tan complejo, la elección de las
palabras constituyen las bisagras en las que se encadena el relato:
desde un alejado punto de vista, Lamborghini sopesa cada término,
escapando de aquél concepto de frase tras frase. Vomir fue
escrita con el cuidado de un geógrafo, pero con los rastros de quien no
quiere extraviarse en el laberinto, y por ello es que su conjunto evoca
la trampa de una pesadilla que nos es tan próxima (por la lengua, tal
vez madre), reconocible, y aún así, tenebrosa.
Como pintor, la proximidad de Lamborghini es con la escuela flamenca.
De Brueghel, el viejo, sabemos que su habilidad era exquisita, pero que
la misma se enfrentaba con la temática elegida: el vulgo, lo común, el
pueblo. Los cortesanos de la época lo llamaban, no sin desprecio, “el
campesino”. No estaban equivocados: en su afán encontraba los motivos
del refranero popular, retratando esa sabiduría de tradición oral
inaprensible de otro modo que no fuera a través de la experiencia.
Socialmente enfrentado con el sustento económico-social por sus motivos,
el artista retó la ofensa pintando escenas donde lo declamado como tema
central ya había ocurrido (La caída de Ícaro) o aún estaba por concretarse (La parábola de los ciegos).
Y en ese desliz temporal ocurre la ironía, el chiste, y por qué no, el
asesinato del pasado. Ese gesto hizo suyo Lamborghini, pero también su
estilo retratará con otros recursos: va y viene consultando paletas,
buscando colores, oportunidades expresivas. A su manera, experimenta sin
pruritos.
El origen de la pintura flamenca está en un oficio medieval que
pulieron con maestría: la miniatura. Y en su evolución toma distancia
definitiva con el pasado greco-romano: perspectivas que se fuerzan al
extremo de alterarlo todo, priorizando la narración del conjunto de
personajes, el hecho que toma forma. De la miniatura, de ese rumor
artístico, casi infidencia pictórica, como una sola frase que define,
puede encontrarse hacia el final de Vomir, donde el origen
tadey se revela como la consagración de unos microscópicos gusanos de
color patrio, referencia aún imposible de reconocer, pues Argentina no
ha sido inventada, aún. Otra característica de la pintura flamenca es la
actitud del artista al retratar cualquier escena: el ojo elige con
descaro, como un intruso que busca lo valioso solamente. Y en ello,
también se afirma el novelista, se hace del sustrato nutritivo de la
historia y con él avanza, imperativo. En los pintores flamencos también
encontramos que la pintura es una experimentación entre religiosa y
espiritual de lo representable, sin fundarse en teorías ni documentos,
por lo que el resultado práctico es una perspectiva caprichosa, donde se
invierten los valores estatutarios de un buen gusto comerciable, o moda
(de la que fuera víctima, mucho más tarde, el mismísimo Rembrandt). Los
tadeys truecan piedras de colores, como idiolecto, o significados
incognoscibles para nosotros, lectores; y lo hacen como alquimistas de
una piedra que ya no puede ser filosofal pero sí de locura, detonante de
una escatología infernal, práctica, experimental. Esas piedras son la
antípoda de la palabra humana, no hay piedra filosofal capaz de invocar
una fórmula mágica que altere la realidad del relato: lo que sucede es,
de manera inevitable. Lo que aparenta ubicar al escritor en un punto de
irresponsabilidad mágica y de sombría pasión por la elección de otra
carga: la de las palabras.
Pero la miniatura, como arte, tiene otras aplicaciones no menos entrañables, y que también se relacionan con el cuerpo de Vomir,
la novela. Me permito, ahora, seguir viajando por la pintura y
detenernos en Van Eyck, que ilustrara un misterioso libro desaparecido
en un incendio, o en esa hoguera del destino que nos hace más ciegos. El
título de la obra era hermoso: Libro de Horas de Turín. En él,
siete miniaturas ilustraban el texto. Van Eyck a su manera fue un
aventurero, casi espía amoroso de Felipe El Bueno, duque de Borgoña. En
dos retratos, tal vez como el primer fotógrafo de la historia, plasmó la
belleza de la Infanta Isabel de Portugal para que el duque pudiera
evaluar una propuesta de matrimonio. Una misión primorosa, a la vez que
divertida. Miniado, a la luz de su utilidad, significa “iluminación de
manuscritos”, y pensado desde una mayoría analfabeta, su utilidad era la
escenificación al margen del texto. En muchísimos casos, esa segunda
narración o afirmación redundante, encarnaba en el erotismo, en lo
profano y hasta en la blasfemia, al punto de perder aquella misión
original e ilustrar lo que no contenía el texto. Excesos del uso. Pero
volvamos al entorno de Vomir: en Santa Bárbara (1438)
de Robert Campin, la santa lee de espaldas a una chimenea donde las
llamas crepitan. La pregunta que surge es: ¿qué lee la santa? ¿Es el Libro de Horas de Turín
o la blasfema Biblia pornográfica del ancestro Vomir? Las llamas nada
reflejan, y siguen actuando en su inmovilidad temblorosa, por caso, la
profanación del traductor-ancestro le deparó la hoguera: las palabras
llevan a las llamas, al ardor infinito de una pasión desatada.
Como la locura en forma de piedra, encontramos otros rastros
medievales y renacentistas en la novela de Lamborghini. No digo que tomó
los hechos para desdibujarlos, sino que los mismos operaron como base
de una nueva historia para recrearla, pero con otra óptica o posición
frente a la obra (otra paleta de tenues colores en una memoria blanca,
virgen). Tal vez por ello llama la atención un destino trágico, como
tantos otros, en donde la ignorancia médica explicó la muerte (si es que
una muerte se puede explicar) de Hugo Van der Goes (1482): el artista
estaba en Colonia y sufrió un ataque de locura, llevado a Bruselas muere
al llegar, así de simple, y terrible. Cuando trataba de pensar en la
ubicación del narrador en Vomir, vino a mi mente Fra Angelico, aquél dominico preferido por Cosme de Médicis, él era un dominico observante. Y me quedo con esta palabra, por ahora. La mixtura sigue, el tejido, la recurrencia de otros artistas.
Tenemos el caso de Jeroen van Aeken, conocido como Bosch o El Bosco,
alguien que logró mantenerse alejado de la lucha religiosa de su época,
lo que es más que meritorio, y del que también se conocen muy pocos
datos biográficos fidedignos. Por ejemplo, que latinizó su nombre, y
tomó por apellido el nombre de su pueblo. Como era costumbre en esa
época, el apellido paterno era prioridad del hermano mayor -Goosen,
quien también se dedicaba a la pintura en el taller familiar. Puesto en
el ejercicio práctico de la existencia, hacia 1480, Jeroen muta a
Hieronymus. Si bien Osvaldo Lamborghini llega a la literatura a la
sombra de su hermano, no necesita mutar el nombre, y reclamando otra
utilidad de la palabra se convierte en novelista; funda su taller, su
escuela, de único alumno, pues no puede ser hijo único o primer hermano.
Hay algo que lo antecede, y siempre, reaparece en lo escrito: el
apellido puede dar cuenta de una confusión, como un karma impertinente.
Más allá del detalle nominal, hay ciertas coincidencias asertivas entre
Bosch y Lamborghini: puede que el novelista supiese de las falsedades
biográficas más atractivas y jugosas a su necesidad en el relato. Según
Fraenger, Bosch pertenecía a una secta llamada Los Adamitas quienes
ejecutaban ceremonias casi religiosas donde la promiscuidad sexual se
embebía en ritos heréticos y esotéricos. Tamaño nutriente imaginario no
puede otra cosa que llamarnos la atención: si bien el dato es falaz, se
convierte en una teoría mentirosa del destino ajeno que, al
desentenderse de la verdad, puede construir el primer gran vacío de pasado para la construcción de Vomir,
y esto es el inicio del juego de la ficción como absoluto. De Bosch
también se especuló con cierta afición por los hongos alucinógenos, bajo
cuyos efectos suponían que la imaginación se potenciaba en personajes
revulsivos, imposibles de sufrir en pesadilla alguna. Hay en Vomir
la visión de un Cristo sodomizado tras una mente que imagina desde el
sumidero del opio, pero también los tadeys aparecen como monstruos del
cruel pincel boschiano y, con poco esfuerzo, podemos encontrar la
prefiguración de los mismos en el tríptico La tentación de San Antonio
(Lisboa, Museu Nacional de Arte Antiga). Un detalle más coincidente con
Bosch es que las obras de éste carecen de fecha, dato llamativo, a los
efectos de la confusión temporal en que se desarrolla La Comarca.
Siguiendo el desliz inconexo de relaciones pictóricas, debemos tener
en cuenta que el año 1500 era una fecha límite en la que los comunes
creían ver la llegada del Juicio Final. Refiero a esto por el simple
motivo que Vomir posee una intensidad que evoca más un
panegírico que la evolución racional y metódica de la historia novelada.
Hay en ella una sensación de abismo que arrastra la lectura hasta
sentirnos ignorantes e infantiles, entregados al severo capricho del
estilo, o de una condena. Para la fecha referida, Durero (Dürer/Tür)
publicaba las Xilografías del Apocalipsis, en donde introduce
el monograma AD, sello, isotipo, marca inicial de la simbología moderna.
Ya entre nosotros, Osvaldo Lamborghini es también OL, y también una
marca anterior de cierta nobleza europea, de un automóvil de lujo, a
pesar del Sebregondi familiar, a pesar de haber nacido en Argentina. En
un viaje por Venecia, Durero escribe: “Aquí soy un caballero, en casa un
parásito”. El problema del reconocimiento atraviesa el tiempo, y cae en
otro espacio, en Barcelona: allí, alejado, se escribe Vomir, y
en la tierra madre, el autor puede convertirse en caballero. También
Durero tiene contacto con objetos de toda índole traídos desde América
(o Indias), lo que causa una viva impresión en obras posteriores. He ahí
un primer contacto con lo que quedó atrás, con ese continente invasor.
Para intentar cerrar la perspectiva pictórica por el momento, volvamos
sobre Bosch. En El barco de los locos, ellos cantan, beben,
tienen por mástil un árbol, no hay piloto ni rumbo, nada más derivan
hacia ninguna parte. Testigo de un sacrificio vital es el ave empalada,
sin plumas, pendiendo del mástil: desnuda carne expuesta. Los locos, en
las oscuras aguas de la mente, van, vienen, o están en un mismo punto,
de manera eterna. Y esa eternidad, tal vez, es la que Lamborghini invoca
navegando en su relato hacia el pasado. Ahora, en el Juicio Final, otro tríptico, Bosch expresa el paroxismo del terror de la fecha fatídica en ciernes. En el panel izquierdo
se configura un Paraíso, a cuyo centro un ángel vuela con la espada, a
punto de tomar una vida pecadora. Mientras tanto, Cristo habla a una
mujer que… ¿está al borde del pecado? ¿Acaso Cristo la provoca para que
lo cometa? ¿O será su partenaire a espaldas de la divinidad? Por el
cielo, revolotean pestes encarnadas en insectos: hay algo contagioso en
el aire, calamitoso. Por el panel derecho se configura el reino
del Oscuro en el Infierno, con castigos y dolores que a todos nos
esperan si evitamos la penitencia por nuestros pecados. Pero en el panel central
se materializa la hecatombe en sí, el Juicio Final sin elusiones: el
Infierno en la tierra, para todos, nosotros. Y aquí la frase en la que
martilla Lamborghini: “en el pecado encontrarás tu penitencia”. Motivo
suficiente para disparar el relato en todas direcciones, o desde los
contemporáneos en tránsito hacia otra Historia, que se escribe a sí misma, dentro del estilo.
El escribaHay cierta recurrencia en la errata crítica respecto a Lamborghini: se lo sintetiza en el término locura, que justifica la obsesión por determinados temas, palabras, juegos. Y en tanto lúdico, se lo minimiza, a la vez que desprecia por casi incomprensible. Nada de su estilo es hermético más que lo que el lector ignora como significados: el único límite para acercarnos a su lectura es el de la ausencia de sed por sentirse conducido en la narración. Dejarse llevar, navegar en esa nave de locos de la eternidad, es el mejor norte de nuestra lectura. Porque los libros tienen ese brillo perenne, fantástico, y Lamborghini sabía de él: primero publicar… Vomir no reclama luces ni iluminación, sólo compañía para recorrer las escenas, y en eso es muy pragmático:
…se trata, una vez más, del efecto alucinante de la verosimilitud: no hay vida más allá de la creencia. (pag. 98)
Los personajes no saben de cuestiones morales, ni éticas. En el
capricho de satisfacer cualquier deseo priva la inmediatez de lograrlo,
así sea el más lúgubre, sádico y trasgresor. Primero el deseo, luego lo
demás, amparado por esa sensación de tradición a-histórica que conviene
en avanzar como pura ficción. Embebidos de cierta inocencia, los
personajes muestran una honestidad burda y predadora, la pasión los
consume sin importar las consecuencias. El tendero, antes de aplicar un
castigo ejemplar a su familia (en el marco de cierta tradición
inquisitoria), se explaya en un discurso digno del solipsismo del
personaje amarrado al pensamiento infinito, como discurrir literario por
excelencia, característico del universo kafkiano. En su formalidad
expresiva ocurre un algo, otro: la interrupción es más que violenta, es la violencia
que se repite en el acto, una y otra vez, repiquetea desacomodando el
mundo nuevamente. A tal desajuste, Lamborghini agrega la acusación que
nos persigue: de apasionados, nos vamos de boca, nos vamos para no
volver, nunca. El efecto se logra de manera imprevista, guardando el
escritor cierto velo que lo deja a reparo de la mirada del lector: por
primera vez logra borrarse de la enunciación, pues tiene otras
prioridades, como hacer de la historia narrada un todo que se modifica
por propia gravedad, con apariencia independiente de ese que escribe.
A su vez, tiene una dificultad insalvable pues es un intermediario, un
traductor que debe construir la mirada de los personajes, a lo que llega
de mil maneras, pero siempre en la torpeza del límite ya que lo que se
modifica es por lo actuado, por lo que se ha representado hasta hacerse
historia definitiva. Entre esos cambios, la fórmula opera con la magia
de una frase (incognoscible, que sí administra el que escribe, a su
antojo y gusto), como crisálida del absurdo: “…él (el obispo) era una mujer muerta.”
Mutaciones, relevos, situaciones que saltan de los goznes de una
perspectiva lógica y humana conllevan la brutalidad del castigo, la
lucha cuerpo a cuerpo en el exceso, la penitencia y el dolor como único
remedio que en nada ponen orden, todo lo contrario, o más bien, ordena
para trastocar el sentido, tal vez penitencia indispensable para
sanarnos como lectores o enfermarnos definitivamente de palabras.
Retomando la línea pictórica, encontramos otra señal, una nota al pie
que nos lleva de viaje: tanto Durero como Holbein retrataron a Erasmo de
Rotterdam. El mismo Holbein ilustró la edición de 1515 (Basilea), de Elogio de la locura (en realidad Elogio de la Moría,
estulticia, cuyo significado remite a la necedad, tontería o
insensatez; pero no a la insanía mental). El libro fue escrito en
Londres, en una semana, mientras el autor era huésped de Tomás Moro: el
cisma de la iglesia católica era inevitable, Lutero actuaba con mano
férrea para dividir aguas, costumbres, y el lenguaje mismo. Como ámbito
de integración del conocimiento y las artes, el período Edad Media /
Renacimiento, comenzaba a fraccionarse chocando con los nuevos muros de
la fe. Aquél reclamo humanista de Erasmo no se ajusta al voto
estilístico de Lamborghini, pero es él quien invierte las fórmulas, da
un vuelco con la historia que construye: lo humano fue por otro camino,
materializando su necedad hasta el límite en que los personajes quedan
encerrados por siempre en el destino que traza lo discursivo (las
palabras determinan). Cuando Erasmo señala a religiosos y monjes (pag.
109, Elogio de la locura, Alianza Editorial, Madrid, 1984), lo
hace con una vehemencia llamativa, colocándolos en el extremo mismo que
hace frontera y confunde a la población respecto a la fe cristiana:
“[54] Casi pareja a la felicidad de éstos va la felicidad de los que así mismos se llaman comúnmente Religiosos y Monjes. Ambos nombres son evidentemente falsos, ya que buena parte de ellos viven alejados de la religión, y a nadie se encuentra más en todas partes. No creo que hubiera gente más desdichada que ellos, si yo no acudiera a socorrerlos de muchas maneras. Tan mal vista es esta clase de hombres que el simple encuentro casual con uno de ellos es tenido como signo de mal agüero, ellos, sin embargo, están altamente satisfechos de sí mismos. En primer lugar, porque creen que la mejor forma de piedad es estar tan alejados de la educación que no saben ni leer. Después, cuando en la iglesia cantan los salmos rebuznando como asnos, repitiéndolos de carrerilla, sin entenderlos, están convencidos de que halagan los oídos de los coros celestiales. Hay también algunos de ellos que explotan su suciedad y mendicidad, pidiendo posadas, carruajes y barcos con gran perjuicio de los demás pobres. Así es como estos hombres mansos, llenos de mugre, ignorantes, ordinarios y descarados pretenden ofrecernos la imagen de los apóstoles.”
“Viene por fin, el quinto acto de este drama, en el que un artista conviene que se supere a sí mismo. Es aquí donde narran cualquier fábula tonta y bufa tomada, me imagino, del Espejo de la historia* o de las Gestas de los Romanos**, interpretándola de una manera alegórica, topológica y analógica. Y de este modo, despachan su sermón, monstruo que ni el mismo Horacio pudo concebir cuando escribió aquel verso “Humano, capiti”***, etcétera.(…)”Tal vez el artista es Lamborghini, que ha tomado reflejos de aquella historia espejada, o de la misma Roma, para remontar las causas, darlas vuelta en la analogía como en lo topológico. Hermoso título: Espejo de la historia, o la palabra gesta, como promesa de aventura. Pero es el poeta quien abre la puerta imaginaria: Humano, capiti… para convertirse en narrador-monstruo, y a su manera, no volverse otro humano, jamás. Es su autoridad la que le permite ir y venir por la superficie construida por la ficción, tomando nombres, frases, despedazando a mansalva. Otro indicio: Erasmo fue algo así como un padre de la pedagogía, ocupándose tanto de la educación juvenil a partir de los conceptos de Plutarco (De civilitate morum puerilium, 1526), como de la educación liberal de los niños (Declamatio de pueris statim ac liberaliter instituendis, 1529), y ese rastro aparece en el Barco de Amujerear que controla Jack La Hien, donde los niños y adolescentes son re-educados, feminizados, dados –literalmente- vuelta. Coincidencias, roces, tal vez promiscuos, embebidos en el pecado mismo del pensamiento que imagina el relato: Erasmo tradujo desde el griego una versión latina, crítica y fiable, del Nuevo Testamento oponiéndose a la Vulgata pontificia:: Novum Instrumentum (1516), un texto que proviene de la revisión de las fuentes, aunque con menor efecto que aquella Biblia pornográfica del monje-traductor (Maker, tentado por la carne), que supo plantar como señal del cambio de un futuro, uno más, que se hace posible desde la imaginación puesta en acto en el estilo. Como partícula explosiva, el novelista Lamborghini amarra la bestia que cabalga, completando la cita de la pág. 98:
[* Speculum Quadruplex, Historia Universal impresa en 1473 y escrita por Vicente de Beauvais. / ** Texto de historia universal, escrito en el siglo XIII. / *** Horacio: Arte Poética, V, 1.]
La propia “sociología” desmiente a los sociólogos. La teología es el tema, el único de estas páginas.Tabula rasa sobre el pasado, nueva página, fundación y búsqueda de lo originario, ya preguntando por un dios, o por las formas que toman esas cuestiones: entonces, otros libros –sagrados o no, va en gusto-, que dibujan una variante geográfica del destino humano, o lo hacen vívido, descaradamente. La fundamentación teológica, tan firme, sacra, que hasta hoy atraviesa el tiempo perdurando, es el recurso por el cual un texto puede aspirar a lo eterno, a superar que fuera escrito por los hombres, y aún así, ser verbo sagrado. El narrador Lamborghini se autoriza como sumo sacerdote de esa teología fantástica y, como Erasmo, provoca, escandaliza, escribe como hereje, pagano, opositor del Todo establecido. Pero con una diferencia: el humanismo ya no es posible, sólo la visión-tadey. Y, en el pecado, encontrarás tu penitencia, forzando al límite lo que ocurre o no debería ocurrir. Es en el asco, en la repulsión de los actos, donde el cuerpo humano se subvierte, consumido en la llamarada del hedor con que el detritus se hace presente. En Vomir (en los tres capítulos elegidos por el novelista), ya no es posible Buenos Aires, ni su río marrón de escoria anal, como tampoco es viable una Argentina, la pampa de los chistes, por lo que la referencia queda para después de esa etapa de constitución de la Nueva Historia tan imaginaria, verosímil. A la manera de Erasmo en casa de Moro y de los ermitaños, Lamborghini se hizo monje sin ser monacal, recluyéndose en Barcelona, en un retiro estilístico absorbente: planta un incordio quedando la disputa sin retomar, hasta nuestros días, por los que se ejercita todo lo contrario, deformándolo con epítetos, maneras de tapar con pintura la obra misma, casi censura o incomprensión en estado de recato místico, a la vieja usanza. Hay en ello, una especie de moral postrera depreciando (y deprimiendo) a la literatura argentina, o peor aún, lo que queda de ella. Si bien parece que el hermoso título Elogio de la locura se materializó de otra forma, en Vomir las narraciones migran hacia un pasado donde el origen es excepcional, fuera de todo lo común conocido o en la exageración misma del abandono humano: el deseo y, también, la convulsión ilimitada que desatan las palabras, su efecto fantasmagórico pero real.
Vomir, entonces, aparece como un carro de locura, o nave desbocada en el discurso de los otros, personajes, voces que reinciden una y otra vez, ambulando en un círculo enorme (o esfera universal), sobre aquella palabra que también se hace símbolo y síntesis de la desgracia individual: ya no se trata del espacio gótico como dominante, sino de la abolición de los horizontes en un lienzo de perspectiva alucinante, en el que el humor y la ironía seguirán cruzando los párrafos. Y, tal vez, el final de la misma no parezca un final de novela, ni tampoco una interrupción, y sí una suspensión del relato como gesto amable, dejando la posibilidad de su continuación, de la retoma, que –si el escritor quisiera- ocurriría una y otra vez, sin detenerse. Una novela eterna, imparable, arrolladora. Hacia el final de Elogio…, Erasmo se pregunta:
¿Y si la locura de que he hablado fuese la suprema sabiduría de que nos habla la Escritura, y sobre todo San Pablo?Los intérpretes señalan que el de Rotterdam trataba de probar que cristianismo y buenaventuranza no son más que una locura sublime. Y ésa palabra: sublime, es un icono recurrente en Lamborghini. Un detonador del estilo que arrasa. A tal punto la influencia de Erasmo sobre la cultura hispánica que Bataillon (Erasmo y España, FCE, México, 1966) le adjudica la creación del término “hispanizar”, encontrando su influencia hasta en el mismo Quijote. Obra que aparece como fantasma en Vomir, como vago recuerdo de un novelista que lucha contra ciertas dificultades del mundo, su mundo, que nada comprende. Por ejemplo, el límite de la lengua madre, desplumada y deshojada desde ese pasado se reconstruye con elementos que, como vemos, no eran tan antojadizos ni producto de la insanía en la que lo quieren sepultar. Si bien podemos encontrar un cierto inhumanismo en Lamborghini (por oposición a lo ya escrito en la otra Edad Media / Renacimiento), su objeto no resulta ser antitético sino que se enfoca en el ansia de esos otros, de los personajes, quienes al obturar el disparador todo oscurecen, incluyendo el destino, aún sin que exista como tal, fuera de la novela. El “¡SAS! ¡Novelista!” con que alguna vez explicó su mutación, es el abracadabra del nuevo lugar del narrador: ¡SAS! ¡Dios de las palabras! Y en ello, un condensado de nueva realidad, jugosa, inacabada e interminable, la realidad del texto, ése, único, Vomir.
Cuerpo de texto
Debo pedir disculpas por la insistencia, pero no dejo de sorprenderme –más allá del entusiasmo- con las relaciones que descubre esta novela de Osvaldo Lamborghini, al punto que me arriesgo a especular que es su verdadera y única novela, que actuó como estrella al iluminar los otros textos, anteriores y posteriores, algo así como una novela Eje, sobre la que se desplaza en un ida y vuelta aunque parezca ilógico. Estaba en el escritor antes, tironeando del estilo para materializarse. Y, luego, marcó un rumbo inevitable que sólo interrumpió aquello imprevisto: la muerte. Con Vomir, creo, tenemos la piedra fundamental de un anverso de la novela en esta nueva modernidad que nos abarca y ahoga. El novelista ingresa por otros puntos del cuerpo del texto escrito, que hace pasado para continuar hacia el fin, en un adelante visionario. La construcción temporal, el viaje al origen, tiene la química fundada en la siguiente frase (pág. 222):
Todo, el deseo podrá transformarlo.
En el barco donde se “amujerea”, el abuso resulta el eje del cambio. Y
su justificación metódica, protocientífica, resulta mucho más que
irónica, casi crónica de la desventaja de todos los niños del mundo
(entre los que incluyo al creador de semejante imaginería) frente al
poder de la experiencia, de la intención oculta, siempre siniestra. Rol
por rol, el juego no se detiene, y la transformación es más que
ideológica (desperonizándose), impersonal, sino funcional: en el
quebrado (como en los torturados que comulgan con el sistema que los
hace sufrir, colaborando) se conjugan el dolor y el placer. Fórmula del
Marques de Sade, de un divino, encarnado en Jack La Hien, o en Massera, o
en el padre de la marcialidad literaria, Leopoldo Lugones. Pero esa
tradición es de la evocación cultural, Vomir a solas con su
rumor, no señala hacia el territorio que abandonó el novelista. Las
referencias, entonces, corren por nuestra cuenta: Lugones padre como
ofrenda, Lugones hijo como verdugo de quienes desoyen las palabras del
poeta ilegible, se trata de los niños de los que él tan bien se
encargaba. La tradición depara terribles sorpresas. Y por qué no, que
esos quebrados para el amujereo, inocentes sin intención carnal luego
sometidos para siempre, representen a los otros quebrados de la Pecera
de la ESMA, pensantes colaboracionistas, traidores de alguna fe, que
ayudaron al diseño pseudo peronista del proyecto mesiánico de Massera,
entre otras cosas, a través del diario Convicción. Las infidencias
literarias, los rumores, ubican a Osvaldo Lamborghini (en definitiva,
hermano de un peronista de primera hora, y más: poeta casi “nacional”)
cerca del almirante y su proyecto político. Incluso, que los medios de
un viaje a España provinieron de las arcas del mismo, a cambio de una
campaña de defensa intelectual del militar presidenciable que aquél
haría en la madre patria, en el centro mismo de la lengua madre. Si es
así, tal vez de ello provenga el reproche y resentimiento que Germán
García manifiesta en contra del novelista, que aún muerto, no merece su
perdón. Pero podemos dar tanta verosimilitud al rumor anterior como a la
afición alcaloide de Bosch. Igualmente, no resulta descabellado que el
genio de Lamborghini diera por resultado imaginar el complot para timar a
un señor del terror, a un torturador consumado hasta el delirio, y que
esa aventura -que nunca tomó forma definitiva (ah, la paranoia)-
inspirara la época oscura, la etapa inicial desde la que regresa el
pasado de La Comarca (tan grande o más que Argentina, amorfa como ella,
con geografía de churrasco, de carne cruda). (Para iniciar el derrotero
trágico de tres generaciones de los Lugones, valen las citas y
referencias de la nota publicada en Clarín, La maldición de los Lugones por Socorro Estrada).
Diario Convicción. Medios y dictadura
Pero el cuerpo de la novela, su forma misma, se hace tangible en las
referencias más evidentes que han encontrado la crítica y observadores
de la obra de Osvaldo Lamborghini. Se trata de la Cultura de Baldío, de
aquella cosa barrial condensada en esos habitantes mínimos, todos ellos
potencia y representación de los “mayores”, farsa y morisqueta de otra
edad que aún no llega, pero que empuja desde las hormonas
descontroladas. Ese juego de palabras que inició Witold Gombrowicz en la
cosa niñal, muta definitiva como crueldad infantil saliendo de la
formalidad del relator: la vuelta de tuerca de Lamborghini es tal que
rompe los dientes del tornillo, desmadrando el relato, forzando a que
cualquier consecuencia pueda concretarse. Desde la violación consentida,
al enamoramiento absoluto del sodomita, y hasta la vulgar
representación payasesca de lo femenino por inducción. Las relaciones,
entonces, son de una sola índole: hay un amo porque hay esclavo, y éste
se sacrifica en el deseo mismo, totalmente poseído, coronando su final
con la aceptación del cordero en el sacrificio. Y el goce perverso se
convierte en ilimitado, como el de la lectura, que cesa, por cortesía.
Si el todo que construye el novelista se fuerza hasta girar sin rosca
-girando loco, desbocado-, es que el estilo todo lo soporta: sin
embargo, y aún por ello, Vomir es novela. He ahí su fórmula
mágica, la piedra-joya que la impulsa. En el cruce de la Cultura de
Baldío, de donde las palabras avanzan sin tomar prisioneros: en el
imaginario de la infancia peronista ideal, ciertos ritos sociales
convocan los recuerdos, hacen su otro juego. Podemos pensar que
la palabra Tadey es sólo una copia errada de Toddy, sustancia derivada
del cacao y que simbolizó el alimento infantil que hacía a la leche un
alimento apetecible. El vaso de leche para los niños se teñía, tomaba el
color marrón del chocolate (un color mentiroso) luego del aviso
estridente de la madre: ¡a tomar la leche! Tregua, momento de paz
hogareño que sigue al juego infantil. Rito popular, felicidad simbólica,
la leche se oscurece para ser alimento, pero en su blancura violada
puede que el contenido sea otro, como lo fecal, trastocando la relación
hacia un perverso devenir en el que la infancia misma queda abolida para
siempre, dando lugar a la infelicidad de la madurez seguida de muerte.
El viento del Baldío rumorea en Vomir, se filtra en las
rendijas del relato por el que avanzan los personajes de La Comarca. Es
esa lengua nueva que viene hacia el pasado renacido, en donde la tuerca
no encuentra tornillo alguno. Los juegos no existen más, y la cosa
sexual todo desplaza. La infancia es la puesta en escena de aquello
depravado que prepara el deseo, una triste e inevitable condena. Las
mutaciones de los personajes, sus nombres desplazados, la sinonimia
recurrente, son el preámbulo en el que los sujetos de la acción tratan
de reparar la propia falla sin lograrlo. Allí, los razonamientos se
pierden, y todo oscurece como cuando la cuchara infantil revuelve la aún
blanca leche para hacerla marrón. Lo que era puro se transforma en otra
cosa que alimenta la decadencia, el futuro. Incluso, ya no hubo niños,
sólo animales de placer, tadeys, representaciones libidinosas como
quimeras incomprensibles.
Pero volvamos a cierta cuestión científica forzada para encontrar una
metodología en el “amujerear” infanto/juvenil. Es en el Doctor Ky
(luego mosca Ky – mosca conciencia de la pulsión violenta) donde la
reverberación del futuro torturador profesional (mano de obra
especializada) se hace presente. También, asesor militar de inteligencia
en los conflictos del mundo; y, más allá, condensado absoluto del mal, o
el mal mismo. Ancestro de todos los mengueles imaginables, el Doctor Ky
teoriza hasta el absurdo y se detiene para recomenzar, a partir del
sufrimiento de otra víctima, una, otra vez; prueba y error, como amo de
una ciencia estadística inconmovible. No hay lesa humanidad, ni
comprensión del otro, nada más que experimento. El abuso como principio
de una sabiduría basada en el crimen, en pecado terrible más capital.
En el otro extremo de la novela se haya el cuerpo del tadey.
Repugnantes y útiles, para los personajes humanos (o aquellos que
manejan una lengua accesible) la interpretación de tales existencias es
como la de los europeos para con negros e indígenas, y todo aquél digno
de ser usufructo como esclavo. No hay sólo desprecio, sino el signo de
la utilidad que va más allá del alimento, de la piel, de la
representación de lo deseable, aquello que seduce y desata la pasión
libidinosa, incontrolable. A la triple función, Lamborghini agrega
cierta autonomía del animal casi humano, inventando códigos gestuales,
simbologías sencillas de manada, conductas tribales y un deseo de
sometimiento incontrolable. Los tadeys, a su manera, también son
marionetas de lo humano descarriado, amoral, carente de ética; como en
los insectos: la depredación es efectivísima, una esencia, vital. Para
ahondar la similitud, los tadeys poseen un habla que no llega a serlo,
con equivalencias forzadas, que formalizan el error de toda
interpretación: el traductor está atrapado en otra lengua y, como el
novelista, ya no podrá volver. Especie condenada, sus pasiones son
ilegibles pero inevitables, encienden la llama del ardor sexual,
encienden un rito eterno del instinto que los condena. Aboliendo
cualquier intervención psicoanalítica, Lamborghini se mofa de la
historia vieja, entonces lo homosexual es una marca orgánica, que funda
su origen más allá de la sangre, más allá del destino orgánico. Así, los
animalitos oníricos saltan del sueño a la cruda realidad de la ficción,
actúan su farsa, y aparentan cumplir con el designio de la felicidad.
Si la visión del cuerpo trasgresor es tan extrema (otra vez: en el pecado encontrarás la penitencia)
es porque el tejido, la entremezcla que utiliza el novelista, tiene la
intención de abolir toda divinidad que no sea la de él mismo como
timonel del relato. Pues, aunque se omita al escritor, testigo, pintor,
copista, observante, lo escrito seguirá viviendo en la lectura:
ha concretado su objetivo eterno publicándose. Como malabarista de la
palabra ofensiva, y también sagrada, Lamborghini es el relator
supremo y generador teosófico de una vulgaridad oral en la Cultura de
Baldío, territorio desconocido que puede ser terreno desolado explotando
como Historia Universal de la (de otra, muy distinta) Infamia. Por ello
la teoría de Aira respecto a que Lamborghini es un generador de
continuos queda como una solución extrínseca, pues la operación del
novelista es más bien alimenticia y digestiva: lo escrito vuelve como
re-visión, o sutil cierre que abre una posible puerta que deposita la
lectura en otro territorio plagado de acontecimientos. La diversidad
imaginaria, entonces, resulta impredecible e inaprensible (que es lo que
el cuidador de la edición reconoce como síntoma). Sólo él (el novelista
ya endiosado) sabrá qué hacer con nosotros. Finalmente: nos ha
conquistado, desde lo vertical, desconociendo todas las doctrinas
pasadas, fundando un pasado irreversible pues él mismo está en el revés
de la sabiduría primigenia, que ya no nos pertenece.
El fracaso de una lengua, el fracaso de una madre
En lo marginal hay cierto regusto, como si el hecho de embeber los
pinceles en la suciedad de la bajeza humana implicara una cierta
venganza por la vida que le ha tocado al artista. Osvaldo Lamborghini no
es un maldito, todo lo contrario, los maldecidos son los otros:
aquellos que no alcanzan la estatura suficiente para leerlo. Tampoco es
cuestión de endiosarlo para dudar libremente sobre su existencia. El
hombre siempre descree de lo común, de lo dado como verdad incuestionable, y lejos está Vomir
de entronizarse como secular. Pero en el juego (apariencia con que se
viste la escritura lamborghiana) está el regusto, la extremaunción de
cierto efecto suntuario que lo acosa desde el apellido. El novelista se
mancha con otras tintas, indelebles, resumen de la perdición en la
letra, en ese ir hacia adelante sin freno. Pero, para hacerlo, debió
volver al territorio abandonado y destruir, sin miramientos, sin prurito
alguno. Por ello escribe: “…como la patria recordada, un hogar feliz.”
Ya irrepetible, o brisa leve en la evocación de otras palabras. Tan
tediosa como un eco, la patria no está, fue abolida por lo que se
relata. La suspensión de cualquier juicio moral –y de toda culpa-, hace
que el dolor se convierta en la única conclusión. Y vale preguntarnos:
¿sufre el novelista semejante abandono en el calvario de los personajes?
¿O sufre la avalancha de la tarea de escribir que lo aprisiona en vez
de liberarlo? Vomir es un paradigma en el que el dueño del
estilo trata de escapar de la lengua madre, del origen, hacia cierta
geometría de palabras en donde puede construir la estratagema que
distraiga lo condenatorio del destino. En el artilugio forzado, la
suerte está en otra parte, y poco ayuda. Todos los bosquejos desechados y
compilados por Aira a continuación de la novela, siguen siendo
referenciales de una argentinidad menguante, que se desperoniza,
alejándose de la farsa política que tantas vidas cuesta. Esos bosquejos
del tríptico final, como chistes sin final, no hacen más que confirmar
que la versión de tres capítulos tiene un aire definitivo, deslizando la
intención suprema: denegar la pureza de la madre, del origen, de esa
lengua que fundó un engaño histórico: que ciertas cosas no se dicen, ni
se escriben; que ciertos lugares no pueden ser accesibles a la letra,
que hay un precipicio a respetar por riesgoso e impúdico. En términos
Baldío: con la madre no, ni el pensamiento como pecado punible. Con la
madre, ni la imaginación salida del mayor desenfreno pasional. Con la
madre, nada. Son todas mentiras de un trastornado doctor entrometido,
chismoso. El núcleo del pensamiento doctrinal Baldío, la imposibilidad
del incesto, lleva por otro camino de crueldad infinita para compensar
la tentación, negando la sexualidad reproductiva: los hombres irán por
los hombres y los tadeys, y los que reciben a los hombres asumen su
transformación como naturaleza inevitable, intrínseca. Con la madre, la
madre peronista, la Eva de todos los infantes, sólo el olvido. Y como
castigo: el pecado, en una terrible penitencia.
La ortodoxia literaria argentina (en su simbiosis editorial), siempre
pregunta por el éxito o el fracaso de una obra. Tal vez como revelación
exagerada por la distancia, Osvaldo Lamborghini enfrentó el problema
como una cuestión de Estado, pero no desde el poder que éste emana, sino
por la calamidad que desata, cuyas dimensiones adoptan el volumen de
una catástrofe. No hay éxito en escribir, no hay éxito que compense el sacrificio en el estilo, en las palabras.
La inmolación del escriba es en su obra que, extrañamente, permaneció
oculta hasta para el que creyó ser su círculo íntimo. Tal condena
también la viven los personajes: están atrapados por un lado falso del
amor (la faz oculta), en el que el velo se expresa como conductas
irracionales, impulsivas, a las que el destino termina desfigurando como
un gesto efímero. Esclavos del deseo ajeno (como el escritor, apartado
de la irremediable ficción que ha creado y trae otras consecuencias, tal
vez terribles), lo polimorfo acosa desde la oscuridad, como suspenso:
cada acción puede trastocar el nombre, alterar una letra, convertir un
objeto en función y una función en objeto, y así abusar de lo escrito,
de lo que designa, para omitirlo del relato. Las palabras cobran vida en
el estilo, y toman decisiones, tan caprichosas y egoístas, como el
gusto y la elección de unas sobre otras. Por ello, en la complicidad
laxa del lector, Lamborghini da vuelta su memoria para completarla de
otro modo. Muestra, descarado, el triste hueco final en que la confusión
histórica -el que deja abierto desde siempre, eso reconocido como lo
oral- puede convertir un Todo (un Toddy, el universo mismo) en
malentendido desgraciado, o en chiste, sin importar el gusto-regusto. Si
el secreto de lo nuevo es en la construcción de otro pasado, también la
trampa está en que tal conjetura sólo inhabilita cierta variable de lo
posible en la ficción. Fuera de ello, todo escritor está condenado al
fracaso, aunque su obra lo sobreviva, pese a la patria, la madre o la
lengua abandonada. La referencia al traductor, la insistencia, no es más
que una manera de borrar su presencia o autoría. El imaginario mundo
desatado sigue actuando aunque cerremos el libro: es un hormiguero de
ideas que se chocan, es también una instigación a la relectura, al
repaso, a buscar el cuidadoso descuido del estilo de quien escribe. Si
bien los hechos, lo narrado, parecen casuales, nada más es una pátina
para asegurar nuestro acercamiento. Como hemos visto, el cruce, la
ligazón, la evocación y el regurgitar (tan alimenticio, también), llevan
la narración por una cuesta que se hace veloz hasta la adicción. A
caballo de un oscurantismo renegado, de esa ilustración de manual
educativo barato, Vomir se planta en el medio de la mísera
tradición literaria que abandona: es la primera y única saga de la
literatura argentina; es, lo que nadie esperaba. La generosidad metódica
con que Lamborghini la concretó, dice de su seguridad y convicciones.
No temía la imitación, ni a detractores o aduladores. El destino de ése
estilo coronado sería único e iniciático. Su ferocidad también instala
una vulgar duda: la destrucción del pasado, el reemplazo por otro,
también conlleva la anulación de todo tipo de trinidad, incluso la
popular. Patria, Eva y Perón; tradición, familia y propiedad; peronista,
sindical y pobre; traidor, escritor y, también, lejos también, puto.
A caballo del ojo bizantino que todo lo ve y conduce el relato, es
como Lamborghini señala los límites funcionales del lenguaje. Refiere al
comarquí como un idioma que nos es vedado, invoca un traductor que no
interpreta y se fataliza en el error; busca los códigos secretos que
significan los chillidos tadeys; o peor, la literatura argentina se ha
definido escuchando erróneamente algo que le llega de otra lengua, y
que, al sumergirnos en ella, también resulta intraducible. Y en esto no
hay chiste alguno, la propia muerte se enunciaba en Barcelona, y el
límite se hacía material, apuraba los acontecimientos.
Pido disculpas por extenderme en demasía por andariveles que, tal vez, parezcan inconexos o exagerados. Pero considero que Vomir
(indebidamente titulada Tadeys) debe ser mucho más que vindicada como
fundamental, o sugerencia de una transformación de la literatura
castellana. La sustancia que encierra, la crueldad de su condena, es la
de la íntima exploración de un límite que nos agota en la escritura
misma. También es aquello imposible de continuar o imitar. Es,
sencillamente, la frontera a superar, el camino en el que -quien quiera
seguir imaginando una historia- deberá plantarse para perdurar en el
futuro, a pesar de una lengua al borde del colapso que toma forma de
olvido terrible, cruel.
En ningún momento he tratado de cuestionar la personalidad o el
personaje que formó de sí Lamborghini. Creo que ambos, el autor, y el
imaginario creado alrededor de él, son tan válidos como el
desconocimiento de su intimidad (por ejemplo, no sabemos de la
existencia de un Diario o la infidencia epistolar) (2). Pero existe la
sensación que, para disfrutar su obra, no es necesario el conocimiento
biográfico, y en esa clave, en la independencia del chisme, del rumor, o
la difamación con la que la costumbre oral abusa del otro, es que se
manifiesta la autarquía del estilo que funda. La palabra escrita toma
cuerpo, peso, lugar e importancia, y a pesar de los cuidados, omisiones,
detracciones y olvidos, Osvaldo Lamborghini superó la sombra borgeana,
la de lo gauchesco, de lo realista, de lo que lo conjeturaba en el
futuro en la materia que es escritura. No sería justo, para nuestra
felicidad como lectores, que olvidáramos su obra, y creo que ese gesto
hace una coronación definitiva: en el goce de la lectura, en el humor
sacrílego de lo que se altera, en ese allí, es donde migra un espíritu
iluminándonos, marcando el nuevo Renacimiento, algo que todo un
continente creía imposible.
Notas:
(1) El artículo en el que se justifica tal alteración de lectura y el título es La invisibilidad de lo escrito, disponible en Nación Apache.
(2) El presente artículo es anterior a la noticia de la publicación
de una extensa biografía respecto al autor, lo que en ninguna forma
invalida el concepto expresado.Posted on
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