martes, 18 de marzo de 2014

La alucinante resistencia de Reynaldo Arenas. Por Rafael Lemus

Qué diferencia notable, abismal, contundente entre los escritores argentinos de los sesenta y setenta que adhirieron al principio ciega y crédulamente a la dictadura de Castro y luego del modo más canalla y oportunista firmaron manifiestos a favor y recibieron prebendas del régimen aun cuando sabían que era la dictadura más feroz de América Latina. Hasta hoy han hecho lo posible para cavar nuestra fosa aunque se mantienen lo más lejos posible de ellas. Qué diferencia entre sus actitudes rastreras con el valor de los escritores cubanos, una literatura viva cuyo punto de partida es el poema del mulo en el abismo de Lezama Lima y que se extiende a través de Carlos Franqui, Cabrera Infante, Huber Matos, Virgilio Piñera, llegando a Reynaldo Arenas hasta Juan Abreu y los nuevos escritores. Es cierto que todo poder es corrupto e incluso criminal pero el poder absoluto es absolutamente letal. Esas obras y esas voces tan diferentes tiene sólo algo en común: la integridad, que aunque no sean religiosos responde a una ética abrámica de la vida. La integridad no tiene nada que ver con la solemnidad, pensemos en los grotescos de Piñera o en el Color del verano de Arenas.  No son santos, pero no hay impostura que afecte cada una de sus vidas. Aquí, en cambio, la integridad es lo primero que desaparece. ¿No habría que incorporarlos a la literatura argentina como una función disuasiva de los mitos castrotercermundistas? Reynaldo Arenas es un punto de inflexión. El que lea Antes que anochezca sabrá de qué se trata cuando se habla de los centrales- campos de concentración- y de la canalla latinoamericana que hizo y hace la vista gorda cuando el crimen y la tortura gozan de inmunidad revolucionaria.LT.


1. El 12 de marzo de 1965 se publica en el semanario uruguayo Marcha una carta abierta
de Ernesto Guevara a su amigo Carlos Quijano. El texto, “El socialismo y el hombre
nuevo en Cuba”, es quizás el escrito teórico más significativo de Guevara y, a la vez,
una enfática declaración de objetivos del régimen emanado de la Revolución cubana,
entonces ya declarado marxista y en pleno proceso de conversión socialista de la isla.
Tal vez en ninguna otra parte se enuncia con tanta claridad la intención del régimen de
intervenir en todos los órdenes de la sociedad cubana, de transformar radicalmente la
vida mental y física de sus ciudadanos y de producir un nuevo sujeto: el Hombre Nuevo.
Ese afán de regular la existencia de los individuos y de actuar sobre los
fundamentos biológicos de la vida —antes más bien al margen de la acción política— no
es, desde luego, exclusivo del régimen cubano, y ni siquiera de los sistemas socialistas.
Como descubrió Michel Foucault, se trata de una característica fundamental del poder
en las sociedades modernas occidentales. A partir del siglo XVIII, detalla Foucault
en Seguridad, territorio, población, el poder toma en consideración “el hecho biológico
fundamental de que el hombre constituye una especie humana” y crea una serie de
mecanismos disciplinarios y de normalización —desde hospitales y colegios hasta
campos y prisiones— que persiguen “la transformación eventual de los individuos”.
 Entonces todavía al frente del Ministerio de Industria cubano, Guevara escribe
en aquella carta: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material,
hay que hacer al hombre nuevo”. La tarea, advierte, no es sencilla: “las taras del pasado
se trasladan al presente en la conciencia individual” y, para erradicarlas, los individuos
“deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad”. Esos estímulos y
presiones pueden ser de “índole moral” o bien administrados, a veces brutalmente, por
las instituciones revolucionarias, ese “conjunto armónico de canales, escalones, represas,
aparatos bien aceitados” que garantiza “la selección natural de los destinados a caminar
en la vanguardia”. En esa “dictadura del proletariado, ejerciéndose no sólo sobre la
clase derrotada sino también, individualmente, sobre la clase vencedora”, es de especial
importancia el aparato educativo del Estado, ya que actúa directamente sobre la juventud,
“arcilla maleable con que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras
anteriores”.
Uno de esos jóvenes se llama Reinaldo Arenas y no es, a pesar de su
apellido, “arcilla” y menos aún “maleable”. Entonces, cuando se publica “El socialismo y
el hombre nuevo en Cuba”, Arenas tiene 21 años y está a punto de entrar por primera
vez en conflicto con el régimen de la Revolución. Ese año el Estado crea las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción —campos de rehabilitación y trabajo forzado para
los “inadaptados” sociales— y atiza su homofobia. Ese mismo año Arenas termina su
primera novela, Celestino antes del alba, y la presenta a un concurso nacional en el que
obtiene una mención honorífica —el principio de sus difíciles, enconadas relaciones con
la burocracia cultural de la isla—. Es entonces, cuando coinciden la radicalización de la
represión castrista y la emergencia de Arenas como figura pública, que se inauguran las
fricciones entre el escritor y el régimen, fricciones que pronto devendrán en un
enfrentamiento cabal y asimétrico, ya sea porque Arenas es homosexual, ya porque
publica sus obras en el extranjero, ya porque se resiste a los procesos de disciplinamiento
auspiciados desde el Estado. Durante los siguientes quince años Arenas soportará el
acoso y el castigo de los dispositivos de poder estatales: será forzado a trabajar en una
plantación cañera, será recluido en una prisión, será obligado a firmar una retractación
pública y verá frustrados sus repetidos intentos de abandonar la isla, hasta que en 1980,
durante el éxodo de Mariel, consigue hacerlo y marchar hacia Estados Unidos. Es allí —
enemistado con el exilio cubano de Miami, primero animado y después aturdido por la
vida neoyorquina y, al final, enfermo de sida— donde termina de escribir Antes que
anochezca, las memorias que empezó a redactar un día de 1973 en las alcantarillas del
Parque Lenin mientras se ocultaba de las fuerzas de seguridad del régimen.

2. “Toda dictadura —escribe Arenas en un pasaje de Antes que anochezca— es casta
y antivital: toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen
dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara
de eliminar cualquier ostentación pública de vida”. Esta imagen, la de un Estado que
censura la “ostentación pública de vida” y se afana en controlar la existencia física de los
ciudadanos, se repite una y otra vez a lo largo de las 343 páginas del libro. Ya sea que el
régimen se conceda “la potestad de informar cómo debían vestir los varones”, que se
proponga “romper los vínculos amistosos” mediante la organización, calle por calle, de
los Comités de Defensa de la Revolución o que penalice las relaciones homosexuales,
la imagen que emerge aquí es la de un poder para el que la vida de sus ciudadanos no
representa el límite de la política sino, precisamente, su centro y objetivo. Dicho en otras
palabras: un biopoder que, para seguir siéndolo, debe intervenir en, y regular, todos los
aspectos vitales de la población.
     No casualmente Arenas se demora, en Antes que anochezca, en la descripción de tres
de los dispositivos disciplinarios y de normalización del régimen cubano: la educación,
el trabajo forzado y la prisión. Miembro de la primera generación de estudiantes
universitarios educados por el Estado revolucionario, Arenas recrea aquellos años no
como un periodo de formación sino más bien de adoctrinamiento en un colegio que, de
acuerdo con sus palabras, era un “monasterio donde imperaban nuevas ideas religiosas
y, por lo tanto, nuevas ideas fanáticas” y donde “no era fácil sobrevivir a todas aquellas
depuraciones que tenían un carácter moral, religioso y hasta físico”.
     Años después, en 1970, Arenas es enviado a una planta cañera, el Central Manuel
Sanguily en Pinar del Río, para cortar caña y escribir un elogio de la Zafra de los Diez
Millones. Allí se topa con una nueva generación de jóvenes, ya no adoctrinados en el
colegio sino peones en una campaña de trabajo forzado: “aquellos jóvenes de dieciséis,
diecisiete años, tratados como bestias de carga, no tenían un futuro que aguardar ni un
pasado que recordar. Muchos se daban un machetazo en una pierna, se cortaban un
dedo, hacían cualquier barbaridad con tal de no ir a aquel cañaveral”.
En vez de “guiar ideológicamente” a esa juventud, Arenas es acusado de
pervertirla. Con más precisión: en el otoño de 1973 se le acusa de haber abusado, junto
con otro amigo, de dos menores de edad, cargos que rechaza. Para evitar ser detenido, se
oculta durante cuatro meses en los sitios más inesperados (detrás de una boya en el mar,
en la copa de un árbol, debajo de una cama, en las alcantarillas del Parque Lenin), en una
serie de desventuras casi dignas del fray Servando Teresa de Mier que había recuperado
y reinventado años antes en la novela El mundo alucinante (1969). Cuando al fin es
detenido, en enero de 1974, es recluido en la prisión del Morro y dos meses más tarde es
trasladado a Villa Marista, sede de la Seguridad del Estado, donde es forzado a firmar una
retractación en la que se “arrepiente” lo mismo de su homosexualidad que de sus obras
literarias y promete “rehabilitarse”. Enseguida es devuelto al Morro y, poco después,
llevado a una prisión “abierta” a las afueras de La Habana, hasta que a principios de 1976
es finalmente “liberado”.
     Estos hechos, desde que Arenas es acusado hasta que es puesto en “libertad”,
ocupan dos años y medio de su vida pero casi una cuarta parte de la autobiografía. Es en
esas páginas donde aparecen las aristas más represivas del Estado cubano, como en este
pasaje sobre las torturas en Villa Marista:


Un día empecé a sentir en la celda de al lado una especie de ruido extraño que
era como si un pistón estuviera soltando vapor; al cabo de una hora empecé a
sentir unos gritos desgarradores; el hombre tenía un acento uruguayo y gritaba
que no podía más, que se iba a morir, que detuviesen el vapor. En aquel momento
comprendí en qué consistía aquel tubo que yo tenía colocado junto al baño de mi
celda y cuyo significado ignoraba; era el conducto a través del cual le suministraban
vapor a la celda de los presos que, completamente cerrada, se convertía en un
cuarto de vapor. Suministrar aquel vapor se convertía en una especie de práctica
inquisitorial, parecida al fuego; aquel lugar cerrado y lleno de vapor hacía a la
persona casi perecer por asfixia.
3. Imágenes como esta se repiten a lo largo de las páginas centrales de Antes que anochezca
y hacen pensar, con frecuencia, en escenas típicas de la literatura carcelaria. No es eso,
sin embargo, lo que más sorprende en esta autobiografía: no el sórdido retrato que
Arenas pinta del régimen cubano sino la manera en que él mismo enfrenta ese poder.
Dicho de otro modo: lo más singular en Antes que anochezca no es tanto la denuncia de la
represión castrista —al fin y al cabo presente en los textos de otros muchos escritores
y en los reportes de diversas agencias de derechos humanos— como las características
de la resistencia de Arenas, muy diferente a la oposición acostumbrada en las sociedades
liberales y poco afín a esa plataforma liberal desde la que se suelen disparar las críticas
contra el régimen de Castro. En una frase: la resistencia de Arenas —vital, corporal,
erótica— comparte no pocas de las nociones del mismo biopoder que enfrenta, y por lo
mismo podría ser calificada, si se quiere, como una resistencia biopolítica.
     Leyendo el primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, Thomas
Lemke nota que “los procesos de poder que buscan regular y controlar la vida provocan
formas de oposición que formulan sus reclamos y demandan reconocimiento en nombre
del cuerpo y de la vida misma”. Es decir, y como señala el propio Foucault: “Contra
ese poder [...] las fuerzas que resisten se apoyan en la misma cosa que está en juego,
es decir, la vida y el hombre como un ser vivo”. No se trata ya de una resistencia que
sucede exclusivamente en la esfera pública, o que concentra su acción en los procesos
electorales, o que persigue un reacomodo de las instituciones o una parcela del poder
en juego. Se trata de una resistencia que tiene lugar en todas partes y en todo momento,
que emplea como herramienta principal los cuerpos de quienes resisten y que se opone,
fundamentalmente, a las políticas de normalización y disciplinamiento dictadas desde el
poder.
     Basta recorrer una vez más las páginas de Antes que anochezca para notar que
la resistencia de Arenas es, sin duda, de ese tipo. Hay que ver: aunque decididamente
opuesto al régimen, Arenas no pretende derrumbarlo a través de medios políticos
ni se plantea la posibilidad de organizar un grupo político en su contra. Del mismo
modo, parece descreer de las bondades del diálogo de ideas y hasta reprueba a aquellos
disidentes que se manifiestan a favor del diálogo con las autoridades cubanas. Quizá aun
más revelador es que no hay en toda su autobiografía un solo momento de nostalgia
por ese orden político en el que la vida era el límite, el “otro lado”, el “afuera”, de la
política. Por el contrario: esa conflictiva asociación de vida y política dota al cuerpo y a
su erotismo de una intensidad que Arenas extraña en el exilio, ya en Nueva York, donde
las relaciones homosexuales parecen transcurrir rutinariamente, sin transgredir norma
alguna.
     De la misma manera, Arenas no parece interesado en reinstaurar la —siempre
relativa— autonomía del campo literario o en alejar la literatura de las pugnas políticas.
Tampoco parece querer restituir los viejos límites entre lo público y lo privado y menos
todavía devolver la sexualidad al lado de la esfera privada. De desearlo, eso haría:
reservaría los relatos sobre su vida erótica para sí mismo y escribiría obras literarias —
densas, difíciles, orgullosas de su “autonomía”— ajenas a la circunstancia política. Está
claro que no lo hace: escribe, casi sin excepción, obras belicosamente políticas y publicita
en ellas sus experiencias homosexuales. Esa es, de hecho, su estrategia política más
efectiva: la repetida exhibición de sí mismo.
     La primera imagen del primer capítulo de Antes que anochezca es la de un cuerpo
sano y se diría que casi nuevo: “Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba
sobre el suelo y pasaba la lengua por la tierra”. La última imagen es la de un cuerpo
enfermo, contagiado de sida y minado por el cáncer, que contempla la luna mientras
espera la muerte: “Y ahora, súbitamente, Luna, estallas en pedazos delante de mi cama.
Ya estoy solo. Es de noche.” Entre un momento y otro se suceden otras muchas
imágenes de Arenas, del cuerpo de Arenas, casi todas textuales pero también, a la mitad
del libro, algunas fotográficas. En casi todas ellas es notorio el afán de Arenas por
presentar su cuerpo despojado de metáforas, al margen de las categorías con las que los
Estados y las ideologías suelen vestir a los cuerpos. Exhibe su cuerpo para mostrar la
arbitrariedad de todas esas etiquetas —pájaro, escoria, proletario, varón, cubano— con
que han querido reducirlo. Lo exhibe, también, como si se tratara de un trofeo: la prueba
de que ese cuerpo, a pesar de los repetidos intentos por reprimirlo y normalizarlo, se
mantiene inestable y deseoso.
     Así se mantiene también hoy, 23 años después de la desaparición de ese cuerpo,
el fantasma de Reinaldo Arenas: desobediente, incorregible, alucinante.

Reinaldo Arenas nació en Cuba el 16 de julio de 1943, hace 70 años; se suicidó hace 13, el 7 de diciembre de 1990/ESPECIAL

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