Parafraseando a Churchill: “Nunca en el campo de la diplomacia global tantos han entregado tanto por tan poco”.
La rendición del Reino Unido y Francia ante la Alemania
nazi en Múnich ha sido desde hace décadas sinónimo de la ignominia,
tanto moral como diplomática. Pero también es cierto que ni Neville
Chamberlain ni Édouard Daladier tenían, en septiembre de 1938, el apoyo
popular ni los recursos militares necesarios para hacerle frente a
Hitler. El Reino Unido contaba tan solo con 384.000 soldados en su
ejército regular; ese verano la RAF estaba recién incorporando el avión
Spitfire. Si bien no se trataba de “La paz para nuestra era”, esta
transitoria pacificación al menos le compró a Occidente un año para
rearmarse.
La firma de los Acuerdos de Paz de París en enero de
1973 constituyó una traición por parte de un aliado militar de los
Estados Unidos y el abandono de un esfuerzo bélico por el que 58.000
soldados estadounidenses habían dado sus vidas. Pero también puso
término a la participación de los Estados Unidos en una guerra
periférica, que no podía ser sostenida indefinidamente ni por el
Congreso ni por la ciudadanía. No se trataba de “Paz con honor”, como
pueden confirmar las víctimas de los Campos de la Muerte de Camboya o de
los campos de reeducación vietnamitas. Sin embargo, al menos para los
propósitos estadounidenses, era la paz.
Por el contrario, este acuerdo nuclear transitorio
firmado el domingo en Ginebra por Irán y las seis grandes potencias
tiene muchas de las faltas de lo que se acordó en Múnich y París, sin
poseer ninguno de sus aspectos redentores o, por lo menos, mitigantes.
Pensémoslo: el Reino Unido y Francia llegaban a Múnich
en situación de debilidad militar. Los Estados Unidos y sus aliados
enfrentan a Irán desde una posición de abrumadora superioridad. Los
Estados Unidos y sus aliados le han dado a Irán más tiempo para acumular
uranio y desarrollar su infraestructura nuclear. Al Reino Unido y
Francia los esperaban de vuelta en casa electorados gigantescos
favorables a cualquier pacto que evitara la guerra. La administración de
Obama se opuso a una vasta mayoría en ambas cámaras parlamentarias, que
incluye a dirigentes tanto demócratas como republicanos, para lograr
este acuerdo.
Respecto de los paralelismos con Vietnam, los Estados
Unidos mostraron gran determinación militar en los momentos previos a
los Acuerdos de París, con un bombardeo masivo y la intensiva
instalación de minas en el Norte, que mostraba a su vez la determinación
presidencial y que forzaba a Hanoi a firmar el acuerdo. Esta
administración llega a Ginebra fresca, luego de haberse escurrido de su
propia amenaza de usar la fuerza para castigar a la Siria de Bashar al
Assad por el uso de armas químicas contra su propio pueblo.
La administración Nixon se retiró de Vietnam en el
contexto de una apertura duradera hacia Beijing que ayudaría a inclinar
el balance global de poder en contra Moscú. Ahora los Estados Unidos
están intentando una apertura fugaz con Teherán en detrimento de una
duradera alianza de valores con Israel y de intereses con Arabia
Saudita. Cómo perder a tus amigos y distanciarse de la gente es
el título de las hilarantes memorias del escritor británico Toby Young,
pero también podría tratarse de la política exterior de Barack Obama.
Es en ese punto que se acaban las distinciones entre
Ginebra y los acuerdos previos. Lo que tienen en común es que ambos
traicionaron a países pequeños –Checoslovaquia, Vietnam del Sur, Israel–
que habían confiado en las garantías occidentales respecto de su
seguirdad. Cada una fue una victoria para las dictaduras: “No importa si
el mundo lo desea o no”, dijo el presidente iraní Hasan Rouhani el
domingo, “este camino, si Dios así lo quiere, continuará hasta la cumbre
que fuera concebida por los nuestros martirizados científicos
nucleares”. Cada acuerdo incrementó el desprecio de los dictadores por
las democracias: “Si ese viejo estúpido vuelve a molestarnos con su
paraguas”, se supone que dijo Hitler de Chamberlain en Múnich, “lo voy a
empujar por las escaleras y saltarle encima”.
Y cada pacto antecedió algo peor. Después de Múnich
llegaron la conquista de Checoslovaquia, el pacto entre los nazis y la
URSS y la Segunda Guerra Mundial. A París lo siguieron la caída de
Saigón y Phnom Penh y el humillante abandono desde la terraza de la
embajada. Con Ginebra vendrá una nueva y caótica realidad en Medio
Oriente, en la que Estados Unidos perderá influencia tanto entre sus
enemigos como entre sus amigos.
¿Cómo será el panorama? Irán se irá sacando de encima
las sanciones y deslizándose hacia una zona de ambigüedad nuclear que
mantendrá a sus adversarios en la adivinación, hasta que opte por
exhibir sus capacidades reales. Arabia Saudita hará movimientos rápidos
para conseguir, de sus clientes de Islamabad, un artefacto nuclear de
poder disuasivo. El multimillonario príncipe saudita Al-Waleed bin Talal
se lo dejó bien claro al Wall Street Journal la semana pasada cuando
discutió sin ambajes su “entendimiento con Paquistán”. Egipto está
también sopesando la opción nuclear mientras se acerca a una alianza
estratégica con Rusia.
Israel no puede, por su parte, permitirse vivir en las
vecindades de un Irán nuclear, donde Assad continúa en el poder y
Hezbolá –la amenaza militar más inmediata para Israel– gana en fuerza,
influencia y experiencia bélica. Las posibilidades de que Israel se
lance a un ataque en los centros de energía nuclear de Irán se han
incrementado mucho gracias al acuerdo de Ginebra. Y, todavía más,
también las chances de otra guerra con Hezbolá.
Luego de la Segunda Guerra, los Estados Unidos crearon
un sistema global de alianzas estratégicas para evitar, precisamente,
este tipo de política exterior cuentapropista que está recobrando todo
su vigor en el Medio Oriente actual. Funcionó hasta que el Presidente
Obama entendió que había que desecharlo. Si se escuchan los ecos de la
década de 1930 en la capitulación de Ginebra es porque Occidente está
siendo conducido por la misma clase de hombres, aunque no usen paraguas.
Wall Street Journal
(Traducción Eugenio Monjeau)
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