viernes, 29 de noviembre de 2013

Peor que Munich. Por Bret Stephens.

 
Parafraseando a Churchill: “Nunca en el campo de la diplomacia global tantos han entregado tanto por tan poco”.
La rendición del Reino Unido y Francia ante la Alemania nazi en Múnich ha sido desde hace décadas sinónimo de la ignominia, tanto moral como diplomática. Pero también es cierto que ni Neville Chamberlain ni Édouard Daladier tenían, en septiembre de 1938, el apoyo popular ni los recursos militares necesarios para hacerle frente a Hitler. El Reino Unido contaba tan solo con 384.000 soldados en su ejército regular; ese verano la RAF estaba recién incorporando el avión Spitfire. Si bien no se trataba de “La paz para nuestra era”, esta transitoria pacificación al menos le compró a Occidente un año para rearmarse. 
La firma de los Acuerdos de Paz de París en enero de 1973 constituyó una traición por parte de un aliado militar de los Estados Unidos y el abandono de un esfuerzo bélico por el que 58.000 soldados estadounidenses habían dado sus vidas. Pero también puso término a la participación de los Estados Unidos en una guerra periférica, que no podía ser sostenida indefinidamente ni por el Congreso ni por la ciudadanía. No se trataba de “Paz con honor”, como pueden confirmar las víctimas de los Campos de la Muerte de Camboya o de los campos de reeducación vietnamitas. Sin embargo, al menos para los propósitos estadounidenses, era la paz. 
Por el contrario, este acuerdo nuclear transitorio firmado el domingo en Ginebra por Irán y las seis grandes potencias tiene muchas de las faltas de lo que se acordó en Múnich y París, sin poseer ninguno de sus aspectos redentores o, por lo menos, mitigantes. 
Pensémoslo: el Reino Unido y Francia llegaban a Múnich en situación de debilidad militar. Los Estados Unidos y sus aliados enfrentan a Irán desde una posición de abrumadora superioridad. Los Estados Unidos y sus aliados le han dado a Irán más tiempo para acumular uranio y desarrollar su infraestructura nuclear. Al Reino Unido y Francia los esperaban de vuelta en casa electorados gigantescos favorables a cualquier pacto que evitara la guerra. La administración de Obama se opuso a una vasta mayoría en ambas cámaras parlamentarias, que incluye a dirigentes tanto demócratas como republicanos, para lograr este acuerdo. 
Respecto de los paralelismos con Vietnam, los Estados Unidos mostraron gran determinación militar en los momentos previos a los Acuerdos de París, con un bombardeo masivo y la intensiva instalación de minas en el Norte, que mostraba a su vez la determinación presidencial y que forzaba a Hanoi a firmar el acuerdo. Esta administración llega a Ginebra fresca, luego de haberse escurrido de su propia amenaza de usar la fuerza para castigar a la Siria de Bashar al Assad por el uso de armas químicas contra su propio pueblo. 
La administración Nixon se retiró de Vietnam en el contexto de una apertura duradera hacia Beijing que ayudaría a inclinar el balance global de poder en contra Moscú. Ahora los Estados Unidos están intentando una apertura fugaz con Teherán en detrimento de una duradera alianza de valores con Israel y de intereses con Arabia Saudita. Cómo perder a tus amigos y distanciarse de la gente es el título de las hilarantes memorias del escritor británico Toby Young, pero también podría tratarse de la política exterior de Barack Obama. 
Es en ese punto que se acaban las distinciones entre Ginebra y los acuerdos previos. Lo que tienen en común es que ambos traicionaron a países pequeños –Checoslovaquia, Vietnam del Sur, Israel– que habían confiado en las garantías occidentales respecto de su seguirdad. Cada una fue una victoria para las dictaduras: “No importa si el mundo lo desea o no”, dijo el presidente iraní Hasan Rouhani el domingo, “este camino, si Dios así lo quiere, continuará hasta la cumbre que fuera concebida por los nuestros martirizados científicos nucleares”. Cada acuerdo incrementó el desprecio de los dictadores por las democracias: “Si ese viejo estúpido vuelve a molestarnos con su paraguas”, se supone que dijo Hitler de Chamberlain en Múnich, “lo voy a empujar por las escaleras y saltarle encima”. 
Y cada pacto antecedió algo peor. Después de Múnich llegaron la conquista de Checoslovaquia, el pacto entre los nazis y la URSS y la Segunda Guerra Mundial. A París lo siguieron la caída de Saigón y Phnom Penh y el humillante abandono desde la terraza de la embajada. Con Ginebra vendrá una nueva y caótica realidad en Medio Oriente, en la que Estados Unidos perderá influencia tanto entre sus enemigos como entre sus amigos. 
¿Cómo será el panorama? Irán se irá sacando de encima las sanciones y deslizándose hacia una zona de ambigüedad nuclear que mantendrá a sus adversarios en la adivinación, hasta que opte por exhibir sus capacidades reales. Arabia Saudita hará movimientos rápidos para conseguir, de sus clientes de Islamabad, un artefacto nuclear de poder disuasivo. El multimillonario príncipe saudita Al-Waleed bin Talal se lo dejó bien claro al Wall Street Journal la semana pasada cuando discutió sin ambajes su “entendimiento con Paquistán”. Egipto está también sopesando la opción nuclear mientras se acerca a una alianza estratégica con Rusia.
Israel no puede, por su parte, permitirse vivir en las vecindades de un Irán nuclear, donde Assad continúa en el poder y Hezbolá –la amenaza militar más inmediata para Israel– gana en fuerza, influencia y experiencia bélica. Las posibilidades de que Israel se lance a un ataque en los centros de energía nuclear de Irán se han incrementado mucho gracias al acuerdo de Ginebra. Y, todavía más, también las chances de otra guerra con Hezbolá.
Luego de la Segunda Guerra, los Estados Unidos crearon un sistema global de alianzas estratégicas para evitar, precisamente, este tipo de política exterior cuentapropista que está recobrando todo su vigor en el Medio Oriente actual. Funcionó hasta que el Presidente Obama entendió que había que desecharlo. Si se escuchan los ecos de la década de 1930 en la capitulación de Ginebra es porque Occidente está siendo conducido por la misma clase de hombres, aunque no usen paraguas.
 Wall Street Journal
(Traducción Eugenio Monjeau)


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