Martes 29 de Octubre de 2013
Cuando bajé la escalera del Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC) luego de presenciar Spam,
la pieza de Rafael Spregelburd y Zypce, una señora de edad me preguntó:
“¿Usted entendió algo?”. No me puse colorado. Para entender algo, le
dije, hay que ser ciudadano de Internet y su mundo virtual.
La señora estaba acostumbrada a las
relaciones más directas, cara a cara, en la vida y en el teatro. No
parecía decepcionada por la obra, estaba tocada pero no encontraba
palabras, algunos decían otras cosas con signos de admiración, la obra
había afectado las relaciones entre la sala y su afuera como si fuésemos
parte de un mundo alucinado. Cada uno tiene las suyas: yo pensé a
alguien a quien quieren volver loco a toda costa y que se dice: “Ah sí”,
y responde con más locura, como un antihéroe de nuestro tiempo. “No es
nada personal”, le responden, “te ganaste un premio”, y ese mensaje
queda colgado en la pantalla. Nadie nunca había visto algo semejante.
Tampoco era yo un ciudadano integral de ese mundo regido por el spam, es
decir, por los mensajes no solicitados enviados en forma masiva, que
van de la publicidad a los virus pasando por la pornografía.
A todo esto el pensamiento
existencialista lo pondría en la bolsa de la “inautenticidad” sin
preguntarse si lo auténtico no es un fantasma mucho más cómodo, como el
de esos personajes que se miran al espejo amenazando suicidarse con una
navaja y lo que hacen es confirmar su náusea con la cara mejor afeitada.
Aquí nos despedimos del mito del buen
salvaje que tanto explotan los neocolonialismos y del mito de la
autenticidad de las heroínas stendhalianas, que no paran hasta tener
entre sus manos la cabeza del hombre que aman.
No estamos en el mundo del mito sino en
el metatexto interminable de las babeles virtuales que desconcen la
purificación del fuego.
Spregelburd no adhiere a la escuela del
simpático profesor John Zerzan, ecologista radical y referencia
ideológica de las revueltas en Seattle contra la globalización, que al
impedir el encuentro lograron el objetivo contrario al propuesto –la
rebaja de los aranceles de los países centrales que iba a discutirse–, y
autor de Future Primitive and Other Essays, donde propone una vuelta a la prehistoria, a una sociedad de cazadores y recolectores sin industria ni tecnología.
El profesor napolitano no es un
neoludita, si recordamos a quienes a principios de la Revolución
industrial destruían las máquinas. A diferencia de una impostora como
Naomí Klein –que quiere “gobernar las multinacionales” que tendrían el
destino de muchas empresas argentinas– Zerzan es coherente: vive en
Arizona en un contexto de cultura hippie sin televisón ni Internet, como
anticipándose al diluvio del futuro prehistórico que con estoicismo
favorece.
En mi ensayo “La farsa de la
antiglobalización” me refiero al puritanismo de Zerzan, que rechaza lo
virtual del mismo modo que lo hace con la pintura barroca: "La realidad
virtual refleja una patología profunda que recuerda a los lienzos
barrocos de Rubens, que muestran caballeros con armadura rodeados de
mujeres desnudas, pero separados de ellas".
La patología no está en lo virtual sino
en la creencia en la madre naturaleza, que visita las redes
introduciendo sus capitales de odio y culpabilidad, que se reflejan como
el teorema de los indivisibles sin que finalmente se sepa qué se quiere
demostrar.
También es coherente el profesor napolitano: con recursos que recuerdan los métodos de la action painting con musica ficta,
se empeña en devolver golpe por golpe en una guerra que es ante todo
“mental” y donde los cuerpos son aspirados, sustraídos por lo
inmaterial. No tiene la fortuna de que un hada psicoanalítica le diga:
“Son nada más que spam, no esperes algo de ahí convirtiendo esa nada en
algo”. Tampoco una militante psicobolche y zartista que le diga: “Sos un
pajero” como si ella hubiera superado el malestar del pasaje al acto.
Ni un Kafka que le escriba un correo que informe: la fusión del cuerpo y
el nombre es abyecta.
Entra a escena como quijote que lucha en
y por molinos de imágenes privado del amor que supone darse de bruces
con el origen mediante la resonancia de los cuerpos y de la muerte que
hay que morir para acceder y sostener una palabra.
En el principio no fue el verbo sino un
spam cualquiera cuya única verdad es que en el mundo hay cosas peores
que los spam y la muerte misma: la estupidez sigue su carrera ilimitada y
Aquiles insiste en alcanzar la tortuga biseccionando la recta.
Haga lo que haga, diga lo que diga,
Rafael Spregelburd es un actor de un despligue extraordinario, desde el
cuerpo a las voces, que puede en un tris pasar de un rondó medieval a un
frullato o un Empfindsamkeit actuales, domina las inflexiones y los registros.
La ideó, la escribió y la actuó. Esto que decían en el barrio sucede en la aldea virtual y planetaria de Spam.
Hay una inhibición a decir algo de una obra que no se reduce a uno de
los clisés que la misma ridiculiza, no tiene “tema” fijo, se trata de la
genealogía del nombre de la cual nuestra época quiere saber poco y
nada. Cuando todo se vuelve escolar hay una madre que hace las veces de
la Mujer que pesa: aquí, a diferencia del mundo islámico donde está
presente en cada segmento, brilla por su ausencia. Hay un matriarcado
impersonal, líquido, que hace su trabajo enloqueciendo al sujeto desde
su ausencia y mediante el double bind convertido en lengua de partida institucional.
En el Islam el sujeto está integrado al
Templo-madre, en occidente es expulsado de antemano como el personaje de
Beckett; aun si tiene padre y madre funciona como expósito y huérfano y
el modo de intregrarse es a través de la Fiesta-espectáculo que
considera la angustia el enemigo principal porque puede intersectar con
el infinito y arrancar al sujeto al conjunto de pertenencia al que tiene
que añadir una suma más sin poder restar en menos.
El personaje, un profesor napolitano
experto en lenguas antiguas, vive sus días, sus horas y cada instante
atrapado por las redes virtuales. Ahí surge el primer contraste: las
lenguas antiguas, civilizaciones que se perderán si se extravía, dice,
tal o cual archivo, en contraste con la “basura nuestra de cada día”, a
la que suma millones de chinos trabajando como hormigas para producir
objetos inútiles, entre ellos la misma chinolatría occidental.
La obra no rechaza la acumulación, la
toma como su materia prima, el profesor responde y actúa los spam que
recibe, los hace pasar a escena, como si la obra representara lo
irrepresentable de nuestra época: el malestar hiperbólico de un pasaje
al acto que cuentan sus historias, algunas de corte policial como el
caso de la chica malaya que le pide socorro y las mafias que lo
persiguen. No es un clown posmoderno que continúa con la Fiesta,
improvisa la suya indiferente a los tirios y troyanos de rebelócratas y
zartistas. Por más destructivo o transgresor que sea el acto, este
retorna como malestar y pide a gritos otro acto. No sabemos en qué
medida el profe cree en eso, lo mimetiza o lo parodia: es así que va
convirtiéndose en nuestro héroe. Spam no es una crítica al
malestar de la cultura que se ha convertido en bienestar a toda costa y
que promete dar a cada uno lo que no tiene a cualquier precio. Es el
malestar del pasaje al acto donde este retorna como insatisfacción. En
el montaje que dispone el profesor coexisten lo arcaico, las viejas
lenguas y las técnicas ultramodernas, lo demasiado muerto y lo que se
propone como la vida en términos virtuales, un vértigo que alivia de la
reproducción tediosa de lo cotidiano que todavía abunda en las obras de
corte realista.
Lenguas anteriores a Babel y las nuevas
babilonias, a menudo “bobilónicas”. En la posmodernidad todo se nivela
mediante el estatuto inmaterial de la mercancía y las formas mismas de
indignación colectiva son selectivas, algunas previamente programadas,
otras más espontáneas como las llamadas “primaveras árabes” que
culminaron en inviernos regimentados.
Imagino lo que podría haber hecho
Spregelburd con un mensaje recibido de la plaza del Tahir por parte de
un ingeniero trabajando de vendedor de ballenitas o un mensaje de Al
Assad para que apoye su candidatura al Nobel de la Paz por haber tenido
la delicadeza de no masacrar otras doscientas mil víctimas con armas
químicas.
Como el gato de Schodringer que está
vivo en una dimensión y muerto en otra al mismo tiempo, el profesor cada
día continuá los mensajes que recibe de las redes y sigue por caminos a
veces insólitos, otras delirantes. Las querellas con los ridículos
traductores de Google son desopilantes.
Su nombre coincide con el nombre del
primer ministro italiano y está interesado más en la identidad de este
que en la propia, limitada al “profesor napolitano”. Para colmo sufre un
accidente que le hace perder la memoria que ya no tiene.
El profesor se da a sí mismo un teatro
dentro del teatro que hace olvidar que se está en el teatro, entramos en
un universo que ofrece todas las historias y todas las aventuras, un
mundo donde no hay nostálgicas chimeneas sino un bombardeo de efectos
especiales, una dinámica donde el teatro es la trampa para atrapar no al
rey sino al mismo espectáculo concebido como Colonia Penitenciaria.
No ha pasado nada, le dice su discípula,
una Cassandra que no vaticina el futuro, participa del eterno presente
en que Monti vive. Fue su amante, pero el pasado no existe. El profesor
no tomó en cuenta su tesis sobre otras lenguas pero se la apropió sin
demasiadas vueltas. La forma de diálogo que tiene con ella es la
negación de todo diálogo: un spam erótico-escolar. Monti no tiene
ninguna idea propia ni la intención de tenerla, como Sísifo lo hace con
su roca, todos lo días la emprende con Internet sin darse respiro
alguno. Al mismo tiempo sus ideas musicales y la música de las palabras
lo muestran como un virtuoso. Tal vez espere un spam que sea una carta
arrojada al mar y le llegue como un don.
Es la compulsión que en El jugador muestra Dostoievsky por el juego pero sin ninguna sanción porque nadie dispone de autoridad para ella. Es La danza macabra
de August Strindberg pero sin la interrogación femenina de dónde está
el Capitán. Ahí lo macabro es el anuncio de un mundo sin Tercero donde
todo ocurre entre dos mujeres: el hombre en adelante tendrá como única
función completarlas. La función que asume Monti es la de completar la materia signata
que recibe, haciendo épica con los elementos más truchos, en cada uno
de los treinta y un días transformándolas plástica y musicalmente al
mismo tiempo que la vive. ¿Desde que ética juzgarlo, si se piensa que
hay profesores charlatanes y chavistas como Gianni Vattimo?
Es el capitán sin galones de una la
danza de un nombre común –el profe napolitano– en relación con un nombre
propio que solo puede nombrarse a través de otro, el delirio nace ahí,
no está en las imágenes sino en el uso alocado que hace de ellas ahí
donde no hay padre, genealogía ni la seguridad identitaria de la
pertenencia a una nación.
Cada imagen funciona como “capitana”,
desata una serie de sinonimias que Spregelburd sigue hasta la
exasperación: su voz es una caja de resonancia que domina todos los
tonos y se mimetiza con otras voces, pasando de un registro a otro con
maestría. Aunque los temas son diversos el personaje juega con las
historias y se vuelve juguete de ellas.
Se da la siguiente paradoja: esa voz
reitera, parodia voces que son montañas de clisés pero lo hace con tal
arte que uno quisiera emocionarse como si oyera una ópera de Puccini.
El dramaturgo no lo permite. El de
Spregelburd es un arte del desmentido y la decepción llevado hasta el
extremo. No es captar nada de esta obra reducirla a la Fiesta
vanguardista, más bien aquí es una fiesta de la cual no se puede salir,
tal como Gombrowicz llamaba al infierno.
No hay que confundir el talento del
actor con el profesor napolitano que representa o la tensión entre un
nombre común –el profe– y el nombre propio donde Monti se enuncia a
través de otro niño muerto, del que es sucedáneo.
Esta obra anuncia un nuevo tipo de
combate que ya está en curso en el siglo XXI y del que pocos quieren
enterarse por una inhibición que supera todas las represiones: la
genealogía del nombre propio ante el avance progresivo de las técnicas
que al no tener en cuenta al sujeto dejan una zona acéfala, aprovechada
por los ideólogos que aspiran convertir al sujeto en idiota universal.
¿Cuál es el objetivo de semejante
exasperación? ¿Demostrar sin lograrlo del todo que la realidad que se
vive es un reflejo del mundo virtual y no al revés?
Tomado a la letra y en bruto, sin
selección, el sujeto de las redes es el colmo de la agrafía y el
iletrismo. Por eso algunos educadores ven como nociva la entrada
prematura de los niños a la web. Hay mucho de niño en el profesor que
toma a los spam como dictados o enigmas que habría que resolver.
A diferencia de Hamlet, el profesor no
tiene un padre muerto de entrada al que hay que matar a su vez, lo
precede la lengua anónima de los spam, como si hoy al sujeto lo
precediera no una tradición cultural sino un esperanto que promete dar
lo que no tiene confundiendo la existencia con un ideal del ser.
Acontece en una “interna” occidental trabajada por el nihilismo y la
autodestrucción, pero este héroe de nuestro tiempo poco tiene que ver
con el rechazo de la técnica por parte de Heidegger, que sacraliza el
origen en la pureza de las raíces contra toda posibilidad de
desplazamiento y antiser.
Lo que sucede es que hace un uso
caprichoso de las redes al tomar en serio los spam porque no dispone de
otro texto o se niega a ello. Esto equivale a un diálogo con los nuevos
dioses de la electrónica que, lejos de restringir la creación, amplían
el campo de la ejecución. Como en el caso del compositor, el autor
teatral dispone de un continuum, un almacén ilimitado de
recusos sonoros que pueden ser sinusoidales, “puros”, que pueden
trabajarse y enriquecerse como se hace con la voz, de modo que un sonido
blanco o un ruido pueden modificarse en formas imprevisibles dando
lugar a nuevos elementos ante los cuales estamos situados como los
primeros oyentes de Ravel o Debussy.
Digamos que el personaje es un
dramaturgo virtual que en su vértigo fabulatorio explora sus
posibilidades en un futuro mundo sin libro, o, mejor dicho, con millones
de libros pero donde no se podrá leer una sola página, habiendo sido
colonizados y nulificados los cuerpos. Conserva como un talismán El extranjero
de Camus a través del cual se reconoce en el universo spam. En un
momento de lucidez el personaje dice no comprar que la crisis de los
bancos europeos supone el fin de Europa y constata que las masacres como
las de Darfur continúan en un hipotético Exterior que no suscita
anfibologías en cuanto a lo real, que no es una categoría en el sentido
de Aristóteles sino una ecuación nunca resuelta sobre la que llueven las
preguntas del millón ya respondidas de antemano.
Internet es vivido por muchos como una
gran Matriz que tomada a la letra arrebata los cuerpos a los sujetos aun
si ellos se creen de vanguardia como los rebelócratas, para los cuales
“todo es poesía” y punto, rechazando todo exterior al tecno-narcisismo,
impidiéndole una conexión con su origen a través de los nombres,
excluyendo su relación con lo arcaico que no hay que confundir con el
pasado. Lo arcaico está presente en el lenguaje, en los timbres y en los
trémolos, en que un arte inmemorial como el teatro puede situarnos ante
un montaje y una enunciación inéditos.
Al final hay un retorno, la vuelta de la
memoria perdida en un accidente. Ese accidente es universal, como si
este profesor napolitano fuera todos los hombres de la aldea planetaria
actual. Lo único que se puede hacer es singularizarlo al extremo. El
retorno de lo arcaico introduce un efecto propio de la tragedia, esta
vez sin madre, ni padre, ni otros dioses que las redes cuyos imperativos
y enunciados son contradictorios entre sí.
De pronto, como si ese mes fuera un
retiro del mundo con el objetivo de escuchar algo no por meditación sino
por exceso de aturdimiento, corta con el perpetuo presente y se da de
bruces con los orígenes parentales.El amor es eso, una confrontación con
éstos donde llega a reconocer- momento de silencio- que el trauma del
origen- nacer malentendido- aparece al final: el personaje entonces
recuerda que ocupa el lugar de un niño que murió al nacer.
Es un sucesor en una nueva y larga
progenie de huérfanos y expósitos, alienados al espectáculo que se les
ofrece, privados desde el vamos de una genealogía respecto de la cual
puedan inventar un corte, dando un paso hacia afuera de los conjuntos
saturados.
El profesor al intersectar el origen se
separa del espasmo permanente del Spam y sus impersonales santuarios. La
pregunta que hay que hacerse no es la que proponen la sociedad ni la
del espectáculo a veces fusionados en un double bind –¿qué has
hecho con tu vida?– donde se le dice por un lado: “Sé transgresivo” y
por el otro que cumpla una Ley que solo se manifiesta en un laberíntico
juego de escondidas y que tanto las SS como las buenas gentes han
invocado para que emerja en persona: es la solución final que resuelve
el asunto, reduciéndolo a una crisis identitaria que empuja a la
sociedad, a Europa en especial, a unirse mediante el hilo del
antijudaísmo, como afirma Diana Sperling, o suprimiéndolo en un mundo de
nombres indistintos donde pueden hacer uno el “nazi” y el “progresista”
al querer ahorrarse el trabajo que Spregelburd despliega hasta el
cuadril.
Hay que preguntarse como Kafka qué has
hecho con tu origen que entras pasiva y gozosamente al mundo de lo
pseudouniversal, y responder escribiendo la disyunción del cuerpo con el
nombre fuera del programa donde el nombre tiene el lugar de una
etiqueta o designación.
Spam en la poética de Spregelburd es un adiós al idiota universal, general, que los vivas no pueden ensordecer.
Esta forma de asumir el mundo virtual es
pagar una deuda con un niño muerto que podría haber sido él. No se
trata de recuperar una identidad que le da al sujeto una nueva seguridad
identitaria, necesaria sin duda en cuanto a la identidad civil y al
sujeto de derecho, sino que también se trata de poder desplazarse de
ella, perderla, pasando a la existencia no a la manera del
existencialismo sino a un teorema de existencia sin axiomática previa,
he aquí una pregunta ausente en las encuestas del millón.
El profesor produce un corte para
nombrarse a través de ese niño muerto en la escena final: la obra pasa
abruptamente a una dimensión trágica que no deja a su vez de ser cómica y
Mario Monti puede acceder a la trama del lenguaje más como sujeto que
como reflejo o espasmo.
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