domingo, 24 de noviembre de 2013

Sobre Carlos Correas. Por Belén Datwiler..



Para Laura Estrin.

Una cita repetida: Silvio Astier delata al Rengo, dándole la espalda a su clase y la cara a aquella a la que hubiera querido pertenecer. Esa sola decisión lo vuelve un hipócrita más. Quiero pensar en ese gesto imperdonable, entonces comprendo a Correas. Astier y Masotta buscan despegar del sitio en el que están (ambos quieren “la limosna oficial” (Correas, 2013: 21)), y a costa de eso: la traición, que es, en primera instancia, a ellos mismos. Este pase es el que Correas señala, La operación Masotta sería la narración de lo que en El juguete rabioso es el dialogo entre Astier y el ingeniero. El instante lento de desenmascaramiento, donde, a medida que el lector se decepciona, lo hace el autor. Como un diario, se escribe para explicarse, para comprender. Pero existe, ante todo, una gran pesadumbre luego de la caída de la máscara. ¿Por qué, entonces, Correas elije la forma de un libro, para recordar a ese Masotta impostor?  Se prefiere considerar La operación Masotta como un “ajuste de cuentas”. Una lectura lineal incorporaría los términos “rencor”, “destrucción”, para describir su ademán; yo prefiero considerarlo un gesto de amor.  Y lo diré intuitivamente, aunque eso no valga de nada: hay en el libro un desarraigo y un duelo. Detrás de la superficie de la acusación, queda flotando una sensación de angustia, cierto abandono, un ideal que desciende, una pérdida de fe, pues Correas creía en Masotta, él siguió siendo “su hombre”, el amado. Por eso el operativo es imperdonable. Dice: “Masotta: uno, el más temible de mis destinos. Yo: también un destino, pero no el último de Masotta. A causa de esta diferencia resultó este libro” (Ibíd.) El quiebre se produce cuando Oscar abandona el camino de la impertinencia y se vuelve “un sujeto de derecho”, un burgués, (Ibíd. 68), se vende: otro paso imperdonable.

“Se va tras Maiakovski y por Pasternak” (Tsvietáieva, 1982)
Se va tras Masotta y por Correas
Una cita de Marina: “Los acerco porque ellos se han acercado así, y así de cerca permanecerán en la época, en el centro de la época. (…) Maiakovski comenzó con la propia venida al mundo: con la exhibición, con la voz tonante. Pasternak —  ¿pero quién contará el exordio de Pasternak? De él, durante mucho tiempo, nadie supo nada. (…) Maiakovski aparecía, Pasternak desaparecía. Maiakovski hacía muestra de sí, Pasternak —  pantalla. (…) Pero Maiakovski no le tenía miedo a nada, estaba erguido de pie y gritaba, cada vez más fuerte – más lo escuchaban las masas; cuanto más lo escuchaban las masas, más fuerte gritaba. (…) Pasternak nunca tendrá una plaza. Tendrá, ya tiene, una multitud de solitarios, una solitaria multitud de sedientos.” (Ibíd.). Propongo reemplazar cada Maiakovski por Masotta y cada Pasternak por Correas. “La agudeza es el acercamiento de las disimilitudes” dice Shklovski en La tercera fábrica. Y continúa Marina: “A Maiakovski, para existir (para hacerse real), le hacen falta las montañas. (…) Maiakovski se hace real con la montaña. Con Pasternak — se hace real la montaña. Maiakovski se sintió, supongamos, los Urales —  se convirtió en los Urales. No existe Maiakovski. Existen los Urales. Pasternak, impregnado por los Urales, creó los Urales —  de sí. No existen los Urales. Existe Pasternak” (Ibíd.). Así también Masotta quiso copiar a los Urales y predicar desde allí arriba a “los precursores de los herederos de su nombre, de su trabajo, de su biografía” (Correas, 2013: 84), mientras Correas, como Pasternak, pero también como Marina, no teme jugar a hacer desaparecer la montaña y afirmar que aquél era un vanidoso “intelectual de país pequeño (…) (con) ilusión de grandeza” (Ibíd. 89). La montaña es también la sociedad contemporánea, la integración. Y la integración salva, dice Correas, que elije la condena. Él tampoco tendrá una plaza, ni una Escuela.  

Lo que persiste
Porque creyó en Masotta y éste lo(s) engañó es que Correas lo condena y, más que a Masotta, a su muerte en vida; esa instancia intermedia, conciliadora entre la vida y la muerte, es lo imperdonable. Darle autoridad a la muerte a través de la blandura, del engordamiento banal, en vez de contraponerla a la irreverencia de la vida, a un insultarle hasta verle la cara, no se le perdona. Pero aún menos se perdona Correas el haber creído en él. Por eso narrar a Masotta es poner en palabras cada pequeña fuga, hasta el exilio, cada paso que al darse lo alejaba, a él de él y a él de Correas. Uno va hacia la multitud, el otro hacia la soledad. Así, Tatiana, cuando Onieguin parte, se destina al desamor y Marina comprende la “lección de audacia”, “la lección de fidelidad”, “la lección de soledad” (Tsvietáieva, 2003: 40) con el amor en la ruptura. Así, los últimos encuentros entre Correas y Masotta son desoladores, desde la progresiva desacralización que el primero efectúa sobre el segundo, hasta la planicie de las miradas finales.
Una noche, en aquel relato de las Tinieblas de Castelnuovo, el sujeto descubre que es su amiga la víbora la que lo está envenenando, la mira fijo y el dolor es aún más desgarrador porque se produce una infidelidad. En ese gesto estoy pensando.



Sin embargo
En La operación Masotta no hay una exposición arbitraria de Correas, quien sabe mejor que nadie el lugar que ocupa Masotta en el círculo intelectual de la época –más aún después de su muerte, que encuentra la consagración-. Esta exposición está perfectamente elegida, como está elegida la condena que aquella trae consigo. Es cierto que no será la primera ni la última actuación arriesgada que concederá al público carroñero, pero sí será el único libro donde el sujeto a golpear posea exclusividad, no le dedica su tiempo de verdugo a cualquiera: Masotta tiene un lugar central en su historia y asimismo en su literatura (“yo era y soy mi historia y Masotta constituye esta historia” (Correas, 2013: 190)) Condenándolo a él, sabe que se está condenando a sí mismo, y aun así, acepta. Entonces, Antígona desobedece y entierra a su hermano, el detestado, aunque por ello deba pagar con su vida, y clama a su hermana, que quiere ocultar el crimen: “¡grítalo! Mucho más te aborreceré si callas, si no lo pregonas a todo el mundo.” (Sófocles, 2011: 87) Y luego, con su cuerpo frente al rey, sin temor, afirmándolo todo. La palabra que condena. Sostener un juicio a pesar de saber que con ese solo acto se está auto-sentenciando. Y que, por otro lado, nadie entenderá el fondo de ese proceder: en Antígona es la lealtad, en Correas también es la lealtad –  a una lectura verdadera de los hechos: “pienso que este libro contribuirá a que Masotta logre mejores lectores que yo” (Correas, 2013: 173), que se lo lea sin pantalla, sin embelesamiento.
Escribe Barthes: el Amateur (el que practica (…) sin espíritu de maestría o de competencia) conduce una y otra vez su goce (amator: que ama y ama otra vez); no es para nada un héroe (de la creación, de la hazaña); (…) su práctica, por lo regular, no comporta ningún rubato (ese robo del objeto en beneficio del atributo); es –será tal vez– el artista contra–burgués. (Barthes, 1978: 58). Así, Masotta “roba” el discurso del psicoanálisis, logrando con cada doblaje más adeptos, más estatuto, visibilidad, heroísmo. Y frente a la turba, Correas que irrumpe: “¿Quién era ese Masotta? ¿Un enmascarado, por último un verdadero fraudulento? (…) nuestro último encuentro (…) con un peso de desquiciados años en mi alma.” (Correas, 2013: 191). Ese cruce final punzando sin descanso. Masotta como el peor de los destinos, el que se presenta arraigado y compulsivo, persistente, igual al pensamiento desafortunado en El revólver.
El que ama una y otra vez es el que elige la piedra, el que se compromete con la condena, Sísifo, y en ese comprometerse absurdo radica su amor, porque entre la pena y la nada, “elige la pena”; de poder elegir, elige no librarse. Correas elije el infierno de la tierra. Masotta el burdel del cielo, que no llega a ser el cielo.
Hay un hombre poniéndose en juego. Que se compromete y desobedece a la doxa y sus miserias: “señuelos y sobras que la sociedad burguesa arrojaba y arroja a artistas y a intelectuales para mantenerlos menos tranquilos que domesticados.” (Ibíd. 183). Correas sostiene lo indecible y señala con el dedo, sin mediaciones, sin repetir discursos (lo que sería el mayor fracaso). Correas procede en cada palabra como si se tratase de una cuestión de vida o muerte, y, efectivamente, lo es. Denuncia, no delata, como afirma Solal de Equiezo en Doctor Manty, porque procede abiertamente y no en la cobardía de la clandestinidad. Develar es un imperativo, un gesto desesperado ante una imagen que se ve cristalizar falsamente.
¿Por qué durar es mejor que arder?, pregunta Barthes. Masotta busca durar: que la palabra trascienda con su nombre. Correas prende fuego la palabra incuestionable, arranca las vías del tranvía por las que caminan los subordinados, como dice Shklovski.
Un día, charlando sobre Correas, un amigo me confiesa que hoy por hoy este autor no le sugiere audacia, puesto que practica un gesto que, según él, es moneda corriente en la actualidad. Él ve en lo grosero una irreverencia y, por eso, le dije, confunde, pero ese gesto, que aparentemente desautorizaría una moral, es fácil y por lo tanto, común, nimio, hasta colectivo, superficial. En Correas la palabra es genuina, es real porque tiene una consecuencia real, porque lo deja y nos deja parados frente a una pista de desasosiego, sobre la que, sin emabargo, él sigue avanzando. Su amor no es condescendiente.


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